10.8.25

Heráldica de los diagramas de Venn XII

 



Lleva La montana mágica de Thomas Mann veinte años en el mismo anaquel. Cojo el libro de cuando en cuando, le limpio el lomo, abro unas páginas, busco el pasaje en el que, en una tormenta, Hans Castorp se prenda de la pureza de la nieve y se refugia en una cabaña, en donde fantasea con la posibilidad de una felicidad que sabe imposible y resuelve dar con la raíz del alma en un balneario comido por la decadencia y por las humedades. En  los balnearios leer a Mann, leer sin prisa todos esos adverbios, todos los verbos copulativos, pensar en la lentitud, pensar en el tiempo. Allí le saluda Gregor Samsa. Mírame, soy un ser atormentado. Yo soñé que mis gafas eran las de pasta de Bill Evans, soñé que me sentaba en un Steinway y tocaba Walz for Debby en un salón estilo tudor y bebía  whisky historiado con Han. Me decían muy bien, esas gafas te hacen mejor pianista. No tienes que preocuparte. Todavía te responden las manos. Tus dedos son un milagro. Les vi aplaudir levemente achispados. Vino entonces el Bowie de los setenta, el del glam y el del glamour, el de los clubs de Berlín, el de las arañas de Marte. Dijo algo que no hemos entendido, pero su voz abrió en nuestro pecho una congoja grande. Éste dolor en el costado debe ser la edad, escucho decir a alguien. Son los años felices de no saber, los años en los que nada nos incumbe en demasía, así que esta noche no quiero a Kafka, ni a Bowie, ni a Evans, esta noche dadme sólo dixieland. 

Tengo un monólogo interior que se lo quiero contar a Joyce. Creo en las barbacoas de 1969 con Elvis tomado por la pandemia de la sangre, en Peppa Pig cuando recita poemas bucólicos en las liturgias secretas del cosmos, en la primera eclosión pura de la luz, en el fermento, en el big bang metido en un botella de tercio de Leffe, en la semilla, en todo lo que germina y se iza, en las catedrales góticas al atardecer, en el cuarto principio de la termodinámica, en las cheerleaders del 78, en lo inverosímil sublimado, en el eco de las primeras palabras, en la fluctuación del ánimo, en la reverberación del alma, en los músicos negros de blues hasta arriba de pólenes de algodón, en cualquier gato de Cortázar, en las taxonomías de la carne, en la efusión del espíritu, en la nicotina en los dedos de un poeta surrealista, en la nomenclatura del frío, en la indulgencia, en la resurrección de los muertos, en el milagro de la transubstanciación, en la letra de todos los boleros anteriores a 1980, en las timbas de póker en los sagrarios de los pueblos perdidos, en las noches en Cartago, en Borges al citar a Shakespeare y a Quevedo en el episodio del puñal de Marco Junio Bruto en la carne de César, en la lentitud de los jardines, que me perdone Tizón, en la tristeza de los paseos marítimos en invierno, la lengua de las mariposas, en las turgencias de una novia de 1981, en el mar cuando recuerda sus naufragios, en Peter Pan mirando a Wendy Moira en un sueño del Capitán Garfio, en la trigonometría, en la numismática, en el grandilocuente verso modernista, en el dodecafonismo, en los diagramas de Venn, en las vírgenes zumbadas, en las libaciones de las naturalezas muertas, en el temblor cuando la belleza irrumpe, en Cioran en las catedrales, en Bach en un trance, en Johnny Cash en las cárceles de Utah, en la silla de Glenn Gould, en los exoplanetas que duermen en el éter, en los libros de caballería de Alonso Quijano, en los moteles donde el desquicio de Humbert Humbert iluminó a Nabokov, en Radio Tirana transmitiendo música balcánica, en los abducidos que vuelven con noticias de los primeros evangelistas. Y las manos de Samsa se atrofian y Joyce se lamenta de que el sueño que tuve no remitiera al Dublín de su Stephen. 

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