18.1.19
Dibucedario de Ramón Besonías 6 / O de Ópera
La ópera es la catedral de la música clásica (o incluso de la música en general) y los teatros en donde se representan son también catedrales. No hay disciplina artística a la que no pueda hacer suya la ópera. Uno puede esperar que Dios se presente de improviso en el escenario o que en el libreto tenga un papel de importancia. No hay nada que escape al influjo de la ópera. Se la adora o se la detesta, estremece o aburre. Escuchar una ópera en casa, en tu equipo de música o en la calle, acoplados unos buenos auriculares a los oídos, es como ver una representación teatral en una pantalla de altísima definición: no hay punzada, ninguna hebra del corazón se perturba, no parece que sea a nosotros a quien se cuente una historia. Porque la ópera es literatura a la que se ha añadido una masa orquestal, un coro de voces secundarias y otras de más principal rango, que hacen las veces de actores y actrices en la trama. Entrar en la ópera es entrar en una catedral. Agacha uno la cabeza, admite su irrelevancia, se prenda de la majestuosidad, llora por dentro o por fuera porque de pronto, sea creyente o no, ha descubierto que hay un plan cósmico, una especie de verdad a la que no se le puede dar alcance, por más que abramos los ojos o el corazón. Agacha uno la cabeza, decía, y deja que la música lo impregne todo. La ópera es un género que lo impregna todo. Luego puede gustarte o no, hacer que tiembles de emoción en la butaca (o por un parque y llevas Turandot en tu iPhone) o que bosteces y mires el reloj en la esperanza de que las manecillas se apresuren y acabe la función. Se puede discutir la fe o la existencia de Dios, pero no se discuten las catedrales.
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