29.8.25

Caminar es pensar con el corazón

  Para Miguel Cobo, caminante imperfecto, que ya habrá paseado hoy el Parque Cruz Conde  

Leí que Proust le daba poca importancia a la inteligencia. La creía útil para el medro social o económico, pero no en la gestión de las emociones, en la manera en que cada uno maneja el trasegar diario y lo que se lleva a la cama cuando se emboscan los sentidos y cierra el día. De Proust se tiene la idea de que contar no requiere otro apero que el de las emociones, ese ir atrás en el tiempo y dar con algo que no se perdió del todo y espera que se extraiga para que el presente desde el que se le invocó cobre el sentido del que sin ese arrimo de emoción carecía. La severa disciplina de la razón no contribuye a que la escritura (la suya, al menos) prospere. No es que cree sin andamiaje y se deje llevar, sin saber de dónde viene o el lugar al que va: Proust recurre a la prestidigitación de la memoria, que hace sus malabares y sus prodigios sin que se sepa la naturaleza de ese espectáculo nebuloso y vivo también. Escribir se comprende así como un paseo que no está fijado, lo cual no implica que se pierda la oportunidad de que esa razón se ocupe de la novedad del camino, el no tener un mapa al que confiar la consecución de una meta.

Las mentes poco exigentes, todas las que no fueron bendecidas con el lustre inquisitivo de la inteligencia, no sentirían que se les tambalee ninguna de las certezas con las que combaten los reveses de la vida por la sencilla razón de que no las poseen o, en cierto modo, las tienen precariamente, sin que en ningún momento esas certezas se les envalentonen y les arruinen la felicidad de la que puedan disponer. Saber es lamentarse de haber sabido, podríamos decir. Tal vez esa indolencia o esa pereza de no desear saber más de lo estrictamente preciso sirvan para la épica diaria o para su cancelación. Es mejor dejarse ir, no pensar, pasear con el corazón, no con los fiables pies, que tantean y aseguran el paso en el suelo, no permitir que la realidad incomode, esto no lo tengo claro del todo, pero alguna razón (inteligencia práctica) me asiste. No estoy del todo de acuerdo con Proust, aunque qué importancia tendrá eso.

La pedagogía de la felicidad precisará de instrumentos cognitivos, dicho de un modo poco sentimental. Hay veces en que es la cultura la que te salva. Otras, en cambio, es un lastre, un peso excesivo que se lleva con cansancio. Cuando me sobreviene un acceso de melancolía, leo a Gerald Durrell o a Saki. O escucho ska o valses vieneses. Lo curioso de esa inteligencia (de acuerdo que hay muchas bajo la apariencia de una) es que a veces le da por ensañarse con su propietario y busca dolor cuando es dolor lo que siente. A K. le gusta (me confiesa) escuchar música de cámara o algunos de los discos más crípticos de Frank Zappa o de John Zorn.  Preferiría no entender, dijo un bartleby ocasional. No hay manera de entendernos, sentencia K. Sigue uno pensando que la constancia en las costumbres son un factor de bienestar, pero de pronto se le ocurre que sólo convienen las novedades, practicar deportes que no son los usuales, visitar lugares que no se conocen, leer libros de autores de los que no hemos escuchado nada o frecuentar a los amigos a los que hace tiempo que dejamos de ver. Al final todo es un camino por recorrer, un punto de salida y uno de llegada y, por más vericuetos y extravagancias topográficas que exhiban, todos son condenadamente rectos. Se sale, transcurre el trayecto y de pronto (o a veces sin que exista una noticia) se acaba o, por usar una forma verbal más a tono, mejor hilada al conjunto, acabamos. Mientras tal cosa acaece, subimos repechos, medimos la constancia de las piernas en el trasegar del camino, pensamos en la novela que somos  

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