En un país en el que se lee tan poquísimo, escribir es una frivolidad. Aquí escribe todo el mundo. Todos tenemos una historia que contar y ganas enormes de contarla. Así que publicar un libro, más que una frivolidad, es una temeridad. En breve, un amigo,
Conrado Castilla, publica un libro de poesía. Es un temerario. Uno al que aprecio, por supuesto.
El libro es un objeto incómodo que amenaza siempre la cordura de su dueño. Si lo lee y se lo cree y lo mima como algo jubiloso puede caer en el error de hacer girar el mundo alrededor suya o, mucho peor, excluir ese mundo y centrarse únicamente el descrito en las páginas.
El libro arroja al lector a una tiniebla perversa de incertidumbres. Lo deja maltrecho, letraherido, que se dice, inhabilitado para vivir con la conciencia tranquila. Tal vez por estas oscuras razones la derecha rancia y montaraz y la jerifaltía eclesiástica siempre han procurado que su feligresía no se ilustre en exceso. No vaya a ser que se vuelvan majaras. Que confundan la vida con el más allá, la belleza con la mediocridad y decidan por sí mismo en lugar de confiar el objeto de su dicha a quienes, más cumplidamente preparados, saben elegir mejor. Si, en cambio, no se lee y el libro se abandona al rigor matemático de las estanterías el mal también es mayúsculo.
El lector en potencia se siente culpable de no acceder al libro, de no obligarse a paladear sus capítulos, sus apéndices, el aroma lujurioso de sus índices. Mi amigo
K. sostiene que en esto de la lectura lo ideal son los extremos: o se lee todo lo que cae en nuestras manos o no se lee nada en absoluto. El término medio, virtud en otros asuntos, es aquí equilibrio romo, limbo estéril en el que nada contribuye a enriquecernos o a embrutecernos.
Durante un tiempo, por razones que no vienen al caso, me limité a leer sólo prensa. Y además los titulares y alguna columna esporádica. Abandoné las novelas decimonónicas, la poesía surrealista, el cuento corto, el ensayo dulcemente espeso. Todo lo hice por las circunstancias. Volver fue una felicidad absoluta. Me embriagaba de libros: ocultaba los pequeños en los bolsillos anchos y profundos de los abrigos de invierno y salía a la calle pertrechado de placeres, consciente de que cualquier momento podría depararme la dicha de un verso o el hallazgo de un pensamiento.
Y no podemos olvidar la belleza. Me sabía portador de la belleza que otros habían inventado para mí. Lo sigo pensando. Todavía hoy, recuperado de ese receso literario, me dejo llevar por el enamoramiento que produce abrir un libro sin saber qué nos va a traer. Si esperanza o si tristeza. Si el amor absoluto o el desencanto total. En mi experiencia como lector, he entrado en un capítulo nuevo.
Me he agenciado una de esas tabletas mayúsculas que guardan en sus tripas libros. No estoy todavía hecho al prodigio tecnológico, ando en la tarea de aprender a manejarme con la pantalla, con ese marcapáginas rojo, con el listado fabuloso de libros tan al alcance de la mano. No sé qué me deparará esta nueva etapa. Supongo que nada en especial. Cambia el formato, cambia incluso mi disposición ergonómica, pero seguirá el placer de la extrañeza, el descubrimiento, los indicios de placer libresco. Sí, ahora los libros no huelen. Pero ayer entré en la Biblioteca de mi pueblo, saqué el cacharro, bien apoltronado en uno de los silloncitos del vestíbulo y me metí entre pecho y espalda al señor
Baudelaire y sus flores del mal. Oh sustancia de mi gozo, oh centro exacto de mi júbilo.
posdata: la portada del libro de Baudelaire no es la que manejé ayer, obviamente. Lo era pero de un modo digital, inaprehensible, desafectado de tacto, vulnerable al olvido. Ay qué perdida soportable.