23.3.20

Esparcirse

Una de las manifestaciones de esta especie de redistribución topográfica de la vida es la soledad de afuera. La abundante literatura de ciencia-ficción anticipó ese declinar de la vida tal como la entendíamos. No es que se haya cancelado: lo que sucede es que la hemos transformado, convertido en otra cosa, separada de su ecosistema natural. En breve, si no es ya, entrarán los animales a las ciudades. Lo harán con infinita cautela, tendrán mil ojos, por si hay quien los aleje o los lastime. La escena no es nueva: la hemos visto en televisión. Osos y lobos muertos de hambre que invaden aldeas de montaña. Salvo que vivieses en esas aldeas, no era cosa que alarmase. Se contemplaba con la mirada que la ficción ha ido educando, la inevitable mirada del espectador. Porque la realidad que no nos incumbía era fagocitada como espectáculo, una especie de película extraída de la memoria, como si hubiese sido procesada ya y se nos encomendara de nuevo la obligación de contemplarla, pero ahora no es ficción, no es una trama de un escritor, no es el argumento de una de esas grandes producciones de Hollywood. Es dura la experiencia, mucho. A poco que se piensa con tranquilidad, apartado de la normalidad que pretenden crear las autoridades, a pesar de la cruenta evidencia de los hechos, uno cae en la cuenta de que son tiempos absolutamente extraordinarios. No saber cuándo acabarán hace que la travesía sea menos soportable. Esa incertidumbre no la sobrelleva igual todo el mundo. Hay quien planea una rutina y la acomete con pulcritud, sin salirse una brizna de lo previsto. También quien improvisa. Se nos da bien improvisar. Es el lado creativo, la parte lúdica de quien prefiere la épica, aunque sea una épica doméstica, diminuta, de poco fuste narrativo, escasamente publicable. Dentro de las calles hay más vida que antes, nunca hubo más, tal vez (cuando cese la guerra, así la llaman) recordamos episodios dulces, pequeñas gestas privadas que nos ayudaron a escalar la cumbre de cada día. Se hace difícil llegar a ella, hay días en los que temes flaquear, no tener entereza, dejarte llevar por el tedio. Ayer noche escuché a alguien (da igual quién) decir que llevaba bien el confinamiento, habida cuenta de que él era un hombre sin rica vida interior. Las personas más simples tienen la virtud de sobrevivir: actúan con promiscua practicidad. Se levantan, hacen la rutina de siempre y se acuestan. Incluso son capaces de no perturbarse en demasía si no hay rutina que acometer. Yo mismo, sin diferir mucho del grueso de la ciudadanía, tengo días en los que siento una placentera sensación de fuerza. Todavía no he flojeado, no ha decaído el ánimo, no se lo permito. Avanzo como puedo, hago catedrales con pequeñas piezas mentales que funcionan a modo de ladrillo. La cosa es poder guarecerme después, tener un refugio, saber que hay un lugar en el que poder aislarme. Escribir es pintar el alma, darle color o barniz o sacarla de paseo, ahora que no es posible echar a andar y esparcirse. Qué verbo más hermoso.

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