16.3.20

La fatalidad
















Se gana más dinero entrando en un banco a la fuerza, gritando y encañonando a los cajeros que disparando coronas de fósforos en ferias de pueblo, invadidas de paletos con ganas de que les extraigan la adrenalina perdida y les enciendan el morbo animal y puro, el que hace que las pasiones existan. 

La de Annie Bart nace en una barraca y termina a campo abierto cuando la ley les acorrala y deben poner fin a una de esas locas historias de amor a las que solo un trovador ebrio y loco también podría poner música y añadir letra. La melodía es la pólvora y el ruido del Colt cuando percute la bala y esta avanza hasta que muere en un árbol, en un fósforo, o en un cuerpo. El demonio de las armas vive también en el corazón de los amantes. 

El amor fou, el loco, el depravado, el amor pintado ciego de verdad, insensible al mundo y a las leyes que lo gobiernan es el que carga las armas y el que las vacía. El cine está felizmente ocupado por demonios y por amantes endemoniados. El cine negro, en particular, acoge al mal con más ternura, lo trata de explicar y a veces, en ocasiones, lo consigue, aunque al final de la trama los malos caigan en un fuego cruzado o en una emboscada en mitad de un bosque. 

De Annie y de Bart salvamos la escena en que sus destinos se cruzan de una forma ya inextinguible. Caso de que no creamos en la eterna salvación de las almas, incluso aunque estas vayan a pudrirse al mismo infierno, nos queda la bendita absolución por la belleza del amor que se profesan. Una belleza perversa, evidentemente, de más retorcido grumo que la que se estila en las novelitas rosa del diecinueve, pero de las que se incrustan más firmemente en la memoria. Uno prefiere siempre el caos. En el caos se explica mejor el mundo. El orden es una irrelevancia. No se trata de encontrar un razonamiento que explique la malignidad sino del irrefrenable vértigo de consecuencias que esa malignidad trae consigo y cómo la voluntad del bien, de una forma casi abstracta, se declara vencedora,  acompañando (previsiblemente) la caída del telón

La tira de fotogramas, ese fotomatón impagable, narra un mundo absolutamente fascinante. El del mal como un fogonazo que prende en el aire y se acuartela en quien con lo observa. A Bart, al espectador extasiado, le sobreviene un irresistible subidón de feromonas. Es el tirón del apareamiento, la llamada de la sangre. Se aprecian a poco que nos acerquemos y observemos con detalle el aire percutido. Están ahí, en ese aire quemado, impregnándolo todo, izando su retorcida carga de veneno puro. 

El cine negro es un fogonazo en sí mismo. La cara de Bart está sobrecogida por la emoción, por el deslumbre sin argumentos del enamoramiento o de la esclavitud de la sangre, viene a ser más o menos lo mismo. No uno acogido a la prudencia ni tampoco el que se estila en las novelas decimonónicas, austeramente consciente de las trabas de la sociedad, de su constante vigilancia, sino el enamoramiento telúrico, desesperado, emponzoñado ya de inicio, en el momento en que Annie saca los dos Colts y los agita en ese aire quemado, percutido, insensible, sexual. Luego todo se conduce increíblemente hacia la fatalidad.

adenda:
Anoche El demonio de las armas (Gun crazy) me extrajo de nuevo de la realidad. Operación sencilla: no hace falta un adiestramiento previo, basta una leve exposición. El cine es un virus. Estamos a expensas de ellos. Me pareció nueva, a pesar de haberla visto hace unos cuantos años. Creo que hay más cine que debo rever que cine de estreno que no haya visto. Es absurdo. Hay cientos de películas que he visto y deseo ver otra vez. A veces me da pereza la novedad. No sé si será un signo de los tiempos o una evidencia del mío. Que vaya bien el lunes de reclusión. Cuídense. 




1 comentario:

Anónimo dijo...

Hace mucho tiempo que no entro en tu blog. Lo hacía cuando "muchocine". Veo que no has perdido facultades e inquietudes. Me encanta esta película, que no es una obra mayor del cine negro, pero es maravillosa. Me encanta volver a entrar en tu blog. Un saludo.

Andrés Agudo

Pensar la fe