Hay personas extremadamente sensibles que alcanzan la plenitud estética observando una puesta de sol o escuchando un aria de Verdi. Yo mismo he entrado en esa catarsis prodigiosa y he salido por mi propio pie, aturdido, enfermo, débil. La belleza comparte con el amor esa rara vocación succionadora. El enamorado, al caer en el trance galante, pierde nervio, flaquea, renuncia al foso con cocodrilos y altas almenas vigilantes desde donde antes oteaba la realidad. El enamorado, si verdaderamente lo está, es un tipo vulnerable.
La literatura lleva algunos milenios dibujando personajes convictos de esta causa. Incluso alguno de los personajes más celebrados de esa alta literatura de la que hablamos (y también la baja y la intermedia puestos a tirar de inventario) son individuos a los que el amor ha robado el tino, ha poseído vampíricamente y (por último) ha convertido en guiñapos, en títeres, en sombra de lo que fueron antes de que la cicuta del amor los intoxicara irreversiblemente.
Y la belleza se alía a estos pensamientos y allá donde el lector entendió que hablábamos de amor diga ahora que es la belleza la que mueve los hilos de la trama. De hecho el amor es una forma de belleza que no se conjuga bajo las artes de ninguna disciplina. Está por encima de la pintura y de la literatura, no obedece a los cánones de la arquitectura ni de la escultura, desoye los avisos de la música y a su modo abraza todas estas nobles formas de lo artístico y se expande como una estrella de mil puntas que escondiera trazas de todas.
Al modo en que funciona el amor o la belleza debería también funcionar la fe. Hablé con un amigo que la fe es una especie de deslumbramiento, de repentina traducción de un término precioso al que no dábamos significado. Él concluía que no se puede estabular ese hallazgo. No hay forma alguna de que lo conduzcamos hacia adentro por mucho que abramos cauce y pidamos que entre con todo el fervor del que dispongamos. No podemos evaluar ese impacto emocional. No podemos gobernar lo que la razón no entiende. No podemos (ya por último) llevar la fe a las escuelas, sacarla de los templos igual que no podemos obligar al que gobierna y crea las leyes y las hace cumplir que rija su mandato bajo la óptica de la moral, que es un asunto enteramente regido por deslumbramientos y por convicciones tal vez demasiado íntimas. Por eso podemos quitar crucifijos de sitios públicos: porque expresan ideas particulares, apasionamientos particulares, opiniones particulares. No es porque ofendan a nadie: una cruz no ofende, pero no alcanza a todos, no agrada incluso a todos.
Y así vamos unos y otros, enamorándonos, oyendo arias de Verdi, rezando (quien lo haga) y perdiendo y ganando a cada nuevo día. Yo, que a veces tengo la sensibilidad levantisca y pagana, estoy hoy receptivo. Tal vez esta tarde vea ángeles y me azoten con su verbo como quería el santo Juan de la Cruz. Y si no es así y llego a la cama esta noche con la misma desobediencia mística que de costumbre, me enfangaré en lecturas blasfemas para olvidar esta tentativa de creyente recién iluminado. No caerán tantas brevas. Seguiré perdido, en tinieblas, lejos de la luz, en esta oscuridad tan portentosa, sin que los ángeles susurren en mi oído las palabras exactas que perturben ya de una vez mi ferrea concha de incrédulo. Decididamente me siento a gusto en mi cáscara de descreído. En la descreencia, acéptenme el invento, se vive mejor. Se vive más alerta.
(Al texto justo hoy hace un año le he borrado una inconveniencia sintáctica y le he añadido un par de líneas. Ahora me visto de martes y me voy a trabajar...No está la cosa para descuidar esas formalidades diarias)
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