Una habitación de hotel es un lugar robado al mundo, un no-lugar, una especie de limbo, una casa sobrevenida en la que se puede ser otro y regresar después al yo estacionado afuera, dejado al margen por estricta conveniencia de la trama argumental. Una habitación de hotel es un escenario teatral. Nada de lo que sucede posee la consideración de la rutina, todo es extraordinario. Una habitación de hotel es a veces un mundo perfecto en sí mismo. Una ficción. Un simulacro. Basta salir de ella, recorrer el pasillo, ver a los otros huéspedes abrir o cerrar puertas, dejar o recoger sus vidas, entregar las llaves en recepción o entrar en la pequeña cafetería de la planta baja con un par de bolsas o una maleta pequeña para advertir que el vértigo y la fiebre hacen guardia afuera, esperando con mundana paciencia que salgas y te expongas, para cebarse contigo o para agasajarte. Tal vez convenga esa incertidumbre y se desee guarecerse, encapsularse, concederse la intimidad de una de esas habitaciones de hotel y empezar a ser hospitalario con uno mismo, aislado de todos, lejos de todo. Una habitación de hotel jamás tendría que ser un refugio, pero conozco pocos mejores. En el fondo la habitación de hotel es una extensión de quien la ocupa. Lo que asombra es que el cliente pueda ir de un hotel a otro y no sienta añoranza de esas pieles dejadas por el camino. Entra en lo razonable que uno se crea otro cuando se instala en un nuevo hotel. Como si el anterior yo, el que ocupó la última habitación, no tuviese nada que ver con el de ahora, el inquilino de la nueva. También son otras las ciudades, otra la luz de las lámparas o el mobiliario o incluso la comodidad de la cama o las vistas que regalan las ventanas. Una habitación de hotel es un receso del tiempo o una anomalía de la vigilia sensible. Hay quien se hospeda en los hoteles en la desdicha o el júbilo más absolutos. Sabe que al cerrar la puerta y quedarse solo podrá reconsiderar cuanto hizo antes o especular sobre qué hará después. El ahora no existe, el presente no existe, la realidad que nos invade es la menos dolorosa en la certeza de que dura un instante irrelevante, uno que al momento desaparece. Hay quien anhela encontrar la armonía en esos hoteles. Cree que allí se cancelará el vértigo y la fiebre de afuera: crédulamente pensará que el mundo se reinicia cada vez que ingresa en una de esas habitaciones. En una habitación de hotel se puede amar un cuerpo y creer que en ese ayuntamiento está de algún modo la razón por la que fuimos traídos a este mundo. También se puede desamar, aceptar la soledad o pensar en ella como algo propio al modo en que lo es un brazo o la manera en que andamos o dormimos. Puede incluso sucedernos que acojamos el bendito cobijo de una habitación de hotel porque no exista una casa que nos espere o porque, existiendo, no la sintamos propia y malvivimas en ella, huérfanos de la maravillosa sensación de haber encontrado nuestro lugar en el mundo.A diferencia de la casa de uno, la habitación de hotel impregna de fantasmas la estancia. Ya la vida es una estancia de fantasmas. Vives y resides en donde otros vivieron y residieron. Amas lo que otros amaron. Lloras donde otros lloraron. Mueres sin que ese asunto trascendente sea relevante para el orden del cosmos y para la mecánica íntima de la vida en la tierra. Las habitaciones de hotel son como reproducciones a una escala muy pequeña de la realidad que late afuera, pero el hecho formidable es la encapsulación del tiempo, la sospecha de que el reloj se detiene y de que el tiempo, ese bicho cabrón, se mueve (sí, claro que se mueve) pero de otra manera. Ese prodigio justifica la existencia de los hoteles, la vida derramada en ese espacio bunkerizado en donde abandonas la maleta, te duchas, lees la prensa, descansas sin desvestir sobre la cama pulcra mientras la televisión emite información del exterior, fornicas, sueñas, hablas por teléfono a gente que está muy lejos y pasas resacas formidables, de las que merecen poema aparte. No creo que exista tampoco mejor lugar para escribir que una habitación de hotel. Una mesa en un bar, apartada, discreta, que permita ver llover tal vez rivalice con ella, pero no posee la misma intensidad, no exhibe tampoco el mismo rango moral. Lo afirmo y lo defiendo con argumentos rebatibles, pero expuestos con tan amoroso ardor.
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