29.1.19

Dibucedario de Ramón Besonías 18 / G de Gartantúa




No sabe uno si es más de Pantagruel o que de su padre, Gargantúa. Los dos tienen a veces ascendencia en mi carácter. Lo primero que fascina es su contundencia fonética, esa sonoridad ya poco traída. Ya no hay nombres con esa vehemencia, no se estilan, serán exclusivo festín de aficionados a la novela francesa del siglo XVI (o cervantina, pongo por caso, y, con más atino literario, los que disfruten (hemos disfrutado) de Rabelais, creador de estas dos criaturas extraordinarias, pantagruélicas, valga la forzada redundancia. Tampoco hay fabulaciones en las que se despeña la escritura y se hace zafia y grotesca, no al modo incivil en el que se menosprecia el lenguaje o se escatima la riqueza léxica, sino cuidando con esmero la construcción del relato, mimando a los personajes, dejándolos campar a sus anchas, ir a su antojadizo capricho, convertirse en el arquetipo de lo que precisamente se desea zaherir, que es la moral de la época, su hipocresía, todas las convenciones puritanas de la sociedad en la que vive Rabelais, sabedor (como poco) de la importancia de la literatura como ariete inquisitivo, venenoso. No habiendo caído enteramente en el regocijo de los cinco libros de la saga pantagruélica (por decirlo con doble sentido) me quedo con la impresión que me produjo antaño (hace quizá demasiado tiempo) la lectura de las aventuras (más son las desventuras) de este gigante bueno en el fondo, que arrambla con todo lo que se pone por delante y engulle con absoluta voracidad (en eso el autor es explícito y muy certero) las bondades de la carne y del espíritu. Ahora no hay mucho gigante, los que se dejan ver o hasta los que se exhiben no gastan los rudimentos de los de antaño, son personajes que dan miedo por circunstancias que no precisan del concurso del tamaño, ni del apetito, aplicado el apetito a cualquiera de sus gustosas artes. Son gigantes de otra pasta, por decirlo a la moderna manera: se creen dueños del mundo, lo son en muchos casos, pero sólo desean poder, esa cosa abstracta y abyecta a veces. No quieren zamparse niños en la puerta de las escuelas (que es donde más daño hace la ingesta de los infantes a ojos del pueblo) sino impedir que crezcan o que se eduquen. Perpetúan así su reino, aseguran que su descendencia tendrá el mismo predicamento social. Ahora estoy escuchando de fondo (se oye la tele desde la cocina) cosas de gigantes, historias de lo que dicen y consecuencias de lo que hacen. Yo soy más de Rabelais o de sus hijos, da igual cuál. Al menos tenían buen corazón, no pretendían hacer el mal, sólo padecían los voluntos de su instinto.

Del desorden y la herida / Una novela de nuestro tiempo

  1 A la literatura hay que ponerle obstáculos, zancadillas sintácticas y morales , traiciones semánticas y anímicas. La literatura merece e...