6.10.20

Desmadrarse


                                                             Ernin Scott / Reuters

I
Ya no está bien visto divagar, irse por las ramas, alcanzar cierto tipo de desequilibrio narrativo en el que la periferia de lo contado desbanque a su núcleo duro y trascendente. Ahora hay que ir al grano, se debe ajustar el propósito y recabar las palabras que lo restituyan, las idóneas, sin dar una puntada a la que falte un hilo, evitando en lo posible despendolarse, salirse de madre. Traer a la madre cuando la situación se va de las manos es construcción semántica y moral antigua: incide en la bondad de quien nos trajo al mundo, en su condición de útero protector, en su tutelaje permanente. Es hermoso el español, tiene la posibilidad de modificar su patrón normativo y formular uno nuevo que satisfaga con más oficio las necesidades del usuario. En cuanto le pillamos el truco, nos engolosinamos con esa herramienta recién adquirida y nos desviamos a conciencia, a sabiendas de que hay un punto delincuente y dulce en contravenir los preceptos de la autoridad, qué placer lo clandestino y reprobable, concedernos esa licencia poética. Porque divagar entraña la irrupción del juego, la permisividad con la que manejamos las palabras. Hay que desconfiar de ellas, no dar por sentado lo que dicen, precaverse ante su supremacía, deshacer cualquier posible esclavitud y desbocarse (desmadrarse) con lo que tengamos más a mano. Luego está comedirse. Habrá dos tipos de personas: las que se desmadran y las que se comeden. Uno va a conveniencia de un perfil a otro. Hay días en que escoge exaltarse, bordear el cauce asignado, desafinar adrede. En otros, por corrección sentimental, se inclina el espíritu a la cautela, pero apenas prospera, acaba cansando, no dice nada perdurable, aburre. De hecho, sin entrar en materia, puesto que el propósito del texto es cinéticamente disperso, extraviarse es lo más parecido a la felicidad, permitid que divague. Desmadrado se vive mejor, añade K. Hay un imperativo biológico, una inercia, como si el destino nos marcase una ruta y la recorriésemos con absoluta convicción. En cierto modo, no vale nada de lo que acabo de exponer. No me ha salido un texto desquiciado, he desbarrado poco o nada, me he ajustado a un modo cartesiano de contar las cosas: hubiese sido mejor escribir un poema. La poesía es un alivio para las palabras: allí encuentren la sonoridad que anhelan, tal vez cierta aristocracia un poco descarriada, que ya no se conforma con tomar el té en salones victorianos, entre anaqueles con figuras de viejos soldados y libros de la Vieja Historia, sino que ha decidido emprender una salida al jardín y se ha encomendado la arriesgada misión de encontrar. No finge, no se justifica cuando decide divagar, irse por las ramas, alcanzar cierto tipo de desequilibrio estético o moral o narrativo o intelectual, lúdico siempre. Es hermoso el español, me repite nuevamente K. Te deja merodearlo, admite una franquicia de inconformistas y de insurrectos. Se deja zarandear, no se duele cuando se le zahiere y rebaja, pero ah infractores, no se os ocurra divagar demasiado, desmadrarse más de lo consensuado, abrir la pandora de ese libertinaje semántico en el que todo vale. 

II
En esas divagaciones del seso ocioso de una mañana de martes a poco de partir al trabajo, la imagen de Trump quitándose la mascarilla (épico, falso, ruin) me hace pensar en la importancia de un mensaje bien transmitido y en el peligro de quienes se desmadran adrede y prenden la mecha de la aniquilación (no sólo lingüística, ay), en todos los que manipulan y proceden sin modales ni mesura, destruyendo a su paso, alentando que quienes los fijan como modelo desbarren también. Trump, al saltarse los protocolos, ha escenificado (ese es el verbo repetido) una gesta impropia de un líder (lo es, pese a todo), rayana en el delito, aunque sea iconográfico. Porque está cayendo una bien gorda para que las palabras y los gestos confundan aún más a los confundidos y reine una especie de anarquía sanitaria en la que todos somos víctimas. De ahí que importe a veces comedirse, pensar qué decir, respetar la coherencia de las palabras cuando se matrimonian con armonía y dicen lo correcto, lo conveniente también. 

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