Hay conversaciones que se aplazan inadvertidamente y cobran en la conciencia un peso mayor y cada vez más dañino. Se tiene de ellas la sensación que no nos interesó involucrarnos y participar con la vehemencia con la que aceptamos y prolongamos otras. También la elocuencia cuenta. No siempre se afina uno, se prodiga o esmera en las palabras, como si nada de lo que hubiésemos dicho antes o pensemos decir después pudiera rivalizar con la que se tiene entre manos, aunque el motivo que la aliente sea frívolo y no suscite la hondura prevista ni por asomo. Es una especie de apatía verbal que agrada en el fondo. Escucho y registro lo escuchado, sin dar a cambio algo con lo que el otro satisfaga su entrega. Hay quien dice que lo que no sabemos hacer es escuchar, que es lo más difícil, a pesar de la aparente sencillez de su desempeño.
18.10.20
Conversaciones
Saber escuchar en ocasiones cancela la cláusula invitada a posteriori, la de saber hablar: no tanto saber, quizá, en el sentido de reproducir un parlamento coherente o hasta brillante, sino desear hacerlo. Darse. Contribuir a que se entabla un diálogo, esa obligación moral y hermosa a la vez. Uno se finge desganado a veces, elude incurrir en hablar por hablar, esa costumbre, aparenta estar, aunque no sea cierto y lo que de verdad sucede es que se prefiere mantenerse al margen, no dar idea de que nos ronda y qué parte de lo conversado nos entusiasma y levanta el deseo de convertirse en actor de esa improvisada trama, no solo espectador, interesado o no.
Qué dulzura de conversación la traída con ligereza y sin propósito, me dice K. Cuánto se echan en falta en ellas ocasiones en que se escogen las conversaciones sesudas, las de peso. Tal vez (matiza) esa sea la razón por la que las evitamos: por gandulería. La pereza es cada vez más insustituible. Se vive mejor en su asepsia perfecta, pero terminará por doler, concluye. Se ha envalentonado y está en la paradoja de hablar de la sencillez sin usar algo parecido a la sencillez. Una inercia. Una costumbre. Es cuestión de hacer lo que apetece, sin más, le hago yo ese reproche. Como si de pronto la conversación se hubiese enturbiado y precisara que se la cancele. Luego concurren a su antojadizo capricho: no se las cuidó y reclaman un lugar. Parecen exigir el aprecio que no se les dio. Tienen vida, se duelen si las herimos, acuden con alborozo si las mimamos.
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