21.8.25

Gaillimh

 



 Llueve ayer como si mentir fuese cosa de la lluvia. Llueve en mi memoria con menuda insistencia de barro. Agua que se desdice mientras pronuncia su alfabeto vertical y lírico. El cielo es una novela lenta. Las nubes se reservan una parte de la trama. Mañana pruebo, hoy me ensimismo, se oye a una decir. Yo tengo la mirada perdida entre montañas y vasos vacíos de cerveza gaélica y Kim Novak baila una canción que no oigo. Ella tiene un discreto tumor en los ojos, la mirada turbia, se la puso Dios. Dios es un artefacto de niebla. Tengo yo también la mirada rota y el aire quema como un salmo en la sangre, pero hace frío y llovizna en las viejas calles protestante y yo pienso en la turba de la tierra y en las palabras incomprensibles de las hadas. 

Hay herrumbre en los ojos, un desvalimiento, una precipitación de hormigas que gimen, trémulos trinos de un tráfago. Están abandonados los ojos. Dos páramos yertos. Cien. La abolición del consuelo espiritual. Ese fuego pálido y humilde no hiere. Estoy frente al puro infinito y esta quietud alienta prodigios. Hay una inminencia de lluvia o un desatino. Es la plenitud o es el vacío y un ángel me invita a que lo abrace. Kim Novak bajo un cielo de números primos respira dentro de mis palabras. Kim Novak cuando todavía no se teñía el pelo ni subía a campanarios. Ella con el pelo rubio, con la boca naufragada. Dios cuida de Kim Novak. Estoy con Dios en los pulmones y mi voz tiembla y se desquicia. 

Qué hace aquí mi madre, por qué mira a todos esos niños que se columpian. Mi madre mide el insomnio del mundo y un cansancio dulce me invade. Es de esos días en que  parece zambullirse en su propia destilación fonética. Recuerdo una vez en que abrió mucho la boca para que sus hijos viésemos la materia misma del cosmos. Las madres saben de teología. Hsn comprendido el mecanismo que hace bailar a todos esos electrones. No precisan cursar estudios, algunas son ágrafas y concentradamente admonitorias. La madre de Bram Stoker no amamantó a ningún hijo de Irlanda.  Una madre que lee el evangelio está improvisando. Dice lo que se le ocurre. Dice el viento mece una locura de pétalos en el Gólgota o dice hambre de luz con desconsideración, como si le hurgaran la lengua y se descompusieran las frases y se escucha ella misma decir hoy viernes con cacerolas y lujuria de fregar imperios y de pronto se asombra y ya no es ella misma sino un heraldo de los poetas malditos que todavía ríen con los dientes partidos en los pubs del viejo Edimburgo. Este ir y venir por  este latifundio de ovejas y de borrachos desde hace nueve días no favorece la tensión interna de un buen cuento, pero este avanza con absoluto brío y un tren de algodón del siglo diecinueve lo lleva hacia los acantilados que miran a América. 

Así los años acaban por delatarse y el amor tiene vocación de desagüe o de flujo o de ambrosía. Mi madre con un zapato en la boca y olor a gasolina. Mi madre tiene cien años y habla con endecasílabos. Contempla un cielo de altos anaqueles. Un cielo con hondura de libro. Habla como si la escuchara Dios. Jimi  Hendrix  suena desde unos Mission de vieja madera inglesa en el pub Tempo en 1991. Antonio canta como si fuese un bardo telúrico. Siempre que escucho a Jimi Hendrix me viene a la cabeza Charlie Parker. Siempre que escucho a Charlie Parker mi abuela Luisa me mira desde 1980. Los tres están en un antro. Charlie, Jimi, mi abuela. Antonio está ocupado en contar sílabas. Todos beben con ternura. Conversan sin palabras. Ellos montando un número para costearse los vicios. Ella, disuadiéndolos. Antonio murió por no saber vivir o por vivir sin saber morir. No hay quien se crea de verdad que Jimi Hendrix pudiera morirse. No hay quien se crea de verdad que Charlie Parker pudiera morirse. La muerte es una cosa que sucede siempre ayer. Llueve ayer también. La vida dicta severas instrucciones de uso. La pasión escancia su lenta orfebrería, su palabrería oxidada, sus febriles besos. El tren está cruzando un diseminado verde que no sé pronunciar. En Tullamore anuncian que se visite una destilería. El hombre que sentado a mi lado está en el coche A 22133 lee Los miserables en un libro grueso con una letra casi inapreciable. El papel es fino. 

Temo no haber vivido, siempre se teme eso, imagino. La vida jadea en conciencia su libro de pétalos, su luz mordida, su eco de mañana. Un tren de algodón descarrila en un sueño que sucede en Inverness. Hace unos días tomamos allí un café y miramos nubes tocadas de tragedia, como las que cubren los ojos de los muertos. Pero abrió el día. Olía a sopa de cebolla y una familia pakistaní preguntó en un inglés limpio si sabíamos dónde comprar camisetas con la figura del monstruo del lago. Tres vacas de las tierras altas mordisqueaban brezo marrón o granate o azul. Al alma la astilla el tiempo. 

Solo se puede amar a Kim Novak cerrando los ojos. Ella te besa entonces. Un beso de delicada factura operística. Queda noche para beber más whisky de malta. 

Detrás de las efemérides hay siempre un gota de sangre de pato. Lo he escrito sin pensar mucho: detrás de las efemérides hay siempre una gota de sangre de pato. No es la primera vez. Mañana será el día en que el pato se desentienda de la sangre. 

Mi madre mira el cesto de la ropa recién cogida del tendedero sin saber qué hacer. Si guardarla en un armario sin planchar o aplicarse y guardarla como Dios manda. Dios tiene ratos en los que se pronuncia sobre las arrugas de la ropa o sobre el oropel de las sombras. Ahora debe estar sentada en el patio con su mimosa encima. El sol es pendenciero. La luz es una trampa. 

Llueve sin consideración ni ternura. Como si de pronto llover fuese un lamento que el cielo cursa en el aire para que sea posible el mundo. Es de hierro la lluvia. Pesa como un salmo. Duele su desbordarse milagroso. Porque no podemos hacer que llueva  ni que Kim Novak regrese y diga he estado ocupada pero esta es mi casa, aquí leí las palabras de la iniciación, piel, saliva, hondo verbo, hierba antigua, aquí la liturgia de la resurrección, aquí mi madre en una floración de adjetivos delicadísimos. La última vez que Kim Novak besó a su madre el mundo olía a grosellas. La vieja y verde Irlanda tendrá una balada para esos besos antiguos. 

Temo haber contribuido a la decadencia de todos los grandes imperios. Yo hice que declinaran, yo retirando de las avenidas la estridencia de los turistas, yo por circunstancias estrictamente poéticas abriendo la boca de las mujeres con ojos de niebla. Ahora una de ellas se está pareciendo mucho a Kim Novak. Debo acercarme, creer que sus ojos dan niebla dura o que Nerón acaba de quemar Roma. Embravecerme. Pero no tengo arrestos, no la interpelo, no digo flor de azules temblores, dame tu olor más íntimo, me falta valor, es posible que no deba suceder que yo me encandile, qué sería de mí entonces, cómo esperar a que prospere la euforia y sea otra cosa a lo que todavía no se le ha ajustado un sustantivo, que no será euforia, nunca de nuevo esa palabra ya un poco escombro o gorra gastada de leñador con manos rotas y un olor a ginebra en la misma raíz de sus huesos. 

Temo, más que otra cosa, la desmantelación de todas las certezas de las que me he ido abasteciendo desde que mi madre me dijera hijo, eres un ser desvalido, eres un pobre hombre, serás un descarriado, dedícate a escribir sonetos, ocupa tu futuro en la métrica y en los juegos florales, búscate una buena mujer de su casa, dile que la amas a diario, bésala en la comisura del alma, dale cuatro hijos que lean mucho y trabajen en funcionariados buen retribuidos, que en los trenes hablen con los extraños y sepan de la verdad de los mapas del espíritu. Ser poeta es una forma de comprender las luces que parpadean en las autopistas. Un destello y otro destello es una epifanía, la concesión de un secreto, la enunciación de la inminencia de un milagro. Temo que no ocurra, que Kim Novak abra la boca y tenga la voz de mi madre y entonces llueva con resuelto arrojo como llueve en las películas en blanco y negro. 

Una señora que acaba de pasar a mi lado se parece a Ingrida, la azafata que nos sonrió al llegar a las islas. Nadie me había ofrecido café a treinta mil pies de altura. Dylan va detrás empujando un carrito gris que chirría muchísimo. El café en esas elevaciones tiene que saber a nube violentada o a una manzana que desoyó la admonición de la tierra y se murió de fe. Ofrecen también unas pastas, whisky de malta (volamos sobre una turbulencia de campos de cebada y vacas peludas) y souvenirs que hacen pensar en los domingos y en las columnas corintias. La palabra fuselaje ha hecho que se me erice la nuca. Lo estarán haciendo ahora sobre mi cabeza. No sabe uno confiar enteramente en la ciencia de la aviación, en la elongación de los metales y en la hospitalidad de las nubes. Ingrida luce un rubio polifacético, como de actriz de serie B de terror que de pronto ha reconocido su talento y todo es espeluzno y ojos abiertos para que los demás sepan que anoche lloró mucho y nadie le dio un abrazo o no es así, qué razón habría para que fuese como yo prefiguro, y la azafata es rubia impostada y lee a Stendhal en su rato de quietud, cuando nadie la requiere y el avión es una flecha inmóvil entre la juguetona locuacidad de las nubes. Ingrida le da un aire a Kim Novak. Allí el río rocoso, las lagers, la rotunda presencia de cierta inmortalidad. Me está entrando sueño. Ya no sé darle a las teclas del móvil.

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