Alguien escribió una vez que Dios inventó las guerras para que aprendiésemos geografía. Kosovo. Osetia del Sur. Lo malo es que la lección termina cuando aparece el hombre del tiempo y proclama su vaticinio digital. No queda después casi resto de la barbarie que nos han programado para el almuerzo. Si terminamos el plato en la mesa es porque sabemos mantener una distancia con lo que no nos afecta. Y Osetia del Sur nos afecta poco, a qué engañarnos. Puede que las campanas, como decía el novelista, doblen por mí, pero me pilla lejos el tañido y sólo me van a reclutar cuando salpique mucho el desastre. De momento, vivimos a salvo, refugiados en la lluvia de medallas de los chinos y los americanos, al amparo de la sonrisa boba de Michael Phelps y la proeza titánica de Rafa Nadal. Ahí residen los héroes de la patria moral de cada uno. Ya no quedan patrias de las otras. Todas las banderas del mundo las manufacturan en China, como escribía una vez El Roto. Precisamente en China. No sabemos cuándo murieron realmente. La cosa de la globalización ha fundado el territorio mancomunado de la alegría indiscriminada. Importa escasamente que el atleta sea armenio o de las Antillas Holandesas. A vimos el prodigio de Usain Bolt, ese jamaicano de 21 años que carece de picardía y todavía bromea con las cámaras y se toma correr como un juego. El que emula al viento, brazos abiertos, mirando a la platea para ver qué cara pone el respetable con su hazaña. Su récord del mundo en la prueba de cien metros testimonia el triunfo del talento natural. Todos quisiéramos que existiesen superhéroes. El mundo espera que alguien se marvelice, adquiera poderes ultraterrenos y flanquee las limitaciones del tiempo y del espacio, impartiendo justicia y creando (sin la parafernalia y la liturgia habituales) una religión, una más pop que mística, fundamentada en cuatro o cinco verdades incontestables. Una de ellas podría ser la necesidad en creer en alguien al que admiremos profundamente. Sin argumentos. Sin interponer entre las fascinación y la cordura ninguna trinchera. Luego veremos si hay moral o hay ética o hay devoción pura y dura. De momento interesa la fe. No tenemos fe en Osetia del Sur, en sus gentes, en su dolor ametrallado en prime time, pero somos capaces de notar una oleada mágica de satisfacción cuando Phelps se cuelga el octavo oro o Gasol se cuela por la defensa yankee y hace dos puntos inservibles.
El resto de la historia no difiere del resto de las historias de todas las guerras que hemos leído o nos han contado. El villano se confundirá con el oprimido. El derrotado siempre encuentra en el fragor de la contienda argumentos para justificar el dolor y las pérdidas. El hombre es capaz de sobreponerse siempre y es capaz de hacerlo con portentosa eficacia. Por eso existe Phelps: para que de alguna forma entendamos que la esencia del ser humano, allá donde esté, es noble y está bendecida por los astros. Que debajo de la costra de miedos y de odios con la que las milicias del mundo se embadurnan el rostro y los gestos sobrevive el genio del hombre, su inmarcesible voluntad de superarse y franquear, aunque sea a base de rebajas en un ridículo cronómetro, barreras antaño imposibles. Me imagino qué estupendo sería que los gobiernos imitasen a los atletas y se impusiesen empresas de esa envergadura moral. Porque el deporte es un asunto de una moralidad absoluta y establece, con sus reglamentos y sus pequeñas guerras simbólicas, escenarios espléndidos para practicar el desarme total. Al fin y al cabo, Phelps, Nadal, Gasol o Bolt son superhéroes, pero no lo saben y siguen desafiando a Hércules.
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