11.8.25

Easy Rider en el parnaso dodecafónico

 




El toro se llamaba Easy Rider, era francés, tenía entonces siete años y pesaba mil quinientos kilos. Formó parte del elenco de una ópera de Arnold Schönberg (Moisés y Aarón) que circuló exitosamente por Europa y acabó recalando en el Teatro Real de Madrid. Entre función y función, el animal (manso y noble, a decir de la productora del espectáculo) descansaba en las Caballerizas Reales a cuerpo de rey, cuidado por dos profesionales y un veterinario. Impone de la bestia el badajo, su reciedumbre mitológica que parece no haber retirado su encanto épico. La escena (segunda en la trama) narra el episodio bíblico en el que Moisés recibe De Dios las tablas de la ley y comprueba, horrrorizado, que el pueblo judío adora a un becerro de oro. Hara pronto 10 años de ese estrambote lírico. Easy Rider pasó de semental de ferias de ganado a figurante hipertrófico de los espectáculos líricos y hacer ganar a sus dueños 22000 euros por función.  En su carrera dramática, el toro come 600 kilos de paja y otro tanto de heno, dispone de dos cuidadores franceses y de un veterinario. Ni Jennifer López, en su condición de diva, tiene esas exigencias en los tours que llenan los estadios, pero siempre hay quien se rebela y pone el grito ene el cielo, quien encuentra reparo a todo y abre hilos de discusión que luego terminan enredándose, quién sabe si también se los zampará el toro, que es hambrón y tiene el tripa llena y la boca siempre vacía. Se abrió un debate largo en Madrid y se recabaron 45000 firmas en change.org para que se retirase al animal. Sé que los quince minutos en los que ocupaba el escenario lo estresarían. Las luces severas, el sonido apabullante y  el transporte del coliseo a su residencia de reposo acabarían afectando a Easy Rider. El afectado no intervino en la reclamación, no dijo sí, es cierto todo, además no es el tipo de música que me emociona, podrían haber elegido alguna cosa más pastoral, una cantata de Bach o un pequeño grupo de cámara interpretando a Brahms. 

Tiro ahora de ficción. A King Kong también le ficharon para un menester parecido. En Isla Calavera era un dios a ojos de los temerosos nativos, En Nueva York, una atracción de circo, una de las que hace mucha caja. La saga jurásica arrancada por Spielberg alarga el cliché circense y tira de dinosaurios, con nefastas consecuencias, por cierto. El toro, que aparece quince minutos en escena, manso y profesional, a decir de la prensa, proporciona a sus dueños cinco mil euros por sesión. Lo fascinante del asunto es que la ópera haya cobrado el interés que, sin toro, no obtendría. Lo admirable es que los productores se hayan rebanado la sesera hasta dar con Easy Rider. Debe imponer la escena. La señora como Dios la trajo al mundo. El animal arriba y abajo, intimidante. Como un dios en su reino, como un ídolo pagano. Que lo droguen o sedeno no lo hagan, dentro de que no es ético esa pequeña manipulación de su naturaleza libre o salvaje, no debería ser un asunto secundario, pero las aberraciones que se cometen con los animales que nos rodean y de los que nos servimos para alimentarnos o para que nos acompañen superan, en todo caso, a esta, que es menor, aunque no baladí. Tampoco es relevante que sea una ópera inacabada de Schönberg (del que no he escuchado nada con verdadero entusiasmo) o que una mujer desnuda se exhiba junto al toro en las imágenes difundidas para publicitar la función. Lo que trasciende es el feliz apareamiento de géneros en apariencia dispares. La ópera tiene un poco de circo en lo de ir un poco más allá en cada representación. Tiene ese matiz de exceso que agradecen poco los puristas y ven con felicidad no disimulada los novicios que se acercan al teatro madrileño (o al de París o al de Berlín) para escuchar la tragedia operística y recrear la vista en lo posible, hasta donde alcance el dinero invertido en la tramoya y en el atrezo. Se trata de hacer que congenie lo que David Bowie llamaba austeramente Sound + Vision: hacer que no sea posible separar el fondo de la forma, la esencia del repertorio (su intimidad o su épica gozosas). Que las arañas de Marte ocupen el escenario. Que cuando uno escuche en casa, en el mejor equipo del que se disponga, la ópera de marras acuda el imponente bovino, el semental antológico, o la mujer desnuda, lo que será a ojos de algunos una evidencia más del servilismo icónico de algunos objetos, guiados todos alrededor del sexo. Qué animales somos, cómo tira la carne. 


Al Kong clásico le arrimaban una rubia (adorable Jessica Lange en la versión menor de John Guillermin, aburrida Naomi Watts en la hueca rendición que hizo Peter Jackson entre la trilogía de los Anillos y la de los Hobbits, admirable Fay Wray en la lírica y fundacional) para encelar a la criatura y al espectador. No han cambiado mucho las cosas. Hay que buscar que se doblegue el bolsillo con trucos de feria. A falta de hombres bala, mujeres barbudas o enanos deformes, el mercado de la ópera o del rock o del teatro apela al animal puro, sin la vigilancia de la política correcta, extirpada toda su genética brutal, pero con el miembro totémico ocupando los comentarios de los pasillos del teatro, mezclados con la exégesis propia de estos magnos eventos. También habrá quien sostenga que todo está permitido en la representación del arte. Que los tiempos dictan nuevas liturgias. Que hace falta que Easy Rider se pasee por el escenario (suponemos que no se vendrá abajo y malogre la función o la salud de los artistas y que no se enseñoreé sedado hasta las trancas) para que se difunda la ópera y sus difusores hagan caja y disuadan a los animalistas de que emprendan acciones legales por herir o menoscabar la integridad del animal, vejado (se entiende) o humillado o convertido en un mero objeto mercantilista, igual que la moza en cueros yendo y viniendo por las tablas. Cosas de esas que últimamente tanto se estilan. No consta (cómo podría) que el animal se espantara al escuchar la orquesta ejecutando la música oscura de Schönberg. Leo que Zeffirelli usaba elefantes y caballos para su Aida. La recurrencia a la zoología para eventos artísticos no es cosa de ahora, pero estos tiempos (tan sensibles para unas cosas y tan ciegos para otras, tan enternecidos por el daño que se le hace a los animales y tan desentendido al que se le inflige a los niños en las guerras (y no solo), están enfermos y no tienen una balanza que pese con seriedad lo que de verdad importa y lo que no deja de ser un pequeño (entiéndaseme) conflicto moral, en fin...No toda la música amansa a todas las fieras. Algunas, según cuáles, pueden alterar la calma de la res, la pueden violentar, no sé, convertir en un arma de destrucción cultural. No entiende uno estas periferias del arte. Kong se puso nervioso en Manhattan. Se queda, merced a esa novicia manera de mirar lo extraño, en la posición del perplejo. Y el caso es que, bien pensado, no incomoda, no hace que peligre la fascinación primera, con la que se construye la experiencia intelectual, estética o moral que propone el arte. 


Está entonces bien el toro, ahí armado, manso en apariencia, contaminado de cultura, a su pesar, convertido en el fichaje de la temporada operística europea, rodeado por 400 intervinientes en cada representación de la obra. Peor sería (para el toro, digo) que se le lidiase en Las Ventas, no hablo desde la sanción a la tauromaquia, sino por mera compasión. Que lo zarandearan, que lo traspasaran con esos hierros del infierno, que acabara su rabo en un restaurante caro, servido en un plato de vajilla honorable, sería la otra posibilidad, más que vejatoria, dañina, letal. Y cuando digo rabo me refiero al rabo. Lo otro, lo que pende, no creo que se anuncie como manjar. Ya digo que no entiende uno mucho. Que sólo va dando capotazos y es probable que malhadados. Por lo demás, nadie se acuerda ya de Easy Rider. Los que asistieron a la obra de Schöenberg tendrán más argumentos que este servidor. Serían fanáticos de la ópera y, algunos más que otros, entusiastas de la innovación, feligreses de ese tipo de funciones en las que se riza el rizo para que todo cambie sin que, en esencia, se haya eliminado nada. Los toros van de bolos y adoran el dodecafonismo. Easy Rider tendrá ahora 25 años, edad provecta, si es que no ha muerto. Habrá visto medio mundo y recalado en los mejores escenarios de las plazas más ilustres. Estará de Schönberg hasta el mismo rabo, entiéndase eso como el lector desee. 




                 Fotografías: Javier del Real (EFE)

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