31.7.23

Elogio de las respuestas largas

 



En una pieza que Rafael Argullol consigna en su espléndido dietario Poema dice creer en los dioses transitorios que él mismo ha creado, si se le pregunta si es ateo o agnóstico y no siendo lo uno ni lo otro. La encuesta a la que se aplica no permite explayarse: son casillas que hay que cumplimentar. La vida a veces tiene ese aspecto de formulario en el que no cabe la periferia, el dar cuartel a lo que no es posible fijar en una respuesta corta y, por tanto, insatisfactoria. No sé bien qué es un dios transitorio, pero tengo algunos con los que azarosamente trabo una amistad extraña, también imponderable en su cartesiano recuento sin propósito. Porque cualquier pregunta es siempre más corta que cualquier respuesta. Porque algún dios contendrá la extensión de todas las preguntas y de todas las respuestas. 

30.7.23

Elogio de la amistad

 No esperar nada de los amigos y, sin embargo, saber que todo lo contienen. Lo propio de la amistad es la perseverancia, su acopio de certezas con las que ni a veces el amor tiene con qué emularlas. Como él, sin su embeleso y su desatino, la amistad es una pasión inútil y, por tanto, imperecedera, combativa, fiera, tierna, locuaz y, sobre todo, íntima. Todo a lo que no se le da utilidad es la que en ocasiones más concienzudamente la presta. Sentir que se trasiega con la amistad es lo más parecido a no saber que hay trasiego alguno y que el camino, al andarse, se extiende, se expande, se convierte en paisaje, se da sin doblez, se manifiesta sin anhelos. No pensar en ella y tener propiedad suya. No se le pide nada al amigo: todo cuanto se nos ocurra solicitarle acude. Leo que hoy es su día. Hoy busquen a un amigo. Hoy toca abrazarlos. 


29.7.23

Elogio del azul del mar


 Playa de La Concha, San Sebastián. Fotografía: Francisco López (Pincho) 

El azul del mar inunda mis ojos. 
(Germán Coppini) 

Este año aún no he visto el mar, pero pienso en el mar y lo escucho a diario. Más que el azul del cielo al rivalizar con el del agua, el mar es el azul de la memoria. Ella compone el tremolar de todos los colores posibles. Su rumor es sinestesia pura, preludio y vigencia y clausura de todo lo bueno que el alma acune en su interior. La contemplación del mar avitualla de luz para cuando irrumpa el gris de las sombras. Su música es la del corazón, su melodía es la del tiempo como sangre azul, loca y feliz por el tumulto del tiempo. El mar es una ola que no descansa. No hay nada que reemplace la visión del mar. Es una catedral azul y eterna. El mismo cielo se embelesa cuando la observa. Las nubes son la marea del aire. 

Hay reinos pequeños de los que somos reyes, refugios absolutos a los que acudir con la hermosa idea de perdernos. Lo de perderse sigue siendo una pretensión fascinable, una a la que no damos casi nunca asiento, en la que fantaseamos y donde creemos que estaremos bien, pero basta perderse un instante o varios y no sabe uno cómo estabular esos datos. Zambullirse en el mar y alejarse, a nado, ahondando en la distancia, da una visión muy precisa de la vida que discurre en la costa, en el interior. Anda la cosa corrompiéndose, por muy vista, por nuestra, y a veces uno necesita un reino del que ser rey, un lugar en el que dejarse llevar. Nada como el mar para adquirir esa invisibilidad, ese desvanecimiento. Luego está la vuelta, la vuelta feliz a la tierra , que es donde tenemos el placer de lo amado, pero el mar, ah el mar, el mar nos limpia, el mar nos despeja, nos hace mejores incluso. Me ha hecho feliz pensar en todo esto. La lluvia nos conduce al mar. Como una madre a la que vemos amamantar a su hijo y nos conduce a la nuestra. Igual que el fuego anticipa la ceniza y lo oscuro la eclosión de la luz, el mar es un preludio del alma. El mar es el paisaje del alma. Azul, el alma. Como un cielo privado. 

Non sufficit orbis

Me esmero, lo juro, en la caligrafía, pero amago un de pronto hermoso rizo mayúsculo y hago caer la letra con descuido, la someto a la precisión cuando lo que reclama es montaraz derroche y empiezo a creer en la imposibilidad de la empresa. Llegará el tiempo de escribir turbados por los estros, en cenadores venecianos o perfumados por azahar, pero ahora cunde el cansancio, hacemos acopio de distracciones que nos apartan del cometido primordial y sales a la calle con cinco perros, con cien tortugas, con un libro de poemas que no leerás nunca, porque a los perros les aturde la dicción poética o porque a las tortugas les impacienta ese dulzor tuyo cuando la inspiración te ocupa el pecho. Si yo hubiese sido un ave estinfálida me habría perforado el peto de metal con el que salgo a la batalla y habría dejado que el insomnio campase por mi pecho para que lo picoteen los pájaros de la mañana. La vida se ha incendiado, lo ha dicho un poeta en televisión. La belleza no prescribe. La condición de la belleza es la perseverancia. El pulmón del buzo no caduca nunca. La hija del gondolero Matías Pestalozzi tiene una foto de Clark Gable en su cuaderno de Matemáticas. Durante años, la mujer piadosa dejó caer la moneda en la mano del pobre cuando misa de doce. El día en que el pobre no estaba pensó en que el buen Dios se lo había llevado para su causa eterna. Al salir del oficio vio la mujer piadosa al hombre acuclillado en una escalera de acceso al templo. No puedes llegar tarde, le reprendió. Cada uno se debe a lo suyo. Horas en la escritura de una excusa ocuparon al mendigo para que la señora tuviera a bien la renovación del depósito del óbolo, pero las palabras se amontonaban, me esmero, lo juro, dijo en voz alta el mendigo, pero tiembla la mano, se mueven los adjetivos, unos invitan a otros a quedarse y algunos malogran el propósito primero, ah Señor, dame la elocuencia, pero hay días en que escribir es un desquicio y cada palabra parece la primera. El pulmón de las palabras no caduca nunca. La belleza prescribe. Nada persevera. La vida es fuego, poeta, quema hasta el aire en un verso. Las hijas de los gondoleros no saben nada de la tierra firme. Todo es vaivén y cimbreo. Algunas son desfloradas en una nube. Los pájaros observan los pétalos rotos. Caen con parsimonia, todavía se les ve mecerse. Los perros y las tortugas conversan sobre la pertinencia de una metáfora. El numen es un demonio y creemos en el advenimiento del mal. Ha llegado la hora mineral en que todos los muertos serán nuestros para siempre. Cada uno de ellos nos susurrará un verso de un poema infinito. La moneda en la mano del pobre tiene el tamaño del mundo. 

28.7.23

2 aforismos


La fe es la imaginación de la ciencia, su alma transida de metáforas. 

La bondad es la sintaxis del alma pura.

Elogio del presente

 


Fotografía: Francesc Catalá-Roca


Todo lo que lo no hemos vivido, ese infinito pasado y ese infinito futuro, se preserva a veces en la ilusión de que tal vez nos pertenezca si lo pensamos a conciencia y dejamos que la memoria nos dicte un hilo del que tirar o el porvenir nos persuada de la conveniencia de un hilo al que agarrarnos. 

27.7.23

Paz

   


                                                   Vittorio Giardino, acuarela y tinta, 1946


He debido pasar más rato del estrictamente preciso delante de esta ilustración porque cierro los ojos y la reproduzco íntegramente. Hasta percibo el calor de la siesta, ese rumor impreciso que abre los poros del alma y hace que se desee no saber o no recordar y prestarse sin más miramiento a lo que el cuerpo convenga. Si algún día dispongo de un patio en el que el sol entrevere su plenitud y permita el moteado de la luz, perlando el aire de huidizas sombras, no seré más feliz de lo que lo soy ahora, recluido en casa, halagado por la bondad de los objetos que elegimos para que la adornen, consciente de que afuera la vida bulle sin discusión, tal vez con mayor empeño que aquí adentro, pero sabedor también de que podría prescindir un tiempo prudente de lo que quiera que haya afuera, concentrado en la promesa de los libros que me faltan por leer y las películas que esperan que las vea. Por lo demás, envidio a la mujer que no parece haber tenido otra vida que la mostrada en la imagen: parece ajena a nada que pueda perturbarla, permanece con la quietud de quien no espera nada, con la esperanza de no esperar nada, con la certeza de que nada podrá separarla de la intimidad de la mesa con sus libros y de la cercanía de la botella de vino. La silla vacía es una invitación a quien mira. Querrá, sin tener conciencia de ese deseo, que alguien la acompañe. Alguien que beba con ella, que de vez en cuando interrumpa su lectura y haga un comentario frívolo sobre el mar a lo lejos o sobre el tapiz de hojas que tapa el cielo. 

100 canciones / 26 / Downstream, Supertramp, 1977

 Una de esas escenas idílicas que a veces encontramos en las novelas o en las películas románticas es la de los amantes que navegan el curso de un río, en la grandeza del mar o la clausura de un lago en un bote. Él es quien normalmente rema y ella se enternece al observar el tumulto pequeño del agua y la presencia de su amado, que se engrandece a cada golpe de remo. Hablan del futuro, nombran el porvenir, confían en la pureza del amor, que los ha puesto uno frente al otro y los mece con el candor de lo que todavía no ha sido derrotado, de todo cuanto permanece al margen del rigor de la tierra firme. Arriba, el cielo limpio, su azul sin romper; abajo, la perseverancia del agua, su infatigable recado de avanzar. Todo alrededor es quietud, canta Rick Davies. Le dice a ella que es la razón por la que nació, que las estaciones los contemplarán, que su vida solitaria ha acabado, que si los dos creen el tiempo creerá en ellos. Hay cosas que se dicen si uno coge un bote en domingo y navega con quien ama. La vida, al cabo, no es otra cosa. Ojalá fuese únicamente bogar. 

Elogio de la educación campestre


 



Cortijo del Chusco, Carretera Grazalema-Ronda

Fotografía: Fernando Oliva



No tener intimidad con la naturaleza, no haber paseado de madrugada por el campo, ni haber sentido crujir la hierba o escuchar cómo tiembla el aire cuando se enfurece. No tener ningún recuerdo perdurable que yo ubique en el campo ni, a mi pesar, albergar la esperanza de que mi sensibilidad, la que pueda tener, se enamorisque del rumor de la luz cuando invade la paciencia de los árboles o cuando la noche lo impregna todo y el campo se vuelve olor puro, metáfora de algo que no se percibe con claridad, pero que sabemos valioso y a lo que, sin saberlo, nos inclinamos. Amo la naturaleza a la que no me obligo a ir, he ahí la paradoja. Se me ha educado fuera de ella, pero comprendo que únicamente hay salvación en su estancia. La ciudad es una extensión bastarda del campo. Las calles son una insolencia, todo lo urbano es un simulacro. No hay día en que no comprenda que ando el camino equivocado, pero no hay tampoco ninguno en que no me obstine en confiar en que no tengo otro camino sobre el que sepa caminar. Me he criado en la ciudad, se me ha despertado todas las inquietudes en las aceras, en las avenidas comidas de tráfico, en el olor sucio de los cláxones, en la proximidad del asfalto. No hay argumento serio que justifique esta desviación mía, no tengo asidero fiable sobre el que explicar el porqué de mi ceguera. Porque ando ciego, no veo con claridad. Me fascina la luz del campo, la del cortijo de Chusco, en Cádiz, fotografiada por mi amigo Fernando, que es un alma sensible como ninguna que yo haya conocido. Veo ese registro de la luz y lamento todo el tiempo perdido. Siento que no haya tenido una educación campestre. No hay que buscar culpables, no se pueden fijar, darles la responsabilidad de que las cosas hayan sucedido como sucedieron. Es una de esas cosas que no sabe uno explicar o que explica con atropello, sin esmero a veces, como si eludiera un relato razonable o como si pretendiera (tal vez sea eso) tapar ese error interior. Nada de lo que ahora escribo hará que mañana salga de la ciudad (o del pueblo, viene a dar lo mismo) y me refugie en el campo y trate de aliviar o de compensar el tiempo perdido. No haré tal cosa, imagino. Me limito a exponer un desajuste. 

26.7.23

Quédate con nosotros, Señor, porque atardece



Álvaro Pombo sostiene que la idea del amor, como la de Dios, es una tarea imposible. A lo que recurre para armar esa idea fascinante es a la misma esencia de lo humano, que es un eterno aspirar a lo sublime, a lo trascendente, a lo que conmociona, a cuanto no precisa añadido porque está expresado con absoluta eficacia, sin fractura, entera y perdurablemente. Se dice Pombo un creyente heterodoxo, que vendrá a ser uno que tiene sus turbulencias y hace y deshace en su cabeza las palabras con las que se comunica con Él y acaba dialogando azarosamente. Nada que no haga cualquiera, se le hable a Dios o a la mujer a la que amas. Dios, como el amor, es la empresa a la que no se accede de forma voluntaria. Uno no se enamora por voluntad ni cae en el trance de la experiencia divina a capricho de su genio. No conozco a nadie que haya sido capaz de provocar esa injerencia mágica. Y hay quien se despide de este mundo sin haber conocido ni lo uno ni lo otro. Quien no encuentra a su media naranja ni a su dios verdadero y fatiga los días con sus noches sin que ese vacío lo merme. También habrá quien, en la posesión del amor y de la fe, viva en tinieblas, no comprenda su estar en el mundo y se contemple incompleto, varado, zarandeado por las duras tormentas del espíritu. Quien ande siempre alerta, extasiado no ya en el hallazgo, sino en la búsqueda, en el supremo bien de la incertidumbre. No saber, no tener, no conocer, podría decirse, y disfrutar de toda esa dulce inconsistencia del alma. Yo, descreído en todas esas sutilezas celestiales, ahí ando, en la perplejidad, en la serenidad de quien no se obceca en casi nada. En lo demás, en el amor, ufano, en esa plenitud que algunas veces, por intensa, por persistente en el tiempo, todavía asombra. No creo, como Pombo, que sean asuntos imposibles el amor y la fe. Son, en todo caso, meritorios en estos tiempos de fiebre, de vértigo, de zozobra, de inquietud. Acabado Quédate con nosotros, Señor, porque atardece, me siento un poco desvalido. Debe pasar cuando se lee algo y no se desea que acabe, pero, al tiempo, la novela de Pombo me ha resultado incómoda, dolorosa, de una ternura que las que, tras acariciar, hiere. El título es una cita del Evangelio según San Lucas. La indagación filosófica (un suicidio de un prior presentado como una muerte accidental) se adereza de prospección detectivesca, a la manera del Guillermo de Baskerville de Umberto Eco. Expone la novela una crisis de fe en ese convento trapense, que podría extrapolarse a cualquier lugar en el que alguien mire al cielo y se interrogue sobre la fe y sobre la pervivencia del espíritu. La creencia en una estancia superior del alma invita a que se desprecie la presencia pasajera del cuerpo. El mismo viejo argumento de siempre. Pombo escribe con apasionamiento. Dice con prudencia, hermosamente también, lo que los filósofos han dicho, lo que los poetas. El estricto prior, el padre Josefo, no sanciona la risa, como leímos en El nombre de la rosa: su aspiración es de un pragmatismo mayor. A lo que inclina su espíritu, lo que de él quede después de los embates de la realidad, que no es amiga de la fe, es a la obediencia, esa sencilla norma ajena al corazón, guiada más obstinadamente por la cabeza, tan alejada del alma, por otra parte. En esas paradojas, Pombo habla de Dios y del hombre. En la oscuridad, cuando todo es ciega brújula, ¿qué rumbo seguir?, ¿cómo no perderse?. San Lucas cuenta cómo Jesús no es reconocido mientras camina a la vera de sus discípulos tras la crucifixión. Tiziano, Caravaggio o Rembrandt, que recuerde, recogen la escena. Al cortar Jesús el pan de la Eucarístía cuando cenan es cuando por fin saben que ha regresado. El hecho de que no puedan reconocerlo es la premisa fundamental de toda la novela, y de ahí el título. La mística parte de una renuncia para alcanzar una plenitud. Una vez desposeídos, alcanzamos el cénit, la dicha, el todo que antes no atisbábamos. No saber cómo hay que amar a Dios es el hilo que lo corrompe todo. Jesús tenía que desaparecer para aparecer enteramente. Eso dicen las Escrituras. La misma literatura tiene ese rumor antiguo de fe: tiene que perderse y emboscarse más tarde adentro para que por fin irradie todo su esplendor. 



Eligio de la patata

 

Perdonad que empiece a degüello: no sé qué  es la espuma de patata. Entra en lo posible que no me desagrade, caso improbable de que el azar me la sirva en un plato, si es que la espuma se sirve en platos, que tampoco lo sé, pero hay un obstáculo semántico en el asunto. La patata, al espumarse, se desangela. Igual el espumado es la condición más aristocrática del rey de los tubérculos y he aquí a este ignorante tragoncete, al Emilio de buen yantar, demostrando su falta de cintura culinaria. La alta cocina, vuelvo con cuchillo en la boca, con pañuelo a lo Rambo en la frente, me aturde considerablemente. Prefiero la austera frugalidad de la patata sin el atrezzo estrambótico de la espuma y de la deconstrucción. A mí me deconstruyen una patata y entro en un estado de catarsis contemplativa, en un marasmo metafísico que pone en duda la mecánica celeste y las leyes de Newton. Soy de placeres sencillos porque mi habilidad en lo complejo es casi nula. Admito que aprecio lo barroco, la pompa que se enseñorea y se lame en impúdico y hermoso onanismo, pero la patata me la dejan quieta. Al menos dejen en paz a la patata, señores de la alta cocina. No vaya  a ser que ese noble producto de la tierra pierda su sencilla ofrenda telúrica y se convierta en un objeto encriptado, en un efímero trending topic de la cuisine digital.


Al modo en que uno es del Betis o de la cofradía de su barrio  y lo exhibe a conciencia en cuanto tercia ocasión, yo soy de la patata. No se me van los ojos detrás de unas costillitas de cabrito con mozarella y endivias. No me muero por meterme entre pecho y espalda una tempura de faisán a la vinagreta con remolina de ravioli de cigala a la trufa negra. Me niego a perder los papeles delante de una gourmandise de salmón confitado. No lampo por probar una esponja de coco ahumado con caviar de mora hidrolizada. No me va el puré de trufa de verano. No tengo inclinaciones lascivas por un helado de aceite de trufa blanca con gelatina de trufa negra. No estoy dispuesto a pagar ni un euro por un trozo de higado caliente de buey con rape encebollado y caramelo de miel del Ampurdán. Por mi boca jamás entró una mini mazorquita con couscous ni bebí, extasiado, en trance, sopa de tuétano de molleja de alce al turrón salado. Me abruma pensar que me estoy comiendo un medallón de rodaballo salvaje. Y no estoy en contra de esos platos por algún tipo de cerril obcecación sin argumentario. Sé contar las razones de mi aversión. Es la palabrería la que me molesta. Ese esmerado lifting semántico que el cocinero, a medias con un poeta de reconocida sensibilidad, urden para que el plato entre al principio por el lenguaje. Hay quien se engolosina con estos retruécanos léxicos. Quien babea de gusto cuando sabe que está a punto de hincarle el tenedor a una flor de codorniz a la salsa alsaciana. Quien tiene la palabra tempura grabada a fuego en la memoria. Quien no flaquea cuando saca la visa y deja que la alta cocina, el faisán deconstruído y la patata espumada, le esquilmen el saldo a cuenta de la literatura y de ese placer indescriptible de estar comiendo cosas de otro mundo. A mí, ah lector cómplice, me sigue gustando la patata simple, mi noble patata en tortilla, en bendito puré, mis patatas fritas, asadas, hervidas, mimadas en el fuego para que aireen su aroma antiguo de tesoro precolombino. 


La patata, en su humildad, alivió hambrunas; todavía ocupa la mesa del pobre y la llena. El bendito tubérculo, solanum tuberosum en su acepción científica, papa en su versión americana, tomada del quechua, fue vista por primera vez por españoles en Colombia. Así lo registra el cronista e historiador español Pedro Cieza de León en su Crónica del Perú, publicada en Sevilla en 1553. Las sequias y las perseverantes carencias en la Sevilla de entonces hizo que el ecónomo de un centro benéfico de la ciudad hiciera comprar "los nuevos tubérculos", vendidos a precios ridículos por la mala fama que traían. Dieta de soldados y de enfermos, de gente necesitada y de osados paladares, se extendió a Inglaterra y a Italia, con innegable éxito. Todavía hoy surte a quienes no pueden ocupar sus platos con viandas más costosas, que no necesariamente más provechosas. Lo demás es historia de nuestra civilización, también suculencia de nuestro privado condumio. En Polonia, hay unas empanadillas de queso y patata que se llaman pierogi que son sustento popular. La tortilla de patatas española es una bendición del mismísimo cielo. La ensaladilla rusa es símbolo de la tapa gustosa en los bares. El puré de patatas es recurso sencillo para despachar almuerzos exprés. Fritas, al vapor, rellenas, bravas, al ajillo, gratinadas al horno, a lo pobre, revueltas con huevo o a la importancia, la patata es la reina en las guarniciones: ella sola se bastaría para contentar el paladar exigente y alimentarnos con colmo, con eficacia, con sibarita sentido de la oportunidad. 


Posdata:

si alguien tiene a bien contradecirme y sostiene que esos platos de alta cocina, de cocina aristocrática, depurada y minimalista, son la suma teológica del paladar alegre y del estómago agradecido, puede invitarme al restaurante que le plazca y muy a gusto debatiremos sobre estos jugosos asuntos. Afortunadamente soy un espíritu abierto y mis papilas gustativas no están adiestradas del todo y quieren, ay, novedades.

25.7.23

 Por la ceniza se aprecian las dimensiones del fuego. Por el tumulto de la sangre, la de la herida de vivir. fuego y ceniza también.

24.7.23

Elogio de los antiguos alfareros chinos.

 


Los antiguos alfareros chinos manuscribían en la base de sus vasijas y jarrones alguna epifanía de la fe que profesaban, algún tipo de manifestación sobre la verdadera naturaleza de su exacta función en el mundo o de la etérea comparecencia de lo trascendental. Esa firma personal permanecerá con imperecedera vigencia, ajena al concurso de la luz, en el fondo de sus obras. La oscuridad velará la integridad de ese mensaje íntimo, que está a salvo de la injerencia de lo humano y que no está sujeto a las modas y a la fanfarria frívola del tiempo. La paleoliteratura es una disciplina de nuevo cuño y cela tesoros formidables en el poso de los años. En este siglo XXI, problemático y febril, el nuevo alfarero chino escribe en word y registra su prosa secreta en un archivo alojado en un disco duro. Ceros y unos. La nube. Otra etérea manifestación de los tiempos. Los años devastan todos los soportes. Ni la cerámica china soporta con integridad el vértigo de los siglos. El escritor es el hacedor de prodigios, un notario sensible, un alfarero chino que oculta en la literatura explícita la obra verdadera, el propósito de su empresa. También el pintor privilegia en su pintura una intención épica, simbólica, rayana en lo mesiánico. En todo obra de arte, si en verdad lo es, subyace, sublime, una línea de texto secreta, una epifanía. El manejo feliz de estas frivolidades de ocioso libresco procura un júbilo menudo, pero intenso, un distraído espasmo súbitamente alojado en el centro fascinante de un párrafo. Hay caparazones de tortuga como receptores de la sensibilidad del hombre. Datado esa escritura, han determinado que fue hace nueve mil años. En el Sotheby's de Hong Kong se subastaron piezas de porcelana por más de noventa millones de dólares. Tal vez quien las adquirió únicamente buscara un verso de amor, una sentencia mística, un trozo de un fantasma. 




22.7.23

Elogio de un pájaro

  Antes que cántico o salmo o fulgor, 

la luz fue pájaro, ala de sangre primera, 

pulso de vida tentando el infinito. 

El vértigo es el fracaso del pájaro. 

Un pájaro se desangela y desdice 

cuando ocupa el tedio de una rama. 

Un pájaro es la medida exacta de la ambición de Dios. 

La piedra tiene nostalgia del aire. 

El pájaro cree que su sombra en la piedra lo contiene. 

El pájaro ignora la virtud del cielo; 

el hombre, la de su contemplación.


Un pájaro es la sublimación de todas las metáforas. 

Con su delicada ocupación del aire,

 intimando en pureza con la luz 

recién ofrecida al día, el pájaro 

recobra la melodía del vuelo. 

Un palimpsesto, sus alas; 

un pulso obsequiado de gracia, 

una tenue locura en la que se inicia y clausura un loco baile sin término ni propósito. 


No sabemos por qué vuela un pájaro. 

En la limpia certeza de sí mismo, 

impreciso y hermoso, aletea, cimbra, 

adquiere la secreta posesión de esa música sutilísima, 

se concede la licencia del tiempo, 

su desorden lúcido, la verdad 

con la que todo reverbera y muta 

y finalmente se oculta, 

sobrecogido por el ruido, por el cansancio, 

y escribe un milagro de una sencillez 

que sobrecoge a quien lo mira. 


Hoy, al abrir la ventana, un pájaro cruzó la calle. 

De pronto sentí por él una especie de antigua  hermandad. 

El aire fue entonces extensión de sus alas. 

Mis ojos trazaron la acrobacia de su fuga. 

No sé si uno se contenta con estas pequeñas epifanías, 

pero el día abre con más entera hermosura 

si suceden. 

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...