8.12.16

Las rosas de Saramago


Es triste y es cierto que quien ha dado rosas una vez ya sólo puede dar rosas. Se lo leo a Joaquín Ferrer, en su facebook, en un comentario a una fotografía que ha hecho a la figura de una Virgen. Él lo trae de Saramago, al que leí con apasionamiento y del que  me desprendí sin que intermediara una razón sostenible. Hace un par de veranos volví a leer su Viaje a Portugal, y no me fascinó como antaño. Nada grave. La próxima vez encontraré el hueco por el que pasar que ahora no he franqueado. No creo que debamos dar siempre rosas. Hay veces en que las rosas acuden sin que las llamemos, no sabemos bien el porqué, pero prorrumpen, se presentan y hablan por nosotros. Incluso las cuestionamos, bien a pesar de que las haya alumbrado nuestro trabajo o nuestra inspiración. No creemos que podamos estar a esa altura. Se teme ese instante de lucidez en el que uno crea algo que sabe muy bueno. No hace falta que venga nadie y lo halague: hay una constatación objetiva. Se aprecia que hemos encontrado una perspectiva novedosa o muy vista, pero igualmente hermosa, o que la manera en que hemos juntado las palabras (o Joaquín la luz en las estupendas fotos que hace) es la manera idónea de que se junten. Lo que no perdura es la sensación de que podemos volver a afinar así. Se jacta uno de lo leído (que es ajeno) y no de lo escrito (que es propio). Lo sentenció Borges hace cuarenta años y sigue siendo válido. No tenemos a veces todas esas rosas adentro. Damos algunas, las rosas del numen puro, todas esas rosas que Milton trajo del sueño y las impuso a la realidad inexplicablemente, pongamos, sí, de acuerdo, pero no hay quien esté siempre inspirado. Y en cierto modo hasta es bueno que sea así y no haya una iluminación permanente, un estado de gracia perpetuo, ese constatar a diario de que somos estupendos. No hay nadie que lo sea. No se puede brillar a tiempo completo. Una brizna de brillo, un pequeño esplendor valdría. En la intimidad, en ese instante en que el autor habla consigo mismo, llora. Es un llanto de una suavidad que enternece. El llanto privado libera de todos los demás llantos, los públicos, los que te anulan ante los demás, los que te rebajan o te desaniman. Las rosas de Saramago son elocuentes, expresan un deseo que no se aviene a la realidad, la merodea, la mira desde lejos (la mira poéticamente) y luego se aleja. Sólo sirve como frase preciosa. Y la sombra de que lo hecho es de verdad bueno no debe durar en demasía en la cabeza. Zafada la idea, todo fluye mejor, sin la presión de la brillantez, que no sólo debe venir de quien observa, del lector, del que escucha. Lo demás es literatura.

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