Ahora que El diablo viste de prada se anuncia en las paradas de los autobuses , con su tacón homicida, con su belleza limpia de reclamo perfecto, he vuelvo a ver Pret a porter, la cinta de Robert Altman que lejanamente se asoma por el mundo de la moda retratado en la peliculita de Meryl Streep tan ( valga la redundancia ) de moda.
No me encandiló en su día y la revisión de anoche remachó la poca querencia que despacha mi memoria hacia este film. Muy cierto que Robert Altman es un director de altura que ha dado films muy notables,Mash, Tres mujeres, El juego de Hollywood, Cookie's fortune y, sobre todo, Vidas cruzadas, pero aquí ha patinado en exceso, aunque se haya rodeado de la crema del mundo de la pasarela y haya retratado con vigor y con cierta excelencia de estilo sus trapicheos y sus mezquindades, su poder y su gloria. Lo que no tiene Pret a porter es guión. No se ve por ningún lado, y eso es un pecado enorme para una película. Es un pecado enorme que una simple conversación de vecinos en una escalera carezca de guión. El guión es la carne que hace que el esqueleto no se caiga al suelo. El guión, en la narrativa fílmica, es el referente absoluto. Uno puede encontrar encuadres portentosos, una fotografía sublime, unas interpretaciones que rozen la perfección, pero si no se cuenta nada la atención se va perdiendo, y entonces no asistimos a una película redonda sino a unas imágenes más o menos bien trabadas que consienten que puedan, en ciertas circunstancias, ser nombradas con el genérico nombre de Cine.
Robert Altman, en Pret a porter, no hace (pues) Cine: hace una película donde salen Sofía Loren, Julia Roberts, Kim Basinger, Marcello Mastroianni, Tim Robbins o Stephen Rea y donde un cohorte celestial de maniquíes de peso lucen palmito y se codean con actores de relumbrón.
Debajo de este traje tan costeado, hay huecos enormes: son tan grandes que unos se solapan a otros y forman un huecos mayores de modo que durante mucho metraje lo que vemos es un páramo, un erial, un paisaje lunar en el que un director con competencia absoluta y prestigio bien merecido salda con brío cuentas que desconocemos con el mundo de la moda. A fin de cuentas, lo frivoliza, lo ningunea, lo escora hacia los límites de la estulticia.
Pret a porter es amoral y es ácida porque algo tiene que ser o porque el talento que hay detrás debe evidenciarse en algún rasgo distintivamente intelectual.
La poesía coral de Vidas cruzadas ( Short cuts en su original inglés ) se desmembra en Pret a porter en unas rimas de borrachera que cuatro amigos con cierto bagaje literario componen para entretener el camino de regreso a casa. Todo cuanto en Vidas cruzadas supo a aire fresco, a novedad interesantísima, Pret a porter es aburrimiento. No puede entretener una cinta en donde no sucede nada o en donde sucede muy poco: además lo que pasa interesa relativamente.
HUbiese querido Altman que la película fluyera por el derrotero policiaco que principia la escena en la que muere el representante sindical de la moda en París y a la que el personaje de Mastroianni, atónito, asiste, pero obvia todo el material del cine policiaco y se adentra, con violencia casi, en el terreno de la comedia abrasiva y burbujeante, dando paso a un vértigo de banalidades que no llenan el apetito del amable espectador, salvo que haya visto últimamente poco cine o salvo que sea un voraz devorador de artefactos sofisticados, huecos y olvidables.
El norteamericano Syd Field, autoridad reconocida entre los autores de manuales de escritura de guiones, establece unas normas para su escritura: cada página de un guión equivale a un minuto de proyección en pantalla. No imagino que Pret a porter tuviera 130 páginas en su guión. Ni mucho menos. Alguna hay deslumbrante, eso sí: ese inicio en el que Altman nos enseña un escaparate reventón de marcas increíbles y de moda de altura, pero no estamos en París, ni en Niza. Es Moscú.
Robert Altman, anciano, quejoso, con esa mirada de viejo mala leche que todavía cela tesoros, talento e ingenio como para enamorar a nuevas generaciones y merecer al aplauso de quienes ya le tenían en estima no dio en la tecla, se resbaló: retrató un mundo difiícilmente retratable, a pesar de los fogonazos, los flashes sean su abono diario.
Imagino a un Blake Edwards de su buena época a bordo de este encargo. Bastarían 80 páginas de guión, esto es, ni hora y media de cine, pero a mí es que Blake Edwards me gusta mucho y lo veo más incisivo, mucho menos heterodoxo que Altman, preocupado en demasía de no contentar a muchos para contentar muchísimo a unos pocos. Los leales. Los que le doran la píldora. Yo se le doré en Vidas cruzadas. Y ese argumento tenía tres horas de páginas.
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