A la vista del estruendo mediático que las Olimpiadas de Pekin han generado, parece un apunte frívolo decir que la ceremonia de inauguración fue esplendorosa. De fondo, al tiempo que los fuegos artificiales esplenden el cielo chino y Zhang Yimou registra el dinamismo, la festividad de los colores y la impresionante puesta en escena de esas imposibles masas de seres humanos movidos con matemática belleza a beneficio del capitalismo moderno, la población del mayor país del mundo se esconde para no desentonar mucho. Lo ideal hubiese sido que las Olimpiadas de Pekin se hubiesen celebrado en Tokyo. Japón, a los ojos occidentales, es más presentable. A los chinos les falta un hervor en derechos humanos, un par de actas que firmar para finiquitar la censura y tal vez dos decenios de capitalismo salvaje para que el turista no tenga un alijo de miedo incrustado en el pecho no vaya a ser que cualquier imprevisto lo meta entre rejas o le convierta las vacaciones en un infierno amarillo. A salvo de las estampas rurales, que son las que hacen decaer la imponente puesta de largo de China para el mundo, las Olimpiadas 2008 van a ser un éxito. No habrá contaminación que las doblegue; tampoco las revueltas de las etnias humilladas podrá vencer el escudo militar que tutela el buen funcionamiento de los atletas, su puesta en acción, el brillo del sudor bajo las cámaras de alta definición. Las revueltas populares, las demandas del pueblo ahora que hay público que los contemple, serán asfixiadas por el ejército, que no es de terracota, pero dará la talla y sofocará el motín. Así que nada que objetar a Pekin 2008. En lo deportivo, una fiesta. Pero afuera, a ras de calle, el país bascula entre los planes quinquenales del comunismo infame y los destellos de néon de los McDonalds y de las tiendas de Louis Vuitton en las calles aristocráticas de Shanghai. Ayer, no obstante, el espectador doméstico, el que se pide el sillón favorito y se pertrecha de refrescos, frutos secos y patatas chips para sobrellevar las cuatro horas de arrullo olímpico, disfrutó del show y aceptó que los chinos son únicos a la hora de mover masas y asombrar a base de sincronismo atlético, trajes hermosísimos de leyenda del siglo XII y colores infinitos ahogándonos la retina en placeres.
Detrás (siempre acudimos a la trastienda para enseñar los trapos sucios, la infamia escondida) está la dictadura, está la pena de muerte ejecutada sin pudor, está la censura digital (aunque las Olimpiadas parezcan abrir nuevas vías y demostrar que va en serio la occidentalización del gigante asiático), está la pobre legimitad de la carta de los derechos humanos, conculcados sistemática y expeditivamente. Detrás está la pantomima de la ceremonia de la aceptación pública. Luego está Bush, el saliente, que ha dicho bien alto que China debe mirar al futuro y fomentar una política de bienestar, que no censure, que no confisque la libertad en nombre de la vigencia y la prosperidad de un partido político único. Él debe haber olvidado el gulag de Guantánamo, ese infierno patrocinado por los votos ciudadanos, que no baja la guardia y prosigue su incendiaria búsqueda del enemigo, su prospección en los límites del aguante humano, su negación de una justicia democrática, su desprecio por la legalidad internacional. Así que todo esto, a pesar de las medallas y del brillo del músculo, tan legítimo, tan noble, es un espectáculo artificial. Podrían haberlo hecho en Tokyo, digo yo. O en Talavera de la Reina, aunque igual estos dos sitios tan alejados y tan distintos también, puestos a hurgar, exhiban totalitarismos, infamias del tamaño de mi perplejidad.
3 comentarios:
Me gusta tu blog!
Agradecido.
China es un escaparate, pero en la trastienda, como dices muy bien, es donde están el montón de inmundicias, la censura, la falta de libertad, las esposas a los disidentes. Yo no voy a boicotear el espectáculo, algo veré, pero estoy desencanto. Me pregunto si, al final, será bueno para todos o el COI, haya metido la pata. Andrés.
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