3.11.07

Invasión: Ante todo, mucho calma


Tal vez (digo sólo tal vez) la ciencia-ficción culta, con profundidad intelectual y querencias mitológicas precise un presupuesto bajo, un perfil de serie B y, sobre todo, un tratamiento completamente desvinculado del cine palomitero, de coches que hacen trompos sobre una cáscara de plátano y alienígenas de postín, que invaden como quien no quiere la cosa y, en pocos días, dominan el planeta Tierra y hasta tienen acciones en Dow-Jones y comen hamburguesas con Coca-Cola a la salida de una sala de cine. La pandemia que nos cuelan es, en realidad, el espejo en el que el hombre debe mirarse, una vez que el siglo XX ha cerrado su saldo de muertos, su cuenta de injusticias y su inventario de guerras, guerrillas, motines y suicidios culturales de variado pelaje y formidable propaganda.
Digo que esta versión de Ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1.956) sobra, no aporta nada. Y esta apreciación estrictamente personal (como todas las vertidas por este cronista de sus vicios) no informa de que el film sea malo o mediocre. Ni siquiera me arriesgaré a expresar que, por momentos, mantuvo mi atención y me hizo disfrutar en mi butaca. Todo el mundo sabe que las ilusiones son cartas marcadas y siempre hay en la timba un cabronazo con cara de póker incendiario que descubre el trucaje y te pone en evidencia delante de la turbamulta de matones. De ahí al callejón y del callejón al hospital o al cielo. No creo que merezcamos el infierno por montarnos, cabeza adentro, un libreto distinto al que nos ofrece la vida. Escribir (y escribir sobre cine más todavía) es una empresa fatigosa, que rara vez compensa, pero que proporciona al perturbado que lo perpetra gozos inenarrables, júbilos del tamaño de la cabeza de Charles Laughton. Tampoco conviene irnos por esas ramas que tanto nos gustan. Volvamos a los ladrones de cuerpos: Invasión es una cinta con pretensiones. Los productores (Joe Silver a la angustiada cabeza) tiraron de Oliver Hirschbiegel - reputado, muy reputado, tras la convincente y demoledora biografía de los últimos días de Hitler llamada El hundimiento -. Creyeron que impregnaría el proyecto de ese aire intelectual tan útil para convertir productos comerciales en productos de culto. Marraron: metieron demasiadas opiniones en una historia sencilla en exceso. Ha quedado un híbrido entre thriller sin fuste y cine de arte y ensayo con la espita de la inspiración abierta.
El mensaje: el hombre es un lobo para el hombre. Los alienígenas, los cuerpos invasores, traen una especie de nirvana en el que no hay iluminados, ni perturbados, ni heterodoxos, ni memos, ni genios: todos arracimados alrededor de un concepto unívoco de la sentimentalidad, todos abalconados al aire descontaminado. Y hete aquí que la heroína Kidman, pulcra en su papel de madre coraje, no abraza el discurso del bicho invasor y recorre calles y plazas, laboratorios y supermercados, para encontrar a su hijo y, de camino, salvar al mundo. En este caso, lo siento, no hay animadoras, pero ésa es otra película y esta noche toca Invasión.
No voy a ser yo el que dé la conferencia sobre las bondades de la ciencia-ficción a la hora de testimoniar la fragilidad de una sociedad, pero hay que admitir que la película cumple esa función con matrícula de honor. Se tiene la impresión de que nos están vendiendo un documental sobre los peligros de la tecnología o sobre la excesiva apatía moral que azota nuestras conciencias. La mía, de momento, está a salvo, bien atrincherada en mi portátil, escuchando música de Bill Evans y demorando una bebida larga (eso se decía antes) mientras afuera las calles no exhiben ningún síntoma de amenaza extraterrestre, pero volvamos a centrarnos. Invasión: el argumento es un apaño de algún guión contratado a última hora y, a lo visto, mal pagado. Ahí es donde el individuo, carente de ingenio narrativo, pero sobrado de mala leche empresarial, ha rociado de veneno el cuerpo de la historia. Hay más de una inconsistencia y hay más de dos lagunas dramáticas que dejan al espectador fuera de juego, si es que alguna vez ha llegado a sentirse, en verdad, partícipe del entretenimiento. Para no reventar la posibilidad de que el amable lector le dé una oportunidad, no es cosa de dar ninguna pincelada, aunque sea leve, sobre el final, pero me cuesta muchísimo, de verdad, callarme y no regodearme en argumentar con pelos, babas y cuerpos viscosos del espacio exterior el final chapucero que han montado. Juro que hasta ese final estuve razonablemente contento. No esperaba mucho, así que la decepción no iba a ser sinfónica. Ni siquiera operística. Pero el final llegó y con él el alivio del abandono de la sala - que estaba, por demás, vacía: vi la película con mi mujer, ya está - y la certeza de que esta gente de Hollywood se mete en terrenos pantanosos y luego no tienen salida y terminan con barro hasta en la punta misma del orgullo laboral. Es un decir. Ahora puede uno entender que los guionistas de la Meca del Cine se hayan puesto de huelga. O no lo entiendo en absoluto. A estas alturas, es mejor entender poco y dejarse llevar exclusivamente por las sensaciones. Las mías, en este obviable remake de la estupenda Ladrones de cuerpos original, que merece crítica aparte, son fácilmente hospedables en el cajón de las experiencias fallidas. Hay tantas. Anoche, sin ir más lejos, me senté en mi sillón favorito con la legítima pretensión de ver un entretenido rato de televisión y gasté casi una hora de mi vida en contemplar bazofia. Otra experiencia fallida. Ni el invento de la TDT, que acaba de entrar en mi pueblo, me resarce de la tunda de atropellos que supone mantenerse entretenido frente a un televisor. Por eso las salas de cine son refugio y cálido vientre materno para los heridos por la dulzura del siempre amado fotograma. Me temo que me ha salido una reseña casquivana, sin el habitual despliegue técnico. Será que un cuerpo extraño se me ha colado vía laríngea y espera a que me duerma para convertirme en uno de ellos. Mañana igual mis críticas son frías y alucinadas. Por la influencia de las galaxias y de los quásares benditos.
La historia de los miedos colectivos contada aquí malconvence: se afilia a la inercia de haber visto ya parecidos mensajes en muy idénticas cintas y entonces el esfuerzo es menor. Tanto del que hace la película como el que la contempla.

Ya estoy contaminado.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

No vi la antigua, pero ya tengo varios comentarios sobre lo poco adecuada que es la nueva, asi que con el debido respeto a sus autores no voy y no creo que, por lo que veo, me pierda nada.
Buen lavado de cara al blog.
Enhorabuena, emilio.

Anónimo dijo...

Eres un monstruo, querido amigo, un monstruo gordo... Ya quedan pocos como tú. Nos vemos.
Rafa

Anónimo dijo...

Rollo de proporciones mitológicas, jajajajajajajaja. Mi aguante tiene un límite. Y mis euros, tambien.
A ver si alguien lee y no va, eso ganamos.

Anónimo dijo...

Al poeta se le mide por la calidad de sus metáforas. Al prosista por la fluidez de su prosa.

Otra cosa: el punto justo es jodido; la gracia está en no quedarse corto sin pasarse.

Escribe, escribe; sigue escribiendo.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Sigo, no se preocupe: me explotan cien novelas en el pecho, sr. Anónimo!!!!!

Carlos, sí, lleva usted razón, inevitablemente.

Rafa, el monstruo es usted. Aunque yo soy más feo.

Ignacio, hay que ver las películas. Igual algo hay que le asombra, que le emociona, no sé. Algo habrá. Gracias por piropos al blog.

Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.