12.3.20

Hormigas

Todas las edades tienen sus perversiones, pero unas agradan más que otras. Lo razonable en este asunto es ir probando, no encariñarse más de la cuenta de ninguna, tentar entonces, convenir la mudanza como herramienta primaria de uso. La cosa es dar con la más satisfactoria: la que cuadre y nos conforte, la que más nos entusiasme. Se tiene una idea equivocada de lo perverso. La han difundido como una desviación, pero no se ha descrito con formalidad su reverso, el que lo explica, el que conforma la senda recta y el comportamiento correcto.

Recuerdo con asombrosa nitidez mi iniciación en este campo fértil. Era yo infante, no cuestiono que bueno en el fondo, a lo oído por otros; era travieso como debe serse en esa novicia edad; era curioso sin abuso, una especie de probador de aventuras, las que por ser hijo único escaseaban en mi feliz casa. Pues fue que cogí una lupa y averigüé una caja de cerillas y un alambre. Faltando las hormigas (eran parte fundamental de la actividad) salí con entusiasmo a la plaza trasera a mi bloque, entonces de tierra, cómplice de tardes de juegos y de pequeños extravíos morales y di con muchas. Recuerdo cogerlas con cuidado y meterlas en la caja de cerillas. Lo que viene después fue absolutamente maravilloso: colocar la lupa en el ángulo preciso, sujetar la cabeza de la hormiga con el pequeño alambre, sin herirla, con alarde de cariñoso mimo y dejar que el sol se la reventara.

No siendo actividad que yo considerara difundible (tenía mi conciencia y mi sentido del bien y del mal, como todos), realizaba esta escaramuza perversa en soledad, no se requería el concurso de ningún público, ni tampoco hacia más tarde recuento de la tropelía, no era una virtud aquel desvarío mío, nada hermoso, nada lírico. Correrías de la infancia, me he dicho después. No sé cuántas hormigas deshice. Tampoco mucho sobre la felicidad de esa conducta desviada. Si me invadía una comezón y se me estregaba de gusto el ojo al observar la demolición del cráneo diminuto de aquellas criaturas o no sentía nada y era solo el capricho de ejercer el mal. Ejercerlo a sabiendas, imagino.

Quizá esté equivocado y solo fuese un juego. Los que se hacen en solitario suelen ser los mejores. No te interrumpe nadie, no se te amonesta si marras, no hay alegre ganador ni devastado vencido. No entraré, por pudor sobre todo, en las perversidades futuras, quién está a salvo de haber acometido alguna, ojalá nadie esté a salvo. De vez en cuando hay que delinquir. No una fechoría mayúscula: las hay domesticas y privadas y dan satisfacciones dulcísimas. Lo de las hormigas no me perturba el sueño. En cierta ocasión se lo conté a unos amigos y resultó que uno también diezmaba poblaciones de hormigas en la plaza de su pueblo. Las metía en una botella de Coca-Cola y las dejaba allí. Tenía la secreta ilusión de que unas acabaran con otras. Que quedase una única hormiga. Gorda y esquizofrénica, caníbal por necesidad. No me acuerdo cómo acababa su historia. Tal vez omitió las partes más cruentas. A lo mejor le dio reparo esa exhibición dañina. Cuando lo vea, lo apremio a que termine de confesarse. 

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