11.8.08

Gente poco corriente: Te lo juro por mi Aston Martin


I
Siempre sostuve que la literatura nos procura el privilegio de asistir al sobrio espectáculo de las vidas ajenas. El cine indaga el mismo propósito. Lo hacen con el magisterio del talento ajeno, al que nos inclinamos con la devoción de quien, desposeído de la voluntad y de la valía para inventar historias, necesitamos las extrañas. Hasta aquí, el amable lector no pondrá objeción alguna. Se trata, bien en el fondo, de que la máxima de la heroína de las mil y una noches no pierda fuelle y el fluir armónico de los cuentos ocupe el aire y distraiga la mente de (tal vez) asuntos más graves. El Arte consiente, entre sus muchos oficios, el del distraimiento. Armonizar esa vocación con la belleza o con la inteligencia es lo que el espectador (goloso, cómplice, agradecido) nombra como Obra Maestra. En cine veo yo pocas obras maestras últimamente. No se concilia la semilla de lo lúdico con el abono de la honestidad. Se deja ver en muchísimas películas (ingrato este trabajo de escribir sobre lo que hacen los demás, pero ahí estamos y eso es lo que nos gusta) que el planteamiento ya flaquea por ese flanco. Ignoro la razón por la que Steven Spielberg factura mejores películas que Stephen Sommers (pongan ustedes en la balanza el último Indy, incluso defectuoso en su textura, con el cansado ya modelo del sacamomias en sus ya quejumbrosas franquicias) pero imagino que Spielberg posee un adiestramiento creativo extra (digamos), un recurso allá donde los recursos de los demás no existen. Por eso está Woody Allen y está Michael Bay, cineastas ambos. Que sí: que el público del de Manhattan no precisa la tralla pirotécnica del relamido y autocomplaciente director de Transformers. Que está la ópera y están las charangas de las comparsas de mi pueblo y ambos géneros son música. Discurriendo por este camino nos podemos alargar infinitamente y hay siempre muchas cosas que hacer aparte del noble ejercicio de las letras, aunque sean digitales.
II
Al grano: Gente poco corriente está en un término equidistante entre el genio y la mediocridad. Transita con suficiencia por esos márgenes del numen creativo y, puestos a dejarnos querer por uno, casi estaría por decir que salva el escollo y merece un rinconcito (escrito así, con minúscula) en la memoria de cualquier cinéfilo. O al menos el cinéfilo hastiado de bodrios, el cinéfilo asfixiado por memeces, el cinéfilo quemado por la apatía ajena o el cinéfilo (stop) converso en aficionado al cine. Casi que es mejor, en estos tiempos de gazmoñería industrial, ser un aficionado al cine, qué me dicen. Lo de cinéfilo es un oficio que pide mucho, y luego todo son decepciones. Es como si quien nunca ha tenido novia anda buscando una con formas macizas, cara de anuncio de cosméticos y dotado de la misma fina inteligencia que él considera su única virtud, pobrecito. No puede ser. No podemos pensar que todo artista es un artesano. Ni siquiera que todos los que crean son artistas. Griffin Dunne, a bordo de este irregular trabajo, pervierte todo empeño de romanticismo y escora su trabajo a un fatigoso terreno en el que se alía el drama a lo indie (con un arranque más que prometedor) y el pedestre informe de la extravagancia de unos personajes falsos que convendrían a cualquier teleserie tipo Dallas o Falcon Crest.
En esta fractura, se pierde Gente poco corriente. Ahí naufraga lo artesano o lo creativo, y se manifiesta (con incluso un punto de frescura) la opereta circunstancial, el amaneramiento de las formas clásicas. Si un Douglas Sirk hubiese cogido este asunto tras la cámara tendríamos (a beneficio de Almodóvar y otros cuantos locos más de este genio del cine) un profundo drama de clases, una de esas historias sin tiempo ni espacio en la que los actores se fatigan en cada plano y el espectador, arrebujadito en su butacón, sufre los embites del dolor de lo humano. Aquí nada humano duele.
La tropa de hedonistas que fatiga su aristocrática existencia entre buganvillas, sesiones de masaje tailandés, esnifadas del Magreb y sofisticadas fiestas en el jardín (al más puro estilo inglés) exhibe el corazón, deja entrever un poso de sentimentalidad, pero terminan arrastrados (como si fuera una novela de Balzac o de Zola), descarriados, arrumbados al limbo perfecto del dinero, entretenidos en escaramuzas libidinosas más que ocupados en bosquejar una cartografía del corazón, conscientes de que la vulga pasta ocupa plaza allá donde tal vez deba reinar el alma. A todo esto, el film arranca portentosamente: da cuenta de los razonamientos de las clases sociales que luego va a enfrentar, esto es, la madre frágil, toxicómana, lírica en su belleza tardía, y el hijo intelectualizado, pequeño artista de su abandono, que comprende que el nuevo mundo al que han sido invitados (la mansión del amigo de la madre) puede analizarse bajo el prisma antropológico con el que la cinta abre su metraje y al que no abandona ya nunca.
Los ricos maduran de forma distinta, se deja oir de fondo. La obra de Dunne no se hace responsable de sus personajes: hay una distancia de seguridad en la que el director (que también escribe) formula su asepsia narrativa. No hay juicios; tampoco tregua en el limpio proceso de disección de la moralidad de sus hijos. Al final, derrumbando el buen tono, se enfanga en un aburrido capítulo de venganzas, lances de honor e investigaciones privadas que lastran el conjunto o, si se quiere, lo arruinan casi completamente. En todo caso, así me lo pareció. Asistir a las vidas de los otros no garantiza que discurran como uno quisiera, salvo que sea uno mismo quien las escriba, las mime y las airee al mundo a beneficio de ociosos. Yo sigo siendo uno enorme.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy ajustado comentario, don Emilio. También en mi blog salió malparada esta insípida radiografía de un contraste de clases que no supera lo peculiar de su premisa. Todo lo que va después de los créditos iniciales es tan irritante como aburrido, con un final de espanto. Me quedo con Diane Lane, con maduras así no sé qué coño pintan las jessicasalbas, las sarahmichellegellars y demás niñatas de Hollywood. Hasta demacrada tras una sesión de aspiradora (nasal, me refiero) me parece commestible de pies a cabeza. Un lujo de señora, al que esta pelicula fallida no hace honor.

Un saludo!

Anónimo dijo...

Me parece que tu afición es compartida por cualquier con dos dedos de frente , cinéfila o no. Jessicaalbas varias son divas impostadas, fácilmente convertibles en sueño húmedo de adolescentes. Luego la edad impone sus vicios. Donald Sutherland es un pedazo de actor, cambiando de tercio.

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