Es una foto indiscreta y nada más hacerla me prometí no volver a meterme en la vida privada de los demás tan frívolamente, aunque sean dos gatos en la intimidad de los patios vecinales que se ven desde mi dormitorio. La gata me mira con más perplejidad que yo a ella. Hay vidas secretas en los tejados, vidas irrelevantes que de pronto adquieren una dimensión épica y siempre hay alguien sin pudor que registra el milagro y luego lo pregona por ahí. Torpemente.
31.1.09
30.1.09
EpC, penúltimo episodio
Para los que hemos conseguido alcanzar la intrascendencia y al fin disfrutamos con las cosas más materiales de la vida (una buena siesta, el bacalao al pil pil, Van Gogh, los nuevos zapatos de Miu Miu), la moda del ateísmo es sólo un síntoma de crisis.
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Carmen Rigalt, El Mundo, 8-1-2009
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Mis alcances no dan para sostener con firmeza los argumentos que el Tribunal ha puesto sobre la mesa para no permitir al padre levantisco la objeción a la asignatura de Educación para la Ciudadanía. En cuanto sospecho que tengo tres o cuatro favorables, que me convencen de la idoneidad de su implantación, me salen por el costado ideológico (todos tenemos uno, mal que nos pese a veces) un par de ellos manifiestamente contrarios a los primeros de modo que el batiburrillo mental me deja en un k.o. expositivo. Así está uno en muchos temas y quizá sea el punto de partida perfecto para poder mirar relajadamente, sin encabronarse, la realidad política o la teológica, que últimamente van las dos de la mano. El Gobierno no es intervencionista o, al menos, no al modo en que el Estado del Antiguo Régimen lo era. Este Gobierno no se ha inventado una asignatura para que dentro de veinte años todo el electorado (el que ahora está en los pupitres viéndolas venir) sea socialista y progre, liberal y (por supuesto) laico. En ocasiones basta que alguien se empeñe mucho en adoctrinar a alguien para que la terquedad didáctica le salga rana y el supuesto adoctrinado, de mayor, sea justamente lo contrario que se esperaba que fuese. Valga yo como ejemplo de esta didáctica inversa: a mayor número de exposición catecúmena, a mayor inmersión religiosa, mayor disidencia. Por lo menos, el disidente culto, el que se ha informado de la naturaleza exacta de su heterodoxia, puede exhibirse sin rubor, contar qué no vio del milagro y en qué lugar perdió el deslumbramiento del que toda fe parte para engolosinar a sus adeptos.
El hostil a la asignatura cree ver en su tabla de contenidos el mismo doctrinario con el que él se formó, pero movido de sitio, posicionado en el ala contraria, muy cucamente colocado por el Gobierno para conseguir, desde la escuela, desde la base misma de la educación, un cuerpo de preceptos y de sugerencias morales que de algún modo rivalizan con las que siempre se han considerado (he aquí uno de los errores) las correctas, las que no pueden ser movidas, interpretadas, reducidas al canje populista de los votos. Entran en conflicto lo público y lo privado ruidosamente y no parece, a la luz de las terquedades de unos y de otros, que el asunto vaya a despacharse con elegancia ni que las derrotados (los hay ya, de hecho) vayan a sobrellevar el duelo moral sin algún tipo de tsunami mediático. Tienen voceros, propagandistas y púlpitos suficientes como para que el mensaje doliente llegue lejos y llegue bien.
EpC, la asignatura objeto de la objeción, va a terminar siendo una materia liviana, escasamente relevante, pero el revuelo que su implantación está causando justifica enteramente dicha implantación. Si hubiese existido antes, pongamos hace veinte años, qué imaginación la mía, nada de esto estaría pasando. Habría respetables ciudadano de moral católica que seguirían siendo respetables ciudadanos católicos y habría respetables ciudadanos de moral laica que seguirían siendo respetables ciudadanos de moral laica. Y todo lo demás es fuego de artificio, ganas de incordiar al pueblo, que parece tener aguante para todo, crisis incluída.
28.1.09
24.1.09
Buzos letraheridos
I
Al alma apetitiva la izan hacia el júbilo cada vez más extraviadas golosinas. Antes bastaba la lectura de un buen libro, un paseo sentimental por el campo o una conversación inteligente entre amigos alrededor de un café, pero hoy los patrones del ocio sentencian que la diversión requiere sofisticados chips y que cualquier modelo de entretenimiento moderno nace de lo digital y mueren en lo digital. Si nos roban los gadgets, morimos. Anoche, mientras acababa las desventuras nórdicas de Lisbeth Salander, parte segunda, pensaba sobre cómo sería un mundo sin libros. Concluí, en una milagrosa fracción de segundo que me pareció una eternidad por lo contundente y manifiestamente clarificador de mi recién alumbrada convicción, que no es posible vivir en un mundo sin libros. Tampoco en uno en el que el cine dejara de iluminarnos. Ni uno (insisto en esta hecatombe cultural) en donde la música quedase relegada a una juguetona comparsa de márketing para vender coches o colonias caras. Pero lo que más me alteró fue que ardieran los libros y ya no fuera posible abrir de nuevo la poesía de Gil de Biedma, tan necesaria en días de lluvia o los cuentos de Borges, a los que mi buen amigo Álex jamás tendrá aprecio. O que mi hijo no lea jamás La isla del tesoro, que se la está perdiendo por olisquear novelas de consumo adolescente, bombardeadas en El Corte Inglés como la panacea absoluta de la diversión total.
II
En este siglo XXI, problemático y febril como el otro, asistimos a una pujanza irrefrenable de lo digital, pero no hay que temer por la defunción de la letra impresa. Alarma que las generaciones que vienen sean arrebatadas al gusto literario por cachivaches de pantalla táctil y juguetes hipersofisticados donde manejar botones a velocidad de rayo cósmico sea siempre mucho más importante que pasear la inteligencia por la belleza de lo que esos botones activan. Todo se compra y se vende por el número que acompaña al producto: más pulgadas, más gigas, más velocidad, más resolución. Y me pregunto (compungido, íntimamente azorado) si será posible que el futuro nos dé lectores jóvenes que se enamoren de la prosa de Rudyard Kipling y disfruten del olor indescriptible de un libro recién comprado, desprecintado, depositado con mimo en la mesita de noche, bajo el flexo, a la espera de que los cómplices dedos lo palpen, midan en hondo suspiro su formidable peso y terminen por entusiasmar una noche larga, enredado en tigres imposibles y en caminos abismados de peligros. Luego la televisión o el cine consentirán otros placeres, pero no podemos robar a los niños (que terminan creciendo, mal que pese a algunos) la fascinación de lo analógico, lo que no tiene aritmética sino gramática, toda esa fanfarria verbal de historias que se deslizan por dentro y hacen que hinchemos el pecho, asombrados, comidos por la fiebre de la aventura. Dudo mucho que el último juego para PS3, por más que estén cuidados las texturas y los entornos gráficos, superen la alegría insuperable de tener en las manos un libro y sumergirnos (es una inmersión, lo sabemos) en las palabras.
Jazz con pinos: 50 aniversario de A kind of blue...
Hay gente adicta a las efemérides: se engolosinan con las fechas y dan rienda suelta a su mitofilia. Así se sienten más en armonía con la música secreta del universo, con cierto código interno que obedece a leyes que están por encima del propio tiempo y de sus caprichosas tendencias, pero las hojas de los árboles (hoy estoy particularmente bucólico) no saben que hace 50 años que el mundo del registro fonográfico (ahora reformulado por la democrática red p2p) alumbró una obra magistral, música celestial, la evidencia tangible del talento del músico del siglo XX: A Kind Of Blue. Yo tengo mis vicios mitómanos, aunque estos recordatorios numéricos (hace tanto que nació, hace tanto que murió, hace tanto que se grabó...) me inducen siempre a pensar que es el público despreocupado, neófito u olvidadizo el que precisa de las cifras.
Este verano cogí A kind of blue y lo eché al ampuloso disco duro de mi Ipod. Recuerdo pasear las calles de Punta Umbría, de vuelta del mercado, en la playa, entre pinos, abrazado a Blue in green (que se atribuyó siempre el bueno y tóxico Bill Evans) o a Flamenco sketches. De hecho todavía imagino paisajes cuando la trompeta de Miles Davis cincela el aire y sopla las notas bautismales de So what, que es (con absoluta certeza) la pieza de jazz que más veces he podido escuchar y que más conmoción (zozobra, placer, dolor, ternura) me ha procurado. Imagino un camino empinado de arena al que la resina de los pinos y el cercano olor a salitre elevan a la categoría de paraíso en la tierra. Y ahí estaban Miles Davis, John Coltrane, Wynton Kelly, Bill Evans, Paul Chambers, Jimmy Cobb y Cannonball Adderley.
Entonces y ahora no me cabe duda alguna de que se metieron dos días en un estudio de grabación para registrar esas piezas atemporales (modales, dicen los estudiosos del jazz), tocadas por el numen de la inspiración, sólo para que yo las escuchara este verano en Punta Umbría y hace 20 años (calculo muy bien y sé con nitidez cuándo escuché ese disco por primera vez) en Córdoba, en una pequeña tienda de discos de segunda mano y cómics de muchas manos. Y si el amable lector no es aficionado al jazz, arranque (por favor) con este disco fabuloso. El hecho a perderse horas en esta música de negros sabe qué va a encontrar. De hecho suele volver a él con cierta frecuencia. Y lo escucha con el asombro primerizo. Todavía este cronista de sus vicios lo hace. La última vez este verano, en Punta Umbría, entre pinares. Ninguna otra música me ha hecho que me sienta más vivo. Más feliz. Prueben, por favor, pierden muy poco. Y los que conocen sus toxinas, regresen, aunque sea para cumplimentar el expediente de obrero cualificado de todas las efemérides.
Miles Davis Et John Coltrane - So What - Funny bloopers are a click away
Miles Davis Et John Coltrane - So What - Funny bloopers are a click away
Y aquí se puede leer, profusa, golosamente, reseñas para cada tema.
23.1.09
La princesa de Nebraska: Ojalá haya alguien...
Hay canciones que aturden: quien las oye queda envarado en una zozobra lúcida de la que no desea, en parte, salir. Incluso hay quien regresa a ellas para recuperar el asombro primitivo. Pasa algo parecido con el amor: quien lo padece termina anulado, dificultando en ese embelasamiento inoperante toda posibilidad de uso razonable de la inteligencia. En La princesa de Nebraska hay un desconsuelo moral, una especie de negligencia ética a la que se llega desde el amor o desde la ausencia del amor, en todo caso. Hay un deseo fragmentado y un casi imperceptible cordón umbilical (figurado y más tarde bien tangible) que conecta el pasado con el futuro, la vida abandonada y la vida esperada.
La parquedad en los diálogos, la sentenciosa música, su breve duración y su vehemencia estética contribuyen a que la película de Wayne Wang, aquí apartado de Paul Auster, al menos en los créditos, no sea uno de esos arrebatos fundamentalmente sentimentales sobre la colisión de dos culturas (la china y la americana) y cómo una muchacha, embarazada en Pekín, decide viajar a San Francisco con la duda sobre si abortar o no.
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Hope there's someone, la sobrecogedora melodía de Antony and The Johnsons, oída en un escenario limpio y desnudo, sirve de contrapunto acústico eficaz para que la protagonista de la película de Wayne Wang (Sasha) reformule (modifique, ecualice) su vaciado moral, su absoluta orfandad cultural. Reflexiva, aunque funcional, La princesa de Nebraska (precioso título) habla con frescura de asuntos relevantes, préstamos afectivos, interrogantes sobre la forma en la que las personas gestionamos nuestra propia identidad en este mundo cambiante, mucho más si hablamos de la transición entre la China arcaica y la China abierta al capitalismo que de alguna forma se deja ver en la ecografía (invisible para nosotros) que se hace Sasha en un momento (muy lírico, muy emotivo) del film...
Y yo me quedo con esa escena concluyente, áspera, apenas sostenida por la mirada huidiza (y quizá ya madura) de Sasha y la voz insoportablemente dramática de un Antony Hagart pletórico, dotado como pocos solistas hoy en día para expresar el dolor y la deriva emocional. Cosas de las que la película trata muy hermosamente. Sin estridencias. Como una corta melodía pop que, en su fondo, cortara la respiración de quien la escucha.
22.1.09
El hombre ante su legado...
Fallos en la gestión de Bush:
Bin Laden, irak, Afganistán, Resto del Mundo, Tortura, Economía, Desarrollo Medioambiental.
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Éxitos:
Esquivé un zapato.
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Pero lo mejor es que desaparece de la vida pública. No era fotogénico. A su cuenta queda un bochornoso inventario de despropósitos que iba del ridículo continuo al más chabacano, zafio, palurdo e idiota liderazgo del Mundo Civilizado. No se acaba de entender que durase tanto. Que llegase. Que el noble pueblo americano le encomendase empresa tan alta. Ahora se retira a su rancho de Tejas. Verá el desquicio que ha causado con distanciamiento. Como si no fuese con él. Hace poco, ya consciente del poco rato que le quedaba de presidencia, dijo que Dios había guiado su mano. Sostuvo en la entrevista que rezar cada noche le facultaba para mantener firme el pulso y elegir siempre con cordura y responsabilidad la mejor de todas las posibilidades que le ofrecían para remediar el cáncer del mundo. Sea cual sea. Esquivó un zapato.
Las palabras de la tribu / Obama 2
"Anósmicos son los que pierden el olfato; agnósicos quienes lo tienen difícil para reconocer los estímulos aprendidos. No sé, en cambio, a qué definición médica acudir para aquellos que extravían su sensibilidad en percibir el dolor ajeno."
Francisco M. Ortega
Francisco M. Ortega
Probablemente el lenguaje no sea capaz de satisfacer algunas incógnitas morales. El dolor ajeno se percibe siempre tamizado: nos anestesia la rutina, el confort, la CNN y las hamburguesas king size. Obama, el múltiple, está diciendo ahora mismo en la radio que su país tiene que recuperar la estatura moral perdida. El primer paso es desmantelar Guantánamo. Este cronista cazurro ignora los siguientes, pero imagina que todos serán épicos, dignos de cántico. Si el tal Obama hubiese nacido en la Edad Media sería el héroe de todos los romances y los juglares glosarían en sus versos andarínes los hechos fabulosos y, al modo en que El Quijote fatiga los campos de molinos y batalla la ficción imprudente de los libros de caballería, la cruzada de Obama combatiría también contra todos los infieles. Bush hijo no ha hecho otra en sus ocho años de cambalaches geopolìticos. Ha recorrido el mapa de los desastres y ha dejado su huella en todos. Borrar ahora esa huella y recomponer la cartografía dañada tal vez debería ser el primer paso del nuevo paladín de la ortodoxia, la justicia y todos esos vocablos grandes y nobles a los que políticos acuden cuando necesitan música en sus arengas. No sabemos si en su vocabulario de campaña existe una palabra para nombrar a quienes extravían su sensibilidad a la hora de nombrar el dolor ajeno, como reza la entrada. Si este mago de la ilusión da con la semántica exacta, entonces estamos en la buena senda. Y es cierto, como me comenta un amigo en un comentario a un post pasado, que mal andamos si aquí lo noticiable es que un ex de la cosa pública se pavonea en los círculos del poder y exhibe gallitamente la cacharrería de premios, homenajes y otras pompas de lo futil que otros consideran, allá ellos en su ceguera, merecen. La tribu, en todo caso, merece un chamán que domine las palabras. Ya sabemos lo que el verbo produce en quienes, al oír, ansían reconfortarse. Nada que la religión no sepa. Nada que no haya usado durante milenios para perpetuar su maquinaria...
21.1.09
God bless Obama
El día trajo ayer grandes fastos y nos acostamos con un nuevo rey. Hoy nos levantamos con las mismas pandemias y la crisis machaca como solía a quienes había tomado afición en machacar. Los demás, los libres de problemas, ven al recién llegado como un síntoma de los nuevos tiempos, una especie de mesías multifunción cuyo valor puede medirse por la preocupación que causa en quienes no albergan deseo alguno de que su panfletaria oratoria prospere. Obama, el líder del mundo civilizado, arenga como puede y se deja acompañar por prosistas sensibles, que escuchan la plegaria de todos los parias del mundo y así manuscriben el texto de la redención. A Obama le hemos asignado funciones que probablemente no le permitan ejercer.
Estas investiduras americanas se festejan con absoluto desparpajo mediático y hasta resuenan los días alegres de Tara cuando las jovencitas hacían cabriolas con sus trajes ampulosos y los caballeros sudistas exhibían cabalgadura y vara de mano entre caballos, orquestinas y algún negro ocasional útil para recoger los restos de toda esa pompa colorista. Y aunque la nueva administración ya haya dado algún indicio de seriedad electoral al dar el primer paso para cerrar Guantánamo, lo que se vio ayer fue un circo delirante, nada ajeno al glamour del Hollywood más emperifollado, galerista y musical. No faltó Springsteen ni Aretha Franklin ni Bono y la plebe se arracimaba por millones a las puertas de palacio para no perderse ni un solo detalle. Las palabras del presidente número 44 de los Estados Unidos de América no defraudaron y encendieron al escaso número de contribuyentes al acto que no estaban encendidos.
Todas las incógnitas políticas las disimulan el baile de gala, el esplendor de la ceremonia y toda la tralla de efectos de luz confiados a profesionales de muy alto rango, puestos al servicio de la distracción total, conjurados a ofrecer un espectáculo de masas capaz de emocionar al mismísimo Cecil B. DeMille. En esto, en el show business puro y duro, los americanos son los mejores. No hay nada en márketing que no conozcan (Mad men, please, no se la pierdan) y cuidan hasta el desmayo cualquier brizna de descuido para que la ceremonia sea robusta y no deje lugar a dudas sobre el carácter telúrico, popular y festivo de lo que se celebra. En eso el pueblo americano es siempre un pueblo admirable, uno del tipo que arrincona disidencias, banderas y criterios cuando toca sacar pecho por un país honrando a quien las urnas ha elegido como guía durante, al menos, cuatro años.
El generoso, a decir de Obama, servicio que Bush hijo dio a la nación americana no dio fruto remarcable y al modo en que un educador debe borrar procedimientos y contenidos mal enseñados para integrar los que considera óptimos y bien razonados, el nuevo presidente de los Estados Unidos de América debe, en primer lugar, borrar cierta imagen tenebrista, fanfarrona, investida de misticismo y completamente al margen de todas las reglamentaciones jurídicas internacionales que, en algún modo, interfieran el imperialismo militante.
Miremos donde miremos hay trabajo que hacer: he aquí la frase extraíble, aplicable en Iowa y en mi pueblo, pero es un trabajo silencioso, que debe ser laboriosamente incentivado desde las instituciones del Estado y razonado en base a criterios en donde primen los beneficios, la seriedad, el crecimiento manso y no, como hasta ahora, el lucro salvaje, el activismo delincuente de unos y (como suele pasar siempre) el dolor y el sufrimiento de otros. Al final el bueno de Obama agradece a Dios y le pide que bendiga América. En esas debió el Altìsimo plantearse qué camaradería antigua le une con el noble pueblo americano para que tanto le instiguen y soliciten tutela, cobijo, amor y otros plácemes interesados.
Lo que no acoge matiz alguno es el delirio tramoyístico, ese desenfreno en lo visual que arrastra masas y convoca audiencias millonarias en la televisión. Y asombra, en este rincón del mundo, al menos, que sea un político el que aliente estos excesos que no son ni buenos ni malos, pero que evidencian pristinamente el carácter de un pueblo, su idiosincracia... Y vuelvo a Tara, a los bailes aristocráticos, al énfasis orquestal y la divina gracia del talento movido a 24 fotogramas por segundo.
¿Será todo cine y creíamos que iba en serio?
18.1.09
Poe, el desdichado, cumple 200 años...
Mañana se cumplen 200 años del nacimiento de Edgar Allan Poe. Qué más da la efemérides. Importan el barril de amontillado, el gato negro, Ligeia, Annabel Lee, Berenice, María Roget, el enterramiento prematuro, el señor Valdemar, la casa Usher, el escarabajo de oro, el prólogo y traducción que Charles Baudelaire le hizo a su obra pocos años después de que las calles de Baltimore anuncieran su cadáver. Importan el prólogo y la traducción que Julio Cortázar hizo muchísimos años más tarde, la admiración del primer Borges y del primer Bioy Cásares, una edición de Alianza que cayó en mis manos a principio de los ochenta y que mantengo, entre otras, gastada y amada, convertida en un pequeño tesoro bibliográfico.
Sin Poe, en fin, no habría existido mi amado Lovecraft ni tampoco (quizá) Stephen King ni parte de la narrativa de terror o sobrenatural o gótico o post-bótica parida en el siglo XX alrededor de su influencia, y ahí el amable lector puede colocar la nómina de escritores que le plazca, desde LeFanu al hijo del propio King, que por cierto ha escrito ya dos novelas y le atienden como hijo de quien es en los suplementos del ramo.
17.1.09
Borges (once again)
A veces suceden cosas que uno no acaba de entender, asuntos que no comulgan con la normal ortodoxia de las cosas. Ayer tarde encontré a Manuel Trujillo en donde suelo encontrarlo. Buscando alguna configura. Registrando las estanterías a la caza de una salsa sublime. Paseando el ojo por el expositor donde las carnes de buey ofrecen su más sórdida evidencia de caducidad. Cuando uno encuentra a un amigo en un supermercado rara vez sale del comentario ya calculado sobre el stress de la vida moderna, la avanzadilla de nubes sospechosas que se ciernen sobre el pueblo o la orfandad del bolsillo en estos tiempos de crisis, pero ayer tarde (insisto) se produjo el prodigio de la belleza y de la inteligencia también porque sin recordar ahora cómo fue (ni tal vez haga falta investigar en exceso) Manuel y yo nos enfrascamos en una amena traída de argumentos borgianos y restaurantes pakistaníes del paseo marítimo de Fuengirola frente al puesto de pescado, entre cigalas arroceras, cuerpos, bocas y gambas de Huelva intentamos (parcialmente en vano) recordar el poema del ajedrez, al que sólo pudimos meter mano en los últimos versos. Después, unos pasillos más abajo, cerca de los riojas y de los whiskies de malta, recordamos a Funés el memorioso y el tema del traidor y el héroe, el jardín de los senderos que se bifurcan y la casa de Asterión. Nos intercambiamos direcciones de correo electrónico y prometimos un café con otro atrezzo en el que poder explayarnos a gusto con ese vicio recién compartido. Ojalá sea pronto y el rato sea tan grato como lo fue ayer tarde. Los supermecados son laberintos, al fin y al cabo. Lugares donde es fácil perderse.
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AJEDREZ
I
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
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Adentro irradian mágicos rigores las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
-
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
-
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
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II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
-
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
-
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
-
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
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(Va por usted)
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El fuego
Hay un riesgo extremo en respaldar a los judíos o en respaldar a los árabes: se puede entrar en la espiral de justificar la barbarie de ambos. Una vez que uno se acostumbra a encontrar argumentos para razonar que un obús descabece a un niño o que un mártir con la panza alicatada de petardos reviente un mercado lleno de turistas entonces se despeña el sentido común y ya no hay quien pare la verborrea bélica, ese manejo sobresaliente de los informes de prensa que permite manifestarnos a cara descubierta en las calles de nuestro barrio, que está a tomar puñetas de Gaza, para cuestionar a unos y reivindicar a otros.
Cuando el conflicto de Oriente Medio deje de ser materia noticiable (esperemos que más pronto que tarde por el bien de todos) el ciudadano hecho a emitir juicios se arrima con asombroso desparpajo al primer asunto que la portada de El País o del ABC o de La Razón (da igual la filiación ética, el contrapunto moral) le pone a mano. Son gente de volunto raudo y freno presto. Están deliberadamente huérfanos de criterio propio, pero no dejan de prestar oído a lo que otros dicen para repetirlo como clones huecos y hacerse escuchar en las barras de los bares. Tan pronto censuran el aborto, la eutanasia o la expedición masiva de condones en Secundaria como se declaran ateos, anárquicos y firmes defensores de la pluralidad y del relativismo que el Papa Santo de la Santa Roma marca como cruzada fundamental de nuestro tiempo.
A lo que no están dispuestos es a perder esa cuota de afecto doméstico que consiste en que alguien les mire con atención, oiga lo que dicen y luego vaya por ahí moviendo el rumor de que son gente informada, preparada para la vida moderna y sólidamente investida con los mejores recursos de la lengua, aunque en el fondo no tengan convicción alguna en sus argumentos y se vea a distancia que marrullean y arañan la confianza que les prestamos cuando, ufanos e inocentes, nos damos al juego civilizado y antiguo de compartir con ellos lo que pensamos.
El ser humano es un animal fonético. Luego unos somos más fonéticos que otros, claro. El animal fonético se caracteriza por atropellar con su labia incontenida al animal acústico. Mi amigo K. posee la habilidad de hacer que los demás se suelten de lengua y lo entretengan. Le basta un qué tal, cómo ves lo de los palestinos, pronunciado con aplomo para que el interlocutor saque del cajón de las máximas incontrovertibles un puñado de titulares, un racimo de obleas mentales de tamaño diverso y contenido hueco. Yo admiro esa facultad. La ejerce Jesús Quintero, el Loco de la Colina, el Perro Verde, ese periodista de raza, dotado como pocos para encabronar al entrevistado sin que en ningún momento de la entrevista se advierta un aviso de esfuerzo en su dicción, un pequeño remate de mala leche en sus palabras. Esa asepsia es la que hoy no he visto por ningún lado cuando en la televisión o en la radio o en la calle he oído a gente muy lista contando verdades muy profundas sobre los palestinos y sobre los israelíes, sobre los cristianos y sobre los ateos, sobre los partidarios de Ramón Calderón y sobre los que no lo soportan, sobre los seguidores del hip hop metalúrgico y los que se mecen en céfiros de luz oyendo música de cámara del siglo XVII.
Yo hace ya algún tiempo que tengo claro no poseer verdad alguna en lo que digo. O al menos reconocer que es una verdad precaria, fácilmente desmontable, de ésas que se caracterizan por su carácter volátil y provisional. Me envalentono de cuando en cuando y tiro con nervio por alguna vereda del camino que conduce a que los demás piensen que algo sé y que ciertamente me esfuerzo en manifestarlo y en hacerlo creíble. Es todo un juego lastimoso. Me aturde la realidad, me deja inhábil para manejar asuntos que me sobrepasan y me sobrepasa Palestina y Cuba y Rajoy y la Derecha del Padre y los Cien Mil Hijos de San Luís. Estoy con K. en aceptar ya definitivamente de que somos también animales burgueses, fonéticos o acústicos, revolucionarios a veces, pero conformistas, fracasados en la empresa de solucionar los problemas del mundo con ideas avanzadas, limpias, altas, nobles, juramentadas sobre valores eternos, inmutables, inmarcesibles.
Todo se derrumba cuando el alto el fuego es una utopía y los aviones judíos revientan colegios o cuando un suicida palestino, formateado e íntegro, investido con todos los salmos y magistralmente educado en la ficción de que exista otra vida lejos de esta tan canalla y ruín que se nos cruza a diario, acciona la espoleta del miedo y vísceras bíblicas alfombran de horror las calles donde nació eso que algunos (todavía ingenuamente) llaman moralidad, fe, creencia en un mundo espiritual donde nos amamos y nos comprometemos a llevar ese amor al límite mismo del desmayo, pero yo estoy también en los desinformados, en la lista de curiosos que miran el espectáculo desde una barrera privilegiada y se sientan en su butacón preferido y escriben de noche, cuando todos duermen, la dolorosa evidencia de su ignorancia.
15.1.09
Hesse escribió para mí...
Es Herman Hesse. Leí El lobo estepario hace los años suficientes como para que mi impresión sobre su escritura sea vaga y apenas me permita entablar una conversación de más de un par de minutos sobre ella. No he vuelto a Hesse desde la época universitaria. Hay autores que sepultamos. Hay tanto que leer y tan poco tiempo. Al ver estas fotos he tenido un súbito acceso de nostalgia. También de arrepentimiento. A Hesse podría añadir Thomas Mann. La montaña mágica me intimidó. Hay que leer ciertos libros a ciertas edades. Como la fe. Como el sexo. No se puede entrar en los oráculos y en los testimonios de los santos en tiernas infancias. Tampoco manejar libros imprudentes. Hablaba anoche con Pipo sobre la inconveniencia de que los alumnos del Instituto (depende de qué alumnos, depende de qué institutos, en fin...) lean Fortunata y Jacinta o En busca del tiempo perdido. Es una forma perfecta de matar lectores. Futuros lectores. La religión, la literatura o la música, entendidas como nobles ocupaciones del alma apetitiva, deben (en todo caso) ser entregadas al maleable alumno que las mira por primera vez en el momento preciso. No antes de que la vida haya escrito algunas páginas ineludibles. Al ver a Hesse, en estas fotos, me han dado una ganas enormes de regresar a su prosa. Tal vez más adelante no sea tampoco el momento adecuado. Quiza sea éste. Hoy. Esta noche. Borges lo decía a su manera: el libro es un objeto entre los objetos que espera siempre a su lector. Cada libro tiene un lector. Uno preciso y limitado. Hesse escribió para mí, y le he estado ignorando veinte años.
11.1.09
Los hombres que no amaban a las mujeres
En cierto modo Los hombres que no amaban a las mujeres habla del orden y de las apariencias, de cómo la sociedad crea monstruos que luego, por vergüenza, por pudor, esconde en un sótano, convencen de que regresen al redil y le sean perdonadas las culpas o, en última instancia, ejerzan su bestialismo, sus adicciones perversas a resguardo de la luz pública, como un juego jugado en la intimidad y cuyas reglas y cuyos actos únicamente competen al maniaco jugador que mueve las piezas en la sórdida privacidad de su aburguesada vida de ciudadano limpio y a salvo de injurias y de acusaciones. Hay monstruos disimuladamente convertidos en respetables brokers o maestros o fontaneros. El libro de Stieg Larsson hurga en esta sociedad complacida de su progreso, lúcida y ufana del grado de civilización a la que ha llegado después de algunos milenios de tropiezos y de pecados. El enigma planteado por Larsson - una adolescente desaparecida hace treinta años- es la excusa perfecta para zarandear alguna de esas premisas inamovibles sobre el Estado del Bienestar.
Larsson reinventa la novela negra y la encuadra en el frío nórdico y en las especulaciones bursátiles y se nutre de la novela policiaca americana (El sueño eterno me vino a la cabeza nada más avanzar un no muy excesivo número de páginas y vi en la huella de Chandler) para crear un sórdido retrato de la sociedad en la que vive a través de una (en principio) investigación criminal que, a la luz de los acontecimientos, bien pudiera ser el frívolo capricho de viejo millonario, inteligente y terco, que quiere resolver ciertos enigmas familiares antes de irse al otro mundo. Como el propio autor, desgraciadamente fallecido a los 50 años, cuando se había hecho un enorme hueco en las letras suecas y sus tres libros (Trilogía de Millenium: El hombe que no amaba a las mujeres, La chica que soñaba con un cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire, no editado todavía por aquí.) eran best sellers en países como Inglaterra, Suecia, Francia, Alemania y (ahora) España.
Larsson (además) escribe muy amenamente y la trama discurre, a pesar de las seiscientas y pico páginas, bajo un ferreo dominio de la intriga, dosificando en todo momento los puntos de inflexión, la entrega de materiales clarificadores y la demora en la (absolutamente fabulosa) resolución del caos. Le importa menos la forma que el esplendoroso fondo, como toda buena novela negra, y se nota que está completamente enamorado de los personajes que ha inventado, a los que mima y conduce con esmero hasta que los abandona.
Lisbeth Salander, la hacker anoréxica, emocionalmente dispersa, sexualmente voraz, de comportamiento espartano y acciones épicas, es el personaje que, a la sombra de todos los demás, conduce con pasmosa credibilidad la acción del libro. Y engancha la tipeja, engolosina su manera de proceder, su precariedad en las emociones y su coraje y dignidad moral.
El amable lector puede envalentonarse lo que necesite para atacar el tocho. Yo no lo hice con el alborozo que suelo. Me escamaba el triunfo de críticas, ese darle galones a tutiplén que ahora, leída, me parece totalmente justificado.
Esta noche empiezo con la de la cerilla...
9.1.09
Los girasoles ciegos: Topos con versos
A pesar de que la novela de Alberto Méndez sea un excelente material narrativo, haya sido agasajada con premios de fuste, filme Cuerda, que es un obrero cualificado, razonablemente suelto en los manejos del cine de calidad, adapte Azcona, que fue el líder espiritual de varias generaciones de españolitos asqueados del franquismo y convencidos de que se podía hacer literatura en una pantalla, y tengan un soberbio plantel de actores (sobre todo Javier Cámara y luego Maribel Verdú y un fantástico Raúl Arévalo) Los girasoles ciegos no entusiasma. Se trata de una película de una honradez cristalina y no comete errores de bulto a la hora de hilvanar los acontecimientos (terribles, tristísimos) que cuenta. Simplificadamente dicho, Los girasoles ciegos es una especie de recopilatorio de horrores, pespuntados con eficacia, pero despojados de profundidad moral. Tiene uno la sospecha de que Cuerda no ha sabido matrimoniar su deseo de reflejar el sórdido mundo de los vencedores de la guerra, su fanatismo religioso, con su deseo de contar un cuento.
León Felipe decía que nos duermen con cuentos. También, lamentablemente, nos despiertan. Y después de oirlos no coge uno el puñetero sueño. Los de Méndez, a decir de quienes han leído el libro de Anagrama, están irregularmente traspasados a la pantalla. No falta desolación ni la áspera evidencia de que cuando acaba una guerra sólo termina para los que ganan: los que pierden la sufren infinitamente, se levantan con ella, desayunan con los recuerdos de su paso y se acuestan temiendo que al día siguiente la ira les delate, el dolor les pueda y terminen tirándose por un balcón o tragándose sus convicciones más íntimas y firmes para sobrellevar el peso irrrenunciable de seguir viviendo.
Luego está el ensañamiento contra la jerarquía eclesiástica. Ahí Cuerda y Azcona, a partir del texto primario, se sienten a gusto: hay directores que retuercen a los personajes que odian y conducen al espectador a que comparta ese odio por todos los medios posibles y Cuerda se reserva ese derecho a manifestar su laicismo beligerante mostrando (gongorinamente) una infame turba de corazones perversos (nocturnas aves se lee en el caserón derruído del bosque), curas aferrados al confort de los vencidos, al poder ejercido con absoluto desprecio del pueblo derrotado. No hay una mínima humanidad en los avatares y en los actos de esta clerigalla despótica y cruel. Al principio aburre el diálogo entre el cura mayor y el diácono joven, pero más tarde parte de ese contenido narrativo nos sirve para razonar los vaivenes emocionales y las pulsiones lúbricas del curita recién salido de las milicias, embutido en una sotana enorme, despistado en el mundo etéreo y mecánico del seminario y, sobre todo, manipulado al punto de no comprender el desvarío de su vida.
Los discursos obtusos de la fe apadrinada por la política, o será al revés, adquieren en Los girasoles ciegos tintes de un dramatismo casi insoportable. El topo intelectual, el que se refugia detrás de los armarios, alicatado de libros y profundamente herido, es un personaje asombroso, del que Javier Cámara, con muy pocos excesos, con una contención y un dominio del gesto proverbiales, da perfecta cuenta hasta el último fotograma. El topo que lee a Machado y traduce alemán para que Hitler siga su travesía diabólica por la otra guerra es el icono idóneo para contar al ignorante qué fue la posguerra en España. Topos hubo miles, aunque no se resguardaran a cobijo de la luz. Eran topes visibles, que escondían su naturaleza en las barricadas de la interpretación. Yo me imagino a miles de republicanos sobreviviendo en el tráfago diario, representando un papel que nunca pidieron hasta el telón inevitable de la muerte: interpretar ese papel o el exilio, por supuesto.
Cine escrupulosamente bien hecho, pero huérfano de las alturas artísticas que lo contado exigía, Los girasoles ciegos deambula con dignidad por pantallas, premios y estanterías de videoclub. De hecho anoche, al ver su inconfundible póster en el mío, me alborocé, me sentí extrañamente contento por poder (al fin) perderme en una historia que ya conocía. Sin que sea decepcionante, que no lo es, tampoco alumbra entusiasmos excesivos. Academicismo a granel, oficio sin mácula, pero inexplicablemente irregular, floja por tramos (su arranque hace temer una pérdida de tiempo clamorosa) y digna al final, cómo no. El cine español que habla de curas y de estropicios posbélicos es siempre muy digno. Ahora falta que la historia la cuenten los que ven en estos arrebatos cinematográficos empeños lujuriosos de mentes lascivas, obras que hieren porque la memoria debe enterrarse para que al airearse no desprenda excesivos tufos.
7.1.09
Los cronocrímenes: Ciencia-ficción doméstica
Original en extremo, austera, concisa, apelando a lo fantástico pero sin renunciar a la mundana crónica de lo terreno, Los cronocrímenes es un osadía en el cine español que, salvo excepciones, suele confiar en la inteligencia del espectador o en su falta absoluta de ella. Aquí triunfan tozudos ejercicios de malabarismos dramáticos con prosa espesa y vocación de tedio o de espasmo neuronal al tiempo que las taquillas y los videoclubs se abisman de naderías casposas que imitan (mal) las naderías de afuera. En mitad de este barullo inconcreto el genio patrio engendra obras de fuste, películas capaces de tumbar (en vigor, en belleza, en técnica) lo que admiramos extramuros. Salidos de Almodóvar o de Amenábar o de Díaz Yanes, que hacen caja y generan una genuina expectación en crítica y en espectadores, el cine español no se caracteriza por el atrevimiento inteligente.
Los cronocrímenes abre, no obstante, caminos que no existían. Alfombra una senda que oajlá otros ilustren con películas tan complejas y, sin embargo, tan exquisitamente sencillas como ésta. No es una obra maestra, pero los mimbres de los que parte (su inefable adscripción a la serie B y su impecable registro de serie A) son voluntariamente modestos. Vigalondo, su empeño en conducir un primer largo diferente, busca complicidades más que adherencias. De hecho, la travesía del film, desde el trabajado blog a su formidable campaña de márketing, ha reclutado un público entusiasta, frikis y no-frikis, gente exigente y cinéfilos casuales, que han disfrutado con las aventuras de la momia rosa, las líneas temporales y los giros argumentales de Los cronocrímenes como en los lectores de literatura fantástica han disfrutado de Philip K. Dick, Welles, Matheson o el mismísmo Asimov.
Desprovista de imprudentes golpes de efecto, se autocomplace en negar cientifismos, argumentos que expliquen lo que no se precisa, y se confía a la eficacia del guión, que no chirría, y eso en estas materias de conjeturas temporales, iteraciones y paradojas cuánticas es de agradecer. Lo que a Vigalondo le interesa es que el puzzle narrativo no pierda ninguna ficha en el trayecto que va de la escena primera a la última, que son (curiosamente) casi idénticas y ahí consigue méritos para esperar de su ingenio obras de más calado en el futuro. Sale uno del cine (en este caso de mi butacón con orejas en el salón familiar vía DVD) con la sensación de que le falta contundencia, pero por otra parte no sabríamos si ese plus de espectáculo puramente visual hubiese lastrado su modestia perfecta, su impecable sentido pop.
El año que viene me toca a mí...
Maruja Torres, a la que admiro, ha ganado el Premio Nadal con una novela en la que fabula sobre la posibilidad de volverse a encontrar con dos amigos suyos que ya no están entre los vivos: Terenci Moix y Manuel Vázquez Montalbán. Se llama Esperadme en el cielo y no sé si la leeré o no. Me gusta mucho la Maruja Torres articulista y no pierdo ningún domingo para embarcarme en sus crónicas sobre la ruindad del alma humana. Su prosa fluida e hiriente, fina y campechana, suele cebarse con los prebostes de la Santa Madre Iglesia y casi siempre extrae del lector una sonrisa. Llevar toda la vida escribiendo curte y el oficio y las buenas maneras al practicarlo se evidencian en párrafos sueltos. Por todo esto me alegra que mi admirada Maruja se embolse los 18.000 euros del premio, que ella sabrá en qué usar, y coloque su librito en el escaparate de la librería de mi amigo Pipo (Juan de Mairena, Lucena, Córdoba: vayan y compren, please) y en las monstruosas pilas de libros que El Corte Inglés, FNAC o cualquier otro gigante del ramo exhibe para consumo voraz del lector sincero y del que no tiene otra cosa mejor que hacer que regalar libros para evitar tener qué pensar en otra cosa que le requiera más gasto de la masa encefálica.
Hasta aquí la parte emotiva de la historia. Luego está el tufo a amaño que todos los premios emanan cuando los medios de comunicación vocinglan que Savater, Umbral, Sánchez Dragó, Maruja Torres, Lorenzo Silva o Antonio Gala, por citar a algunos insignes de las letras comerciales en este país, han ganado con excelentes novelas esos egregios certámenes. Ahí es cuando uno se queda ko, con cara de gilipollas, imaginando que esos respetados escritores, contra los que no se me ocurre maquinar ningún mal pensamiento, son los mejores de todos los posibles. Que Maruja Torres es una novelista ejemplar que ha batido a todos los demás ejemplares novelistas que han concurrido al premio al que ella (desde el anonimato) ha concurrido también. Esa es la parte extraña del argumento, la que no se deja manejar con argumentos nobles. Me parece extraño, por lo menos, que ninguna de esas novelas haya entusiasmado al severo tribunal que las lee. No me entra en la cabeza que fuera de esos escritores no haya otros que lo hagan igual de bien y merezcan ese agasajo mediático y puedan ver su historia en el escaparate de Pipo o en la FNAC. No encuentro razones para ese vacío de talento. Supondremos que todos parten del mismo lugar y que todos se afilian al mismo patrón y a idéntico procedimiento de lectura. Fernando Sávater, al que también admiro, cómo no, registra su historia con el alias que mejor le parece.
Mi amigo K., que una vez se presentó a un concurso de poesía de campanillas, firmó como Libélula Incandescente y se comíó una rosca conmigo en la barra de un bar, dudando sobre la honradez del fallo habida cuenta de que el poemario ganador era, a su juicio, al mío, una pobre exhibición de metáforas oxidadas por el uso y de grises y simples hasta el desmayo versos concebidos desde la más absoluta falta de talento. Claro, eran nuestras opiniones. Los miembros del comité deliberador, grandes poetas ellos, firmemente instalados en el parnaso de las letras patrias, no pensaron así, y amigo K. se refugió en la certeza de que no es posible ganar una de estas cosas salvo que antes, por méritos que no conocemos, ya hayas triunfado y dado algún libro al ISBN y tu nombre diga algo o (tal vez) alguien sugiera que es el nombre que lo puede decir todo. En esas estoy todavía, y por ahí discurren mis convicciones sobre los premios y sobre quiénes los dan. Que me contradiga alguien, por favor. Me encantaría borrar esa impresión personal y colocar otra menos estricta.
De todas formas para que el año próximo Emilio Calvo de Mora gane el Nadal tiene que escribir la novela y de momento sólo hay notas sueltos y ni yo confío en mi valía para construirla. Con lo a gusto que estoy yo en mi Espejo de los sueños y lo bien que me lo paso escribiendo todos los días un ratito, me voy a meter yo en berenjenales de ese tamaño. Anda ya...
6.1.09
Priego de Córdoba: El mapa del tiempo
Viví dos años en Priego de Córdoba. Conservo los suficientes recuerdos como para que algún borgiano de pro me renombre Funés. La historia de una persona, en ocasiones, se puede contar a partir de algunas muy puntuales cartografías. Algún trazo de ese hermoso mapa recala en este pueblo y la biografía de esa felicidad precaria a la que uno vuelve cuando precisa de reconfortantes espirituales y fármacos emotivos se escribió (en una parte muy considerable) en sus calles. O tal vez fueron bares, lugares tan gratos para conversar. En cualquier caso, este año no he visitado mi pueblo adoptivo con la frecuencia que solía. No he visto a mi amigo del alma Antonio Linares ni he caminado por La Villa con el desparpajo de quien vivió en ese barrio y encontró en sus macetas y en su cal, en su silencio aristocrático y en sus olores metafísicos, algunas de las cosas que luego le han servido para seguir viviendo y disfrutando de los dones que la vida (a la que últimamente dedico mucha letra en esta página) te va ofreciendo. Hay que saber cogerlos. Caso contrario, cuando los años herrumbran los recuerdos, echas en falta paseos y conversaciones, abrazos y ternura, jueves por la noche en El Tempo con blues y riffs balsámicos sobre la espuma de la cerveza y el humo catedralicio del tabaco.
Llevo mucho tiempo pensando en escribir algo sobre Priego y tampoco esto de ahora me satisface. Quizá necesite volver (aun viviendo cerca, hace unos meses que no lo hago) y pasear la plaza de Colombia y la calle Río, entrar en la cafetería Río (un bucle semántico necesario) y ojear la prensa con la certeza diminuta de que atrás, en las calles, y esto es lo que más me cuesta explicar, de alguna forma está el Emilio de 1.991, el que dejó después el pueblo y recorrió (es un decir) Andalucia con las alforjas de los libros y de la tiza, buscando en otros rincones lo que Priego de Córdoba me dio en el poco tiempo en que viví allí. No es una crónica sentimental o lo es con la pompa y la trompetería más absoluta.
Conozco, al menos, una persona que piensa exactamente igual que yo. Alguien que rubricaría cada una de estas palabras y a la que confío todo mi devoción por la memoria limpia de esos años de tránsito. Lo fueron. Ahora, todo este tiempo después, me sigue fascinando su barroca presencia. El idilio no tiene caducidad. De hecho, conforme me voy haciendo viejo, se amplía. La memoria, que es una trampa, ha fortificado esos recuerdos. Los ha blindado. Les ha dado nombradía. Los ha instalado (absurdamente, qué les voy a decir) en algún lugar a salvo del rigor de los años. Y eso me llena de satisfacción.
addenda galante:
De fondo puede sonar (en vinilo) Stairway to heaven en la versión en vivo que Led Zeppelin recogían en The song remains the same.
6 de Enero
Vienen las calles con un empacho de papel de regalo, confetti de cabalgata, caramelos de fresa y nata y corcho de botellas de cava. Hoy se cierra el festín de la visa y el pueblo llano y medioburgués se esconde en la mesa camilla, arrebujaditos alrededor de la wii y de la copita de anís de la sobremesa. Está la cabeza atropellada de agasajos y el estómago pide tiempo muerto. La televisión digital comete la imprudencia de mostrarnos los fastos de la guerra y los muertos infantes en las calles de Gaza. Los pobres etíopes no saben que hoy juegan el Barcelona y el Atlético de Madrid el partido de ida de la Copa del Rey. Tampoco saben que anoche los Reyes Magos de Oriente salieron de su letargo patrocinado y recorrieron las avenidas del progreso con sus carrozas alicatadas de exceso, flanqueados por la alegre comitiva de niños felices que esperan dormir el sueño de los inocentes y despertar al día siguiente con un carrusel de regalitos bajo el árbol. Muere hoy la Navidad y abren las rebajas en El Corte Inglés la continuidad del festejo. Se trata, bien en el fondo, de que el espectáculo continúe su desfile antológico de sonrisas y lazos de colores. La vida se exhibe así a capricho y se relame de los voyeurs que a su paso babeamos y lampamos por acercarnos a ella y chuparle el jugo hasta que le revienten los huesos. Ya no tenemos Navidad y hasta conviene borrarla para afrontar la cuesta de enero, que es una empinada carretera de índole más moral que económica, en la que unos y otros se fajan de la tripa adquirida y prometen meterse en faena y adelgazar lo justo para no sentir el peso formidable de la culpa. No hay Navidad en la que uno salga íntimamente culpable de una cantidad excesiva de cosas. Se nos agolpan en la almohada, a pie de sueño, los muertos palestinos y los mendigos de las calles. Se fijan en el agotado disco duro del alma escenas que no acabamos de entender. Anoche, en mi pueblo, el gentío bramando en las aceras, persiguiendo el falso sueño posible de sentirnos actores de una obra que no hubiésemos escrito ni nosotros mismos y que, en la distancia, días después, a toro pasado, que se dice, nos parece siempre una fantochada de capitalistas mundanos, de consumidores voraces. Y esta mañana el alborozo campa a sus anchas por la España anestesiada y por la que se lastima en discusiones absurdas: el júbilo plenipotenciario de abrir cajas y sacar golosinas con las que presumir ante los nuestros de que nos quieren mucho y nos han traído los mejores presentes. Por lo chulos y por lo buena gente que somos. Flecos de la visa, oro derramado a golpe de euro, placeres comprados después de esperar treinta minutos de canalla cola. Mañana (pasado) arrancamos la vida nueva y contamos a los íntimos lo bien que ha estado el engaño. O no lo fue. O está bien que sea, al fin y al cabo, un engaño admitido, una especie de fuego de artificio sin fondo al que año tras año nos afiliamos para sentir la vida más a ras de pulso y enterrar el desencanto y el desamparo de no saber qué hacer con los muertos ajenos y con la tristeza infinita de no poder remediar tanta fantochada. Y lo mejor es que nos encanta y que al año próximo regresamos a la rutina y engordamos con los mismos bombones. Que hoy, queridos lectores, los Reyes Magos del Corte Inglés hayan sido cómplices con sus deseos. Qué menos.
5.1.09
Autobuses ateos
Lo dice un autobús urbano en Barcelona: Probablemente Dios no exista. Deja de preocuparte y goza de la vida. Se puede gozar de la vida desde la fe y no albergar preocupaciones en el corazón. De hecho quien cree y quien sostiene a Dios como báculo de su existencia manifiesta su felicidad y no hay que sospechar que la fe corrompa la inteligencia de las personas ni que contamine su confianza en el mundo, pero tampoco hay que criminalizar (moralmente, al menos) a quien no cree y no piensa que Dios soporte el peso del mundo ni que alrededor de su críptica persona se deba construir ningún modelo de vida. El problema no reside en que un par de asociaciones laicas catalanas hayan contratado tres metros de autobús para colocar su manifiesto vital sino en la reacción (excesiva, como casi todo lo que roza el terreno de lo religioso) que ha despertado. Lo ideal sería, a mi corto entender, que la soflama no tuviese necesidad de ser publicitada. Los que la han diseñado y pagado imagino que estarán encantados con el revuelo: ése era el objetivo. Si los cristianos airean su fe y ocupan lugares públicos para contar su experiencia, ¿por qué no pueden los que no la poseen ocupar los mismos lugares y contar la suya? Tal vez sea el ámbito privado el escenario en donde debieran suceder estas cosas. Y no está bien que un autobús hable de Dios como tampoco que lo haga. Y en todo caso, a beneficio de creyentes y de descreídos, Dios se pasea por las calles: unos están alborozados por la provocación y otros están ofendidos, pero al cabo de lo que se habla es de ese objeto mágico, sublimado, al que el siglo XXI está dando un papel estelar en la coreografía social y en el entramado mediático. Nunca antes, ni en la época de vacas gordas de Cristo y misa obligada de doce, estuvo la Iglesia tan de moda, aunque algunos que la consideran ninguneada, vilipendiada y humillada por el relativismo canalla y por el capitalismo salvaje piensen (evidentemente) al contrario.
Vivimos al amparo de una Constitución que, aunque no se exhiba en librerías, no tenga miles de años y no venda tanto como la Biblia, manda lo suyo y rige lo que otras escrituras no pueden y, al cabo, no deben. Que el 25% de la población sea atea o agnóstica o impía o laica o como quiera cada uno nombrarla debe hacer pensar en varias cosas. La primera, la que está más a mano, es que los espacios públicos (calles, paredes, autobuses, colegios) han dejado de ser escenario de manifestaciones católicas o cristianas o judías o evangélicas o como quiera cada uno. No vale el argumento que el otro día escuché en la barra de un bar: venía mi compañero de barra, al que no conocía casi de nada, que a este paso terminaremos derribando las iglesias y levantando casas municipales dedicadas al fomento de la disidencia y a otras lindezas de la nueva moralidad. Creo que es salirse de madre.
Ariane Sherine, columnista de The Guardian respondió a una página cibernética de cuño cristiano que amenazaba a los ateos con“pasar la eternidad en el infierno y ardiendo en un lago de fuego”. Ayudada por Richard Hawkins, el gurú del ateísmo hoy en día, el evolucionista de papel couché, alquiló unos autobuses londinses y lanzó a las calles la respuesta a la hostilidad cristiana. Como un partido de tenis: saque, resto. Lo demás es patrimonio de estos juegos de la frivolidad contemporánea, pero ha tocado en Barcelona y entonces los obispos de la cosa divina y los saltimbanquis de la sacrílega laicidad se han puesto a dirimir a ver quién lleva razón y quién está blasfemando, en el fondo. Dice el arzobispo de Barcelona que "es compatible ser creyente y disfrutar de la vida". Y yo, sin ser arzobispo ni poseer estudios en teología, afirmo (con conocimiento de causa) que también es compatible descreer y ser feliz. No hay infierno. Ni cielo. O al menos, al modo en que John Lennon lo convertía en canción, ninguno del que debamos preocuparnos. Ya tomaron en Londres, a comienzos de los setenta, el nombre de Dios en vano cuando alguien pintó en las paredes la ya antológica Clapton is God. No tengo ni la menor duda de la veracidad de esa afortunada frase.
Si el Vaticano pide abstinencia, rigor, ausencia de hedonismo y una contribución personal de penitencia, no me parece mala idea que un colectivo urbano gaste unos euros en pedir al personal justamente todo lo contrario. Carpe Diem, my friends.
4.1.09
2008: The review...
Tiene el fin de fiesta navideña pereza para franquear el débito de los tops of the year, esa caprichosa y completamente desmontable escenificación de lo que nos ha engolosinado durante los últimos doce meses en la cartelera cinematográfica. A día de hoy, a pie de entrar en la siempre atropellada coda festera, me atrevo a no pronunciarme, a dejar pasar la oportunidad de registrar los vicios, pero como uno casi nunca cumple lo que determina algo de resumen del año habrá para exclusivo júbilo de las tradiciones. Que no decaigan. Para hacerlo original, seré (una vez más) caótico y montaré un mejunje de ítems (jamás he ayuntado mejunje e ítem ni escribiendo ni hablando, pero hoy es excelente día para la osadía semántica) que entenderán quienes quieran y ni siquiera entrarán al trapo la mayoría. Lo entiendo. Ni yo mismo tengo claras las cosas así que no vamos a pedir que el amable lector tenga confianza en sacar algo en claro de todo esto. En otro orden de cosas, o es el mismo, tampoco he visto el cine que vengo viendo en estos últimos años. Y cuando me he pedido ver una película ha sido en casa, las más de las veces, tirando de almacén, buscando placeres ya conocidos. Por lo demás, no ha sido el 2.008 el mejor de los años posibles para ver cine. Ni tampoco puedo, como otros años, hacer un inventario completo. Me ha faltado asistencia. Lo solucionaremos este 2.009.
El diagrama de Venn de objetos salvables del 2.008, sin ránking, sin jerarquías, está formado por los siguientes elementos, expuesto en esplendorosos capítulos visuales:
El diagrama de Venn de objetos salvables del 2.008, sin ránking, sin jerarquías, está formado por los siguientes elementos, expuesto en esplendorosos capítulos visuales:
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