En cierto modo, acudí a la novela de John Boyle, El niño del pijama de rayas, azuzado por los medios. Esa portada críptica. Ese rumor de cafetería a propósito de las bondades narrativas del libro. Cayó en dos tardes. También leí en un plisplás El código Da Vinci. Y ambas me causaron el mismo estupor, una perplejidad idéntica. La novela sobre los nazis por su moralina naïf a cargo de la barbarie nazi. La novela sobre los vástagos de Cristo por su infame perversión de la tradición judeocristiana. Ni Boyle ni Brown escriben portentosamente. Tampoco aportan rigor en los temas que expolian. El nazismo no puede, en modo alguno, venderse como una epifanía megalómana de unos cuantos que, he aquí el despiste moral, coge al desprevenido niño de un cargo militar y lo arrastra sin que el lector sienta la menor lástima por el infante sacrificado. La ficción pertrechada por este avispado escritor (ahora está en las librerías una versión del motín de la Bounty, detrás igual nos regala el desembarco de Colón en tierras vírgenes) cancela toda posibilidad de empatía porque juega con el ventajismo ofrecido (involuntariamente) por la fragilidad de su contenido. Sí caí en el pecado de ver la obra de Ron Howard y me metí (menos mal que fue en televisión y no gasté los euros en sala grande) la historia del criptólogo Robert Langdon (un lastimoso Tom Hanks). Supongo que lo hice por las mismas causas por las que leí el libro. Pero no voy a ver El niño del pijama de rayas. Pocas películas me han despertado menor interés desde hace muchísimo tiempo. Será (imagino) un film ortodoxo hasta la naúsea. Un artefacto comercial, un tsunami de ventas. Confiscará las escasas virtudes de la idea de Boyle, que podría haber despachado en un cuento y haberlo publicado en algún suplemento dominical de campanillas, y dará al espectador influenciable una dosis de humanidad extra a la que ya traía desde casa de modo que la feliz feligresía salga del cine con esa mezcla deseable de ira y de confianza en el género humano. Sentimientos inyectados melífluamente. Emociones patrocinadas por McDonald's. Una película (y un libro) no creados para la cultura sino para los clientes de la cultura, para las audiencias. En todo caso, como me confesó mi amigo K., en un acceso de ternura literaria, un libro (y una película) recomendable para adolescentes poco duchos todavía en las pandemias que asolan (como viento inclemente) los siglos.
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2 comentarios:
No puedo estar sino de acuerdo contigo, lo has definido perfectamente. Sólo matizaría una cosa: desafortunadamente, la muerte del niño del nazi sí causa empatía; de hecho, es lo que conmueve al lector (eso y no los miles de prisioneros internos en el campo de exterminio!). Y el mensaje no es otro sino la tremenda mentira de que en la guerra (en particular en esa) no hay buenos ni malos; es decir, todos somos victimas y nadie culpable. Idea, por cierto, más que peligrosa porque no sólo evade responsabilidad de quien la tuvo, sino que desarma para que sucesos como esos puedan, sin generaciones prevenidas, repetirse.
Pero oye, magnífico post.
Saludos.
No he leído el libro ni he visto la película. Como dices, suscita escaso interés en mí. Parece buscar el camino fácil para conseguir el aplauso entregado del predispuesto.
Si dispones de cinco minutos, échale un vistazo al posteo que le dediqué hace años a "Shoa"...
http://antarcticastartshere.wordpress.com/2006/05/29/despues-de-todo-puede-que-aquello-no-sirviese-de-nada/
Debes ver "Shoa" si aún no lo has hecho, Emilio.
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