Todo Wilder está dentro de En bandeja de plata. El Wilder costumbrista, sagaz observador de los trasuntos del ser humano y fino estilista de la escritura de sus vicios. Está el Wilder enamorado de los pícaros y de los tahúres, de los tramposos y de los crápulas, gentes de buen vivir que sacrifican la rutina de una vida rutinaria en apartamentos de suburbios por hocicar las narices, aunque sea leve e insatisfactoriamente, en otra felicidad distinta a la escrita en los manuales de urbanidad y en los catecismos de cualquier religión. Un tipo corrosivo, un primor en la estilística de sus fobias, pero un activista genial en la causa de su desencanto por la sociedad y sus manejos más sórdidos.
La fauna canalla que atiborra los mejores momentos de las películas de Wilder no escatima esfuerzos para hacer de En bandeja de plata un plato delicado, una suculenta golosina que hará perder el sentido a los espectadores cómplices, ya hechos a banquetes de esta guisa, y que dará a los neófitos un excelente entrante, un diríamos bocado leve que devendrá comilona cuando el efecto Wilder, su cinismo, su ironía, su escepticismo, cuele en el torrente sanguíneo, inunde cuerpos cavernosos, paredes de la conciencia y esos huecos del cerebro en donde la capacidad de asombro se agazapa, como dormida, latiendo sin esfuerzo, a la espera de un asunto mayor, de una provocación inteligente. Ésta lo es: humor negro, lujurioso humor muy negro que deforma y recompone nada más y nada menos que un capital fundamental de la sociedad mercantilista, ésa a la que Wilder pone tanto empeño en molestar: las compañías de seguros.
El hábil Wilder disecciona la miseria moral, pero sin abruma al personal con elucubraciones y grises fórmulas de sociólogo mortecino. Su bisturí cose y descose la alambicada red de las relaciones humanas. A Hinkle (Jack Lemmon) le viste de buenazo, pero tampoco hace ascos a un extra de dinero. Al doctor en leyes lo embadurna de la melaza peguntosa de todos los personajes execrables que han poblado su meritoria, en este campo, filmografía. El actor elegido no podía ser más acertado. El picapleitos sin escrúpulos que interpreta un iluminado Walter Matthau, cuñado del mojigato Lemmon, signado por la gracia, forma la pareja absoluta del cine. Únicamente por verlos en escena merece la pena la película. Y ésta era la primera de nueve colaboraciones.
Walter Matthau era un actor fondón y de expresión campechana, capaz de arrugar el entrecejo y semejar un bulldozer a punto de masticar la oreja de un cándido párvulo, permítaseme esta feroz imágen. El actor las pasó canutas en el rodaje: el tabaco, uno de sus vicios, junto con las mujeres y el juego (!!!) le cobró peaje en el corazón y un infarto severo le apartó de la grabación. Recuperado, habiendo perdido casi veinte kilos, obligado a hacer deporte y a cuidar su salud si no quería verse en las esquelas de las revistas de glamour y en los titulares de la prensa del ramo y, sobre todo, a abandonar del todo el tabaco y el stress de las timbas y de las faldas, Walter Matthau avinagró su gesto, empozoñó sus artes dramáticas y abordó el personaje del abogado canalla con una suerte de agresividad interior que tal vez no hubiese existido si las circunstancias fueran otras. A beneficio de público, su actuación fue demoledora. Sólo hay que ver la versión original y advetir el tono gruñón y las inflexiones elocuenes de un actor en estado de gracia y con un libreto excepcional. Con todo, el doblaje hispano es formidable, como suele.
Quien no haya tenido el gusto de verla quizá consienta la peregrina idea de que no hay humor en esta ópera bufa de la hipocresía y de la doblez del género humano: abandónela, configure su cerebro para asistir a un desfile mayúsculo de situaciones hilarantes (la visita del médico, el vigilante de la ventana...)
Cinismo sentimental: he aquí la marca de la casa. Billy Wilder redime siempre a sus personajes de tragedias excesivas, los excusa con elegancia por toda la mala leche que les han ido inoculando y que de pronto, casi sin venir a cuento, sueltan en tropel, en esas cascadas semánticas también marca de la casa. En esta película, abundan: hay toneladas de líneas de texto enmarcables, situaciones dignas del talento compositivo de Lubitsch y, por supuesto, fácilmente achacables al genio de I.A.L. Diamond, un tipo de semántica corrosiva y agilidad mental para lo teatral comparable a Lope de Vega o a Calderón de la Barca. Sí, ya sé, algunos puristas de nuestra sacrosanta literatura van a escribir algún post condenando mi atrevimiento. Háganlo: tengo padrinos.
Si algo de emocionante tiene este espectáculo de masas que es el cine, es el asombro, el desconcierto, la íntima maravilla de la dislocación: uno está sentado en su butaca, tal vez comido por la fiebre etérea de no haber tenido un buen día o la de sospechar que mañana va a ser igual, y de pronto las imágenes, esos 24 fotogramas por segundo, obran el milagro absoluto de la fe en el arte. La dislocación hace que sigamos sentados en la butaca, pero el alma - ese invento de la fe, pero que existe para estos casos - se eleva en un vuelo catártico, liberador y ocupa el mejor lugar del mundo, el del júbilo, el de la felicidad momentánea. Sí, luego el alma regresa a la butaca y The End avisa que apaguemos el DVD o que salgamos de la oscuridad pura y maravillosa de la sala para enfrentarnos al caos y al desorden, a ese avatar indisciplinado que es vivir. No me pongo pesimista, aunque sea lunes y me cueste hilvanar ideas y expresarlas como conviene para el propósito de escribir algo sobre En bandeja de plata, la cinta de Wilder. Alex, en su Antártida, ha destripado también su amor por el maestro en la cara oculta de este post. Completen este lectura con aquélla, y sean felices, por amor de Dios, no dejen que la vida les ocasione mayor estrago que su transcurso y la inaplazable certeza de su triste finiquito.
Quien no haya tenido el gusto de verla quizá consienta la peregrina idea de que no hay humor en esta ópera bufa de la hipocresía y de la doblez del género humano: abandónela, configure su cerebro para asistir a un desfile mayúsculo de situaciones hilarantes (la visita del médico, el vigilante de la ventana...)
Cinismo sentimental: he aquí la marca de la casa. Billy Wilder redime siempre a sus personajes de tragedias excesivas, los excusa con elegancia por toda la mala leche que les han ido inoculando y que de pronto, casi sin venir a cuento, sueltan en tropel, en esas cascadas semánticas también marca de la casa. En esta película, abundan: hay toneladas de líneas de texto enmarcables, situaciones dignas del talento compositivo de Lubitsch y, por supuesto, fácilmente achacables al genio de I.A.L. Diamond, un tipo de semántica corrosiva y agilidad mental para lo teatral comparable a Lope de Vega o a Calderón de la Barca. Sí, ya sé, algunos puristas de nuestra sacrosanta literatura van a escribir algún post condenando mi atrevimiento. Háganlo: tengo padrinos.
Si algo de emocionante tiene este espectáculo de masas que es el cine, es el asombro, el desconcierto, la íntima maravilla de la dislocación: uno está sentado en su butaca, tal vez comido por la fiebre etérea de no haber tenido un buen día o la de sospechar que mañana va a ser igual, y de pronto las imágenes, esos 24 fotogramas por segundo, obran el milagro absoluto de la fe en el arte. La dislocación hace que sigamos sentados en la butaca, pero el alma - ese invento de la fe, pero que existe para estos casos - se eleva en un vuelo catártico, liberador y ocupa el mejor lugar del mundo, el del júbilo, el de la felicidad momentánea. Sí, luego el alma regresa a la butaca y The End avisa que apaguemos el DVD o que salgamos de la oscuridad pura y maravillosa de la sala para enfrentarnos al caos y al desorden, a ese avatar indisciplinado que es vivir. No me pongo pesimista, aunque sea lunes y me cueste hilvanar ideas y expresarlas como conviene para el propósito de escribir algo sobre En bandeja de plata, la cinta de Wilder. Alex, en su Antártida, ha destripado también su amor por el maestro en la cara oculta de este post. Completen este lectura con aquélla, y sean felices, por amor de Dios, no dejen que la vida les ocasione mayor estrago que su transcurso y la inaplazable certeza de su triste finiquito.
3 comentarios:
Yo diría que este apresurado encargo no resultó mal, al menos de tu lado.
"En Bandeja de Plata" es una obra maestra incontestable, sin más. No hay nada que pueda apearla de su pedestal. Es perfecta en su cinismo compasivo, en su humor de múltiples lecturas, en su ironía suave pero punzante. Tu revisión denota tu amor por la película, amor que comparto, y trato en vano de multiplicar, en mi posteo sobre "Irma la Dulce". En tu honor va, Emilio.
Buena reseña, como es habitual, y no te preocupes; si alguien cuestiona la figura del I.A.L. Diamond, ese genio olvidado, cuenta conmigo como padrino.
Qué cosa si tuviésemos que acudir a las armas por una disputa cinéfila.
En estos tiempos de relativismos, como dice el buen Papa Santo de Roma.
En estos tiempos de zozobra moral.
En estos tiempos de riesgos muy estudiados.
Sin menoscabar este film, me quedo con El apartameno o con Un, dos, tres. Esta es una obra menor, sin duda, aunque es verdad que recomendable. Como todo Wilder. Buen post.
El crepúsculo de los dioses, fuera del acomedia, e una obra también de altisima calidad.
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