22.3.20

Fingir

No se suele dar bien fingir, se entiende a la primera que quien lo hace ande eufórico o le coma la tristeza, es la cara la que habla, o son los gestos o su parquedad, sobre todo si uno es dado a ellos y se espera en los demás que los tenga. También te delata la conversación. Las hay elocuentes, de sobra sinceras, de las que de verdad tienen sustancia y las hay huecas, de poco fuste narrativo, las que se pueden alargar interminablemente, pero de las que no se extrae nada. Tal vez esas sean las mejores, la edad te hace pensar eso. No es que se finjan, no es que uno las debilite a posta o deponga el ánimo y apenas las cuide, dejando que vayan a su aire, sin que intervenga el esmero, ni el afecto con el que se pulen en ocasiones las palabras. Lo extraordinario es que son esas conversaciones las que sostienen el mundo. Da igual que un P., un vecino te cuente que ayer salió a pasear, compró la prensa (ninguna de esas dos cosas en estos días de confinamiento doméstico) y se encontró con J., y la charla deriva en J., y en cómo J. se separó de su mujer y se le ve en las terrazas con una que nadie conoce, la habrá traído de fuera, relata P., con los ojos grandes como de asombro o de perplejidad, absolutamente prendado de sí mismo, por airear la vida privada de los demás y no tener que sacar a relucir la suya, imagino. No conozco a J., así que escucho la narración al modo en que se adquiere la trama de las novelas, sin entrar en consideraciones personales, contempladas desde una distancia de seguridad, pero nunca la hay, al final caes en la trampa, te perturba la fragilidad de los demás, su descenso a los infiernos o te alegra y te hace llorar su felicidad, su repentino ascenso a la armonía y a todas las disciplinas de la dicha. Lo que hace mi vecino (es un decir, vive dos calles más abajo) es de agradecer. No se puede ser sublime sin interrupción, no puede uno contar asuntos de interés manifiesto en cada conversación, sacar a relucir la metafísica del alma o la tragedia griega o las bondades del amor conyugal. Así que hacemos como P., no es que se finja lo contado, no hay impostación, pero sí un brochazo grueso de simplicidad. No me interesa (pensé) que mi vecino me confiese si prefiere la carne poco o muy hecha o si su hijo pasa muchas horas delante de la pantalla del ordenador, a saber qué hace, me dijo, no sabes con quién habla, qué le cuenta, pero por otro lado no me atrevo a poner la oreja en la puerta, que la tiene cerrada, no está bien, ¿tú lo harías?, y de pronto advierte un ramalazo de franqueza, un repentino vuelco en el manifiesto rutinario de su existencia. Mucho más interesante la adicción cibernética del hijo que el gusto del padre en las carnes rojas. Al final nos conmueve la intimidad ajena, esa parte normalmente ausente, la que no se somete al escrutinio del otro. Nos reservamos las nuestras, no las ponemos en danza, evitamos que nadie sepa de qué pie cojeamos y desde hace cuánto tiempo. Lo del pie que cojea se reserva, cómo podríamos ser tan tontos de exhibir nuestra flaqueza. De ahí que finjamos en lo que podemos, aunque nos delate la cara mustia cuando por lo común es jovial. Estos días de recogimiento hacen que tengamos la sensibilidad a flor de piel. Si pudiéramos salir hoy mismo a la calle, mi vecino P. (es un decir, vive tres calles más atrás) me contaría que no es feliz, que su mujer le engaña con el panadero de la esquina o que él es el que la engaña con la mujer del panadero de la esquina. La cosa es engañar a alguien y poder contarlo. Esa satisfacción.

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