28.12.25

Viva San Benito


 


Se atribuye a Diderot lo de que es tan peligroso no creer en nada como creer en todo. Entre la incredulidad y la fe ciega, una parte se inclina por la fe, no cualquiera de las muchas que se puedan profesarse, sino una hecha a conciencia, de las que pueden reformarse, dejarse vencer por un viento o ceder, sin rechistar, a otro que la meza o la tumbe. Yo creo en la siesta. Lo hago con absoluto convencimiento. Cuanto más me prodigo en ella, más me felicito, con mayor encomio me aplico a festejarla y procurarle todos los elogios, los más sentidos, créanme, que se me ocurren. 

 

Hay quien sestea por mera inercia, sin que intermedie la voluntad. no es algo que se prevea, ni siquiera concurre el libre albedrío, ese constructo de la filosofía a la que no se le ha dado todavía un consenso teórico. Sestear sin motivo o por dar con algo que la intemperie de la vigilia no procura, por más que se obceque el interés. Hay quien cae en la siesta por un imperativo físico. Creo que en mí se mancomunan felizmente ambas categorías. Puestos a inclinarme por una, si es que tuviera que ponerme en esa frívola tesitura, escogería la del desvanecimiento, que pivota entre la una y la otra y no toma partido por ninguna. Si se me preguntara qué tramo del día es el más favorable para que mi entera disposición orgánica flaquee poco a poco y acabe por difuminarse elegiría el que precede al almuerzo. Es llegar la sobremesa y el cuerpo sufre un dulce deliquio del que a duras penas se sale y, llegado al caso, del que no es preciso salirse en modo alguno. Se embebece uno en ese sopor dulcísimo, se le da sentido a lo que antes no había manera de que lo tuviera. No entro en el tiempo aplicado a congraciarse con ese arrobamiento puro, pero no discutiré si alguien se excede o le basta un breve apartamiento de la realidad. Basta una de esas cabezadas que reparan el organismo (y da igual cómo de roto ande) y lo reconcilian con el trajín vespertino. 

 

Las consideraciones logísticas de la siesta no son relevantes. El que la toma en sillón posee la misma dignidad que el acostumbrado a despacharla en cama. Hay siestas excesivas que perturban la dispensa del sueño nocturno, pero qué placer llegar a la noche sin que el sueño atenace y poder amarla con vehemencia. Es pieza común que el afectado por estas libranzas excesivas tenga la vigilia alborotada y no sepa en qué plazo del día se encuentra. La siesta larga es inconveniente, suelen decir, por más que el apetito incline a su uso. La corta tiene una impertinencia similar: no cumple con el cometido que se le encomienda, deshace más que arrima, deja en ocasiones el cuerpo en un limbo del que cuesta evadirse. Advierta el lector curioso que no es del sueño propiamente de lo que aquí se trata, sino de una de sus más elogiadas disciplinas, la de la interrupción de la actividad intelectual. 

 

Tiene la siesta el predicamento antiguo que la hace casi patrimonio inmaterial de la humanidad. Quien la reprueba lo hace con desconocimiento o porque, he aquí el argumento irrebatible, tenga ocupaciones y no pueda echarla. Yo mismo he vivido eso: querer perderme y no saber cómo, anhelar echar la persiana de la cabeza y no encontrar la manivela que la cierra. Eso de tener un sueño monofásico (dedicar un periodo largo en la noche a dormir y no habilitar un receso en el decurso del día) está incluso reprobado por los neurólogos. Sostienen que muchas de las enfermedades cardiovasculares concurren con más frecuencia en los que no duermen siesta. Quedemos en que no es capricho, ni veleidad ociosa. La siesta es un privilegio asequible, una concesión hedonista al espíritu, por doquier afectado, afligido en ocasiones, al que se le deben las más altas consideraciones y el esfuerzo menos remiso. 

 

La famosa regla de San Benito, la de dar descanso al cuerpo a partir de la sexta hora, en palabras latinas la del mediodía, tiene acérrimos adeptos todavía. Esa es la dulce etimología: guardar esa hora, esto es, sextear o sestear. Las indicaciones médicas, algunas habrá, todas inconscientes, ignorantes, la prescriben y pienso yo que no deben hacer mella, sin llegar a desoírlas claro está: hay que escuchar al galeno cuando nos conmina a obedecerlo y obedecer sus máximas hasta que lo que está en juego es la salvación del propio espíritu. Entonces, salga el sol por Antequera, el inclinado a reprobar sus dicterios, deberá hacer lo que le dicte el corazón. El mío sabe mucho, le he enseñado bien. Podemos aligerar la ingesta en el almuerzo, no abusar del alcohol en ese tramo o no caer en hacer que sea larga y nos amodorre en demasía, pero no podemos claudicar, abandonar esa bendita rutina. Creo que hasta ennoblece a la vigilia que sustrae. 

 

Una vez que uno ha emergido de esa exquisita postración de los sentidos, la realidad brilla con más fulgor, las palabras se entienden con mayor hondura, hasta el corazón (que es el albacea de los sueños) late mejor. En unas horas procederé a dar cuenta de la del domingo, que es día limpio de ocupaciones. Ojalá no la estropee el azar, afición que frecuenta y contra la que no tenemos herramientas que la aparten. Que tengan ustedes la que deseen. Ya saben, no abusen. Si lo hacen, busquen con qué entretener en las que no tendrán más remedio que trasnochar. Ese es otro verbo al que tendremos que acudir en breve. 

 

Viva San Benito, proclamo en alborozo. Contra la idea de que la pereza (o la siesta, no quiero salirme del tema) no es asunto del que alardear está la de que quien la ejerza precisa vanagloria, ese puntito de orgullo que la fortalece y al que más tarde recurrir, siquiera melancólicamente, cuando nada invita a que acoja y conforte, todos esos momentos de agitación y de tumulto que tanto abundan y tanto lastiman. La pereza es una bruma confortable de la que se tiene la impresión de que no se le da el debido desempeño, mucho menos la solemnidad que otras disciplinas de lo humano exhiben. Contra la voluntad de cumplir se encona la de desatender su requerimiento, la de desobedecer, la de concederse un momento (que sean muchos) de pura, legítima y gozosa desobediencia. Me voy a echar una siesta. Haré sangre al sillón, dicen los más entusiastas.


22.12.25

El vino de las letras




En un revelador opúsculo sobre las bondades del vino, el vino entre otras varias sustancias tóxicas, Charles Baudelaire refería la existencia de cierto caballero bien pagado de fama que, a lomos de esa vitola de popularidad, escribió un libro insulso sobre gastronomía en el que consideraba al vino como un licor que se hace con el fruto de la vid. 

Baudelaire, encendido, tocado en su fibra más sensible, escribe a su vez cómo leyó y releyó esa breve obra en busca de algún párrafo que agasajara más enteramente a su yo bebedor, la parte del escritor que se expresa untado de éter, pasado por el fiable embudo del alcohol. 

Buscaba Baudelaire pliegues en el texto, indicios de que el autor exaltara ese fruto divino de la vid y contaba, aparte de las virtudes clásicas, sabor, duración en el paladar y todo eso, las más específicamente químicas, etílicas, las que intiman con el bálsamo, con la toxicidad, con el punto etílico (digamos) desde el que abordar el acto creativo en la condición más cómplice. 

Quería el poeta de Las flores del mal encontrar un compañero de experiencias y no un mero oficinista literario que no indagara en la naturaleza mística del vino. 

En el vino se encuentran el cielo y el infierno, el recuerdo y el olvido, el equilibrio y el vértigo, la luz y también la sombra. 

Con tanto ardor se entregaba Baudelaire a su consumo y a tan formidables paraísos de lucidez literaria le conducía su ingesta que la apatía de los demás a la hora de describirlo le parecía un acto casi delictivo, una falta de entusiasmo punible. Algo así, en otro orden de las cosas, imagino que defendía Charles Bukowski. Da lo mismo París que Manhattan, el siglo XIX o el XX. 

De lo que hablamos es del poeta inconforme: hablamos del creador en estado puro, abierto sin dobleces, consciente de que escribir exige un peaje o, dicho de otro manera, que escribir sobre la vida en la frontera requiere vivir en esa frontera. 

El vino (en extensión cualquier sustancia embriagadora o alucinatoria) predispone a esa travesía por los límites. 

Uno ha escrito mucho, ha escrito sobrio y ha escrito ebrio (y como no es Baudelaire ni Bukowski) se recata en lo posible y deja libre al creador en perfecto estado de revista química. 

Son los años. Está uno a vuelta de muchas cosas y, también a cuestas con la edad, ignorante en otras, aunque acabemos entendiendo a Baudelaire, que reivindica lo que le es más suyo y se indigna (quizá sea eso, indignación pura y dura) ante la simpleza semántica y la baja estatura de contenidos de quien en un libro de gastronomía únicamente se refiere al vino como un líquido que da la vid. Pero la historia del Baudelaire enfebrecido me hace pensar en cómo nos las gastamos en estos tiempos cuando un compañero de profesión (amateur o profesional, curtido o lego) se nos enfrenta al expresar opiniones diametralmente opuestas a las nuestras. 

Me pregunto, al hilo de Baudelaire y del vino y de la discrepancia en asuntos capitales, si la nómina de críticos que escriben sobre cine no se maneja con más soltura y alcanza más esplendor poniendo a parir Avatar, caso de que les repatee su osadía técnica, su llaneza argumental, que glosando la excelencia plástica de Burton o las profundidades éticas de Haneke. 

Y me cuestiono si no sería justo entrar a matar (todo muy metafóricamente expresado) cuando un señor crítico, uno a cargo de una tribuna de fuste, expresa opiniones peregrinas, da por verdad lo que sabemos que no pasa de una engañifa vulgar y vende humo a precio de esencia. Lo que en el fondo esos escritores están estimulando es la creación de una figura hasta ahora inusual en el panorama cultural de un país y que consiste en el mal lector. 

Se critica con frecuencia que se lee poco, pero se debería hacer énfasis en la idea de que no es importante la cantidad de lo que se lee sino la calidad de lo leído. 

Se buscan escritores inteligentes y se busca (al tiempo) lectores que no vayan a la zaga. Igual que el bueno de Baudelaire graznaba cuando ninguneaban a su bendito vino, así yo me encrespo, me enervo, me irrito y acabo transformado en una bestia espídica cuando desciendo al pozo sin fondo de la sacrosanta televisión y hurgo en la parrilla de las cadenas, en ese lodazal en el que sobrevive una especie en alza, la del programador televisivo, un tipo ufano de su condición de sacerdote de la cultura de calle, iluminado por un partido político del que recibe las consignas necesarias para no excederse ni arredrarse jamás y discurrir a medio gas, sin mojarse mucho, sin aparentar dejadez ni exhibir un entusiasmo inconveniente, en las aguas procelosas de lo que la cultura oficial ha dado en llamar progreso. Yo todavía no entiendo muy bien en qué consiste. Manejo datos, conozco textos, intuyo razonamientos, pero sospecho que a medida que avanzamos en lo tecnológico y adquirirmos destrezas digitales perdermos algo precioso, algo en lo que se ha sostenido la cultura de un par de milenios de Historia: el arte, ese glorioso imperio de belleza al que no ahora (en prensa, en televisión, en cine, en museos) reducen a un párrafo de compromiso. Como el del vino que molestó tanto a Baudelaire. Yo creo que estamos bajo amenaza. 

Las generaciones por venir no sabrán quién es Samuel Fuller ni Francis Bacon. No sabrán nada de Woody Guthrie ni de María Zambrano. Nada de Charlie Parker. Ni de Bertold Bretch. Los anestesiará el prime-time, la cultura de masas, el contenido sin pulir, expresamente diseñado para ganar adeptos, espectadores cómodos, que nunca peligrar su disfrute porque no se arriesgan a buscar más allá de los productos que han sido testados previamente y que los jerifaltes del márketing venden con la certeza absoluta de que funcionan a pesar de la crisis y de las extremidades bastardas de la crisis. Pero nada de Parker ni de Bacon. Nada de Fuller ni de Bretch. Todo aseado y seguro, limpio de riesgo. 

El mejor viaje se hace en pijama, en casa, en la cadena en la que confiamos, en donde hasta los anuncios son de nuestro entero agrado. En donde nos inoculan un conformismo estricto, pero invisible. Son tiempos de prudencias y de censuras. Este estado del bienestar es un constructo aseado, presentable, que no se permite mayor gesta que la de dar lo que se espera, la de llamar a las puertas que nos indiquen, de entrar a donde se nos espera.

21.12.25

Una flecha de oro II

 De haber sido siempre yo, ahora no sería quien soy. No hay una mismidad, un ser enteramente reconocible, trazable, previsto. No tengo certezas sobre lo que sea que se haya ido creando en los años que me han sido concedidos. Si mañana muriese, ojalá no ocurra (no tengo prisa en irme desvaneciendo), qué me faltaría por hacer, me pregunto, pero no es esa la pregunta fundamental, ni mucho menos. Es esta: qué he hecho, a qué he inclinado mis anhelos, cómo ha progresado mi ser en su fluir peregrino, un poco ajeno a veces, hasta el momento actual, en el que poco antes de salir al trabajo (cinco minutos paseando) me he envalentonado y decicido a hacer cuentas de mi trasegar antiguo y del corriente. Y no sé qué argüir, con qué mimbres hilar el cesto, cómo despachar todo lo que fue, lo que está siendo, lo que se pertrechará futuramente. Yo creo que la única palabra que debería tatuársenos es futuro. El futuro es donde no hemos estado. No hay lugar al que debamos procurar más hondo afecto que el incógnito. Lo que no debe ser tenido en cuenta es el pasado, digo esto con colmo de prudencia y abierto a debate, pero es al que acudimos, sobre el que edificamos el presente, que no es relevante en ninguna circunstancia o lo es de un modo pasajero y huidizo, volátil y frágil, y es al que le damos rango de mando en la plaza del tiempo.  No somos del futuro porque no nos interesa especular. Preferimos tergiversar (reescribir el pasado a nuestro beneficio) o dejarnos llevar en el ahora, que es una estación propicia para la levedad. Somos así, leves y confiados, sin otra metafísica a la que confiarnos. En cierto modo la religión nació para responder a las preguntas trascendentales que formula el futuro. Está el dónde iremos y el qué será de nosotros cuando ya no haya cuerpo que nos sostenga, pero también están las otras cuestiones, las del origen y las del porvenir, las de saber si en verdad todo esta trama antigua responde a una trama mayor, si es un bosquejo rudimentario de una realidad a la que todavía no nos han conducido o si es una extensión del azar al modo en que lo es una manzana que cae de un árbol, cayendo ésa, precisamente, y no otra que pende a la vera. Somos teólogos sin que exista la necesidad de la divinidad, pero la buscamos afanosamente en la creencia de que si damos con ella, si de verdad construimos el concepto de Dios y lo acogemos pecho adentro, seremos más felices o nuestra vida realizará su trayecto con un reposo mayor, sin el miedo al vacío, sin la angustia de la idea del fin, que yo adoro, por otra parte. Duele pensar en aquel pasado que un día fue futuro, escribió Miguel Cobo, pero la realidad siempre nos desoye, no está al tanto de nuestros júbilos o de nuestros quebrantos. Digamos que va a lo suyo, sin caer en la cuenta del público que asista al desarrollo de la obra. No se nos permite entrar en escena, solo vemos cómo se van sucediendo los diálogos, cómo se cambian los decorados entre un acto y otro, y sabemos cuál va a ser el final, que suele coincidir con la caída más o menos dramática del telón. Es eso lo que nos zarandea, aunque nunca lo veamos de cerca o solo podamos verlo una vez, una póstuma vez: el telón. Cuando cae... Es de lo hondo de lo que hablamos, si es que alguna hondura puede haber en estas palabras, y de lo que lo hondo nos va diciendo, como un cante, de esos de la tierra, que son trascendentes, que hablan de lo insondable. La metafísica de la que hablé yo, la flecha de oro. Porque hay que ser metafísico sin interrupción. 


Microficciones



Tengo necesidad de leer (vale releer) microcuentos de cuando en cuando. Hacen que encuentre en lo pequeño toda la opulencia de lo infinito. Me fascina, más que ninguna otra circunstancia, la posibilidad de que el milagro del cuento suceda en un parpadeo, en una especie de miniatura que, al modo de las matrioskas, se expande y adquiere la notoriedad de una novela apenas esbozada. Como si el autor, al dar con una idea maravillosa, se hubiese conformado con el apunte meramente argumental, una especie de resumen de la misma sinopsis narrativa que, a su modo, lo contiene todo, lo expresa todo y nada sobra ni falta. Vuelvo al "Cuento de horror", de Juan José Arreola en esos momentos de mono de lo breve. Todavía puedo transcribirlo de memoria.  «La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones». He escrito microficciones con la voluntad con la que a veces se pone uno a encontrar aforismos. De hecho, muchos de los que se me han ocurrido podrían haber pasado por cuentos de lo breve. No sería capaz de recordar ni uno solo si se me pidiera traer ahora alguno. No son ni fantasmas siquiera. Tampoco yo el paisaje de esas ensoñaciones. 

16.12.25

Nihilistas, pícaros, vampiros, subliminales, nacionalistas, poetas

 


Niña torbellino, no pongas tus ojos de nácar y tomillo en el nihilista. No hagas aprecio a sus carantoñas. Son todas falsas, están pensadas sin que intervenga el aplomo ni la responsabilidad, siguen un propósito, carecen de moral alguna. Un nihilista puede llegar a poseer cierta capacidad para encontrar un sentido a su proceder, aunque lo deseche nada más adquirirlo y ni siquiera recuerde que fue suyo y lo besó en la boca como si se acabase el mundo. Un nihilista no se casa por amor, se casa cuando se le enferma la madre o cuando un arrebato de humanidad le hace ver que la soledad es un losa y él está debajo o por algún anhelo luego lamentado de arrepentimiento o de contrición o por la injerencia de unos padres convencidos de la bondad de la institución conyugal. El nihilista dedicado a tiempo completo a su oficio no puede entablar relación emocional con nadie. Hay un momento en que se distancia de quien alguna debilidad hizo que se arrimara. Un nihilista que contraiga nupcias guarda intenciones aviesas, no se le puede mirar como a un novio tradicional: el novio amante de su amada, el novio entregado al amor, el que se pierde en desvelos y vive con entrega y puro encomio galante. El nihilista únicamente se entrega a su causa, al vacío de su espíritu, al pesimismo puro. Un mecanicismo logarítimico hace de los valores inmutables asunto baladí, si no caótico, de escaso afecto por la racionalidad y el compromiso con los semejantes. Del nihilista espera que sancione cualquier postulado universal y se recree en consideraciones de escaso o nula raigambre moral. No sabe el nihilista qué hacer, cómo posicionarse o, en casos puntuales, posee un paradójico sentido de las causas y de los efectos, aunque se desdiga a poco de adquirir un cierto grado de convencimiento. De ahí que pueda malogar un amor puro y abrazarse a otro de una pureza similar.


 Tampoco, oh, niña mía, niña torbellino, te acerques al pícaro. Te escribirá endecasílabos de pezón a pezón, tatuará el padrenuestro de sus próceres con ortografía errada en la cara interna de tus muslos. El pícaro se quintaesencia en la burla y en el doblez. A todo arrima su ausencia de escrúpulos, en todo aplica su fantasía de timos o estafas. Sardónico, tibio en asumir la responsabilidad de su malandanza, el pícaro es especie que se sublima en la desvergonzonería, pudiendo ganarse la simpatía de cierta audiencia ávida de conocer personajes inteligentes que compendian en la sátira el anhelo humano de engañar antes que ser engañado, de burlarse de cualquiera antes que ser burlado. Se jacta el pícaro de hacer cuanto suponga un beneficio, sin caer en la cuenta del daño que inflige o de la licencia de la que parte para el desempeño de su embaucamiento. Los más duchos en el oficio jamás alardean: no se saben quién pueda estar escuchando, cualquiera podría ser objeto de sus chanzas y maniobras, todas conducentes a esquilmar el patrimonio ajeno. 


Al nihilista y al pícaro le seguirán, en la estricta nomenclatura de los amantes sancionables, el vampiro. Solo se volcará en tu cuerpo en los días de menstruo. Hay vampiros de exquisita apariencia, curtidos en artes oscuras. Son entusiastas de las sombras, que son el recreo de los ardides más sutiles. Huye también del subliminal y del nacionalista. El primero vive al margen de la narrativa firme de las cosas claras, se expresa con retorcido afán, dribla (digamos) la idea y la circunvala, se le ve mariposear en los huecos, bailando un foxtrot o una chacota en algunos párrafos. El subliminal no dice nada, aunque parezca decirlo todo. Se puede decir a la inversa. La percepción de todos los estímulos que producen es alambicada y tenue, pero hay un trabajo estajanovista debajo. El subliminal deja caer tal o cual comentario en la certeza de que hará mella tarde o temprano. Puede decir que te ama, embutiendo la aseveración galante en alguna cháchara frívola o intrascendente. Del segundo huye con vocación de flecha. El nacionalista no hará patria en tus zapatos, no hará patria en tu boca, ni en tu memoria sentimental. Vive entregado a su bandera, la colgará en los balcones, la lavará a mano, con primor, con celo soberano, con absoluta lujuria textil. No es el nacionalista buen partido, oh, dilecta mía, acabará aliviándose solo en un cuarto ocupado por símbolos de su catecismo. Ninguno de ellos es digno de ti. Permanece en tu mocedad, no permitas que se engolosine con pretendientes aviesos, con galanes oscuros. Pon tu alma cándida en los poetas, ellos te conducirán al parnaso de la lujuria, serán tus manos y serán tu pies, pondrán las palabras más hermosas en el aire que respiras, darán con el verso lúbrico que propiciará el ayuntamiento delicioso de los cuerpos, harán de ti una criatura mecida por el céfiro de la inspiración y pasearás las calles de tu pueblo con el corazón contento, con el corazón contento, lleno de alegría. 





14.12.25

Una flecha de oro

 Ser metafísico tendría que estar absolutamente de moda. Hay que postularse en la metafísica. Exhibir músculo metafísico. Escribir alejandrinos metafísicos. Buscar alimentos de metafísica contrastada. Hoy sábado, en pleno uso de mis facultades metafísicas, declaro desconocer cualquier consideración fiable sobre las circunstancias tangibles de la materia. La realidad se sustenta en una metafísica. Saber es constatar las limitaciones del conocimiento. Creo ciegamente (iba a decir metafísicamente) en el escrutinio de mi propia incertidumbre. La misma verdad, una vez tenida bien a la vista, disuade de que se la hurgue y prospecte. El alma, en cambio, se envanece al trastear en su trajín invisible. Se deja, pide que se trastee y dome. No hay reino de más hondura. Formulamos explicaciones racionales sobre la intemperie de la realidad. Su danza de moléculas es un discurso matemático, pero lo que verdaderamente nos sublima (nos hace conscientes de lo que somos, nos trasciende) es otra danza, la de las ideas. 

No sabemos si el cuerpo y el alma se entienden amorosamente. Si hay ciencia en ese abrazo arcano. Por eso me levanté metafísico, y he decidido trasegar con absoluta convicción las elementales injerencias de lo real. Habrá aplomo, determinación, tal vez cierta flaqueza cuando advierta que ninguna de mis intervenciones conscientes diferiran (me temo) de las habituales, las que no estaban tocadas por ese numen inédito con el que determino afrontar este día marcado, relevante. Me obstino pues en la metafísica, en la pesquisa filosófica, en la tentativa de infinito, en la confianza de que tendré respuestas o, en su defecto, las preguntas fundamentales, y a pesar de todo sé que hago todas esas cosas con la más magra fortuna. Ellas me conducirán. Sobre las preguntas edificaré el completo edificio de mi existencia. Dicho esto, debo volver a la premisa inicial. Ser puede ser metafísico sin pensar que se es. Quizá se trate de eso. Preguntado sobre qué era el tiempo, alguien dijo saberlo si no se le cuestionaba sobre su existencia e ignorarlo si precisaba  razonarlo. Pero hay que insistir en la metafísica, en la perseverancia de la discusión íntima con lo inefable. Como un niño encerrado en una habitación en la que ya no cabe ni un solo juguete más. Así fundar la luz y dar con su causa. Así el tiempo con su flecha de oro. 

9.12.25

Frenadol blues

 



Andaba enredado en una página seria, qué sabrá uno, en la que se contaba amenamente que unos científicos han descubierto que el tiempo puede fluir hacia atrás. Me iba entusiasmando con la idea de que el trasegar de las horas no fuese una línea continuamente lanzada hacia adelante cuando un anuncio de Frenadol rompió ese idilio mío con la ciencia. Como uno no está suelto en el manejo de la cosa cuántica y cuesta entender el mapa subatómico de la realidad, un anuncio a destiempo puede descolocarte del todo. Torpe como a veces soy, no supe apartar esa intrusión, no hubo manera de que el video de Frenadol desapareciera de mi pantalla, así que decidí cerrar la página, vinculada a un diario bien conocido, y clicar de nuevo, sobre todo por ver si la invasión publicitaria no regresaba. Baldío intento, inútil anhelo. Frenadol volvió por sus fueros, ocupó un trozo apreciable de mi pantalla, me disuadió a las bravas del interés grande que me animaba, me impidió acercarme a la ciencia y entender la filosofía del tiempo. 

 En mis pesquisas matinales, tras ir al súper, poner el árbol navideño y arreglar un poco el cuarto de los libros, donde escribo y escucho a Brahms (el Réquiem inglés, una maravilla, una inyección de paz, y luego a los Madness de nuevo, para contrarrestar), he vuelto a la mecánica cuántica, que va sobre la flecha termodinámica del tiempo, qué sabré yo de nomenclaturas, quién me mandará pisar estos sutiles jardines, y sobre la madre que parió al Big Bang. De verdad que pongo interés, mucho, la mayoría de las veces. Soy un frustrado estudiante de Ciencias que vio la luz en Borges, en Cortázar y en Lovecraft en la edad en que otros despejan incógnitas en ecuaciones muy complejas. Lo del Frenadol me ha dejado perplejo, cuanto menos. Juro que en adelante vuelvo a la poesía romántica inglesa o a la poética del surrealismo francés. En esa epifanía de la realidad no hay temor de que se incruste un anuncio. Coges un libro de alguna balda alta, de los que no están a la vista, de los de uso menor, lo abres y comienzas a entender el flujo y el reflujo, la tragicomedia de las moléculas, la danza de los corpúsculos invisibles. Al menos de momento, quizá sólo por ahora, no tengo confianza en que todo se impregne de comercio, he decidido borrar todas las cookies, no permitir que mis vicios sean de dominio público, pero no habrá nada que podamos salvar de la quema. Ni siquiera la poesía, ni la filosofía, ni la remota esperanza de entender qué coño (permítaseme el exabrupto) hacemos en este mundo.

La velocidad será de los jardines (maravilloso el libro de Eloy Tizón, regálesenlo en estas señaladas fiestas) o de las nubes o de la risa cuando acude y no tiene intención de comedirse, ni de plantar excusas o motivos, pero hay una velocidad bastarda que nos está estrangulando el ánimo, apretando a conciencia, convirtiendo todo lo pacífico en belicoso, y de la que no se tiene siempre el conocimiento suficiente como para refrenarla, hacerle ver que le conviene un receso o que nos conviene a nosotros, empujados a ir y a venir sin prestar atención a lo que la ida y la venida ofrecen. El mundo es de un cuántico que abruma, de verdad. Hoy escuché en la radio que ya no hay anuncios de juguetes en televisión. Las muñecas de Famosa no van al portal. Los niños se engolosinan con estímulos extraños. No sé dónde estarán los niños de antes, los míos, los que jugaban a las canicas y coleccionaban cromos, los ingenuos y los puros de condición. Está la cosa mal y va a peor. Pediremos cookies para que la aventura binaria, la de los ceros y los unos frente a una pantalla, discurra con más placentero desempeño. Ellos saben qué me gusta, yo sé que no sería nada sin que ellos me asistan cuando busco con qué amenizar las tardes. Las de antes, no sé si me estoy poniendo pesado en exceso, eran de otra pasta, tenían otra textura, otra ambición, otro propósito. Las niñas ya no quieren ser princesas, ni los niños se hacen los héroes cuando inventan juegos en las calles. Ni calles hay. Las hemos sustituido por pasadizos digitales. Todo está pensado para que lo reproduzca una pantalla. Ayer vi cien pantallas (ayer vi mil) paseando por las calles de Sevilla. Gente que pasea con el móvil en la mano. Que lo consulta. Que se para y hace pesquisa, indagaciones, incursiones en la materia cibernética del universo. Yo seré tambiénn uno de esos paseantes alguna vez. No hace falta que sancione, yo soy el sancionado. Qué habrá al final, dónde nos llevarán. Me pregunto si cielo será un carrusel o todo tendrá mansedumbre de escarcha y veremos por fin el rostro de la eternidad. Si es el cielo el anhelado cobijo o ni cielo habrá y habría sido tan solo de ida el viaje. El de ayer, a ver las luces navideñas de Sevilla, espléndido. Eso contará, después de todo. 

7.12.25

Delicadeza de caracol caramelizada

 

Fotografia de Marina Sogo

La Judería, en Córdoba, es un zoco, un crisol, una torre horizontal de Babel absoluta en la que gente de buen vivir, parias sin propósito, alucinados químicamente puros, alucinados de farmacia, criaturas angelicales de gesto cándido y sonrisa sin maña y cualquiera otra representación de la casuística humana se arracima y confunde, fatigando calles y placitas, permitiendo que el asombro pasee libre y espontáneamente y regrese, al final, rendido ante la evidencia de que La Judería, el barrio árabe de Córdoba, el que acordona la Mezquita-Catedral y alarga su enjambre de rincones perfectos hacia el saturado centro de la ciudad, comido por las moscas y la fiebre de la Visa Oro, concebido para que el progreso eche panza y dé más que cumplida cuenta de todos los deseos consumistas con los que nos levantamos y los que, en sueños, imaginamos. Y ayer (quizá fue hace treinta años) paseé triunfalmente por La Judería de Córdoba y advertí que el mundo es ancho y ajeno como decía Ciro Alegría, menos indigenista que globalizado, más parecido a un videoclip que a una película iraní de olivos perdidos en la distancia y hombres que meditan y ven cómo les crece la barba. Vi gente convertida en rebaño y vi al pastor. Vi al cofrade con sus vicios en la barra de un bar coquetísimo, uno de esos en los que no te importaría escribir alguna carta de amor o un poema galante con vocabulario subidito de tono y verbos copulativos que cabalgan el verso y se buscan la entrepierna fonética como el que busca aire después de tener la cabeza enterrada en la ignorancia una vida entera. Hay gente extraña. Y ahora pienso en David Lynch, en la oreja de Terciopelo azul, no sé bien por qué.

El mundo se resume en unos cuantos prácticos preceptos. Uno es divertirse a pesar de que el cielo se nos caiga encima. A partir de ese criterio fundacional y del que salen en comandita todos los demás uno puede fortificar su existencia, anular el dolor, consentir que la felicidad sea un paseo por una calle que huele a vino y a bocadillos de calamares y en la que el tiempo, el bicho cabrón ése del que hemos hablado otras veces, se adelgaza, se encoge, se convierte en una hebra de eternidad que atraviesa el aire y lo fecunda. De Lynch a Lorca. Del artista perturbado por la realidad al artista iluminado por el lenguaje que la nombra. Así que el sábado se llena de japoneses mi judería: ayer por la mañana, hace treinta años, en un espléndido hasta el hartazgo día de sol, nos encontramos todos en la Calleja de las Flores, un recinto minúsculo y sobreexplotado, al que se le ha hecho millones de fotografías y por el que han pasado otros tantos millones de espectadores del prodigio de luz y de contención estética, de minúscula evidencia del milagro del arte al que pueden aspirar ciertas calles de Córdoba. Y allí, al fondo, estaba el guitarrista acoplado a su instrumento, y a la vera, emanación de su yo o de alguno de los múltiples individuos con posibilidades de bilocarse que el guitarrista atesora en su alma sensible, estaba el cantaor, que se parecía bien poco al clásico cantaor de las estampas flamencas al uso y tiraba más al concepto de hippie puro, alimentado de anfetas líricas, incendiado de inspiración social, condescendido a transmitir su arte al pueblo allí arremolinado. Lo que vino después fue el mantra semántico del cantaor Hendrix y de su alter ego guitarrero. Los toques (correctos, nada que alarmara al oído avezado en flamenco) acompañaban al recitado o al revés, nunca lo sabremos. Se oían, eso sí, esferas de palabras, triángulos de sílabas, historias hilvanadas al compás andaluz de la bulería o del fandango y ahí, espléndido en su abstracción, único actor de esa argamasa informe (iba a decir infame) de versos satánicos, surrealistas, dadaístas, poliédricos, dodecafónicos, lisérgicos. Uno de ellos, uno que por alguna extraña causa se me quedó, decía: «Delicadeza de caracol caramelizado…». Y en eso estamos hoy, caramelizando la mañana con recuerdos judíos. Ayer estuve prácticamente toda la tarde intentando recordar el resto de la tralla sintáctica, pero me quedé en el caracol dulce y en su orgiástica (multiétnica, pluricultural, globalizada, interdisciplinar, bla bla bla) cantinela de fin de semana nipón.

El tiempo es una extraña circunstancia comúnmente disuasoria. Se tiene y se pierde, se apresa y se desvanece. Tiene la memoria estas ocurrencias, las de traer de vuelta asuntos que nos emocionaron y, por alguna razón no siempre razonable, se pierden, ingresan en el caudaloso olvido. Yo he sido un fiel paseante de todas esas calles cordobesas. Las echo de menos. Me hacen sentir que hubo un yo de sensibilidad promiscua y párvula. Con los años, en su trasegar arcano, esa memoria opera soberanamente: da de sí lo que ni uno espera, recupera instantes, los vierte con asombrosa pulcritud, exhibe su musculatura de animal bravo, heroico. Recuerdo volver a casa (ayer, hace treinta años) por todas esas calles del ayer, sentir el peso de la memoria de todos los que las pasearon con la misma extrañeza que yo. Somos extraños. Tenemos la extrañeza en la comisura del alma. Ella nos hace sentir que estamos vivos.

PosdataSantos estaba impracticable y no pudimos perdernos en el antológico pincho de tortilla y la caña tirada con esmero.

5.12.25

Incertidumbre


Me pregunto qué hará Dios 

en lo más oscuro de la noche. 

Si abrazar la tiniebla es un oficio. 

Si el cielo, cuando irrumpe la luz, 

está limpio y en esa blancura sin tiempo 

se esmera Dios en la voz 

y habla con más afecto a sus hijos. 

Pienso en si tendrán sangre sus manos 

o si la visión de la realidad no lo abruma 

y ni percibe el color ni el olor de la sangre 

ni advierte sus manos. 

Si Dios es un muerto en la noche 

que recita la arenga 

negra de su soledad sin motivo. 

4.12.25

Creer


Fotografía /  Inge Schuster


De quien nada sabe se puede esperar el milagro de la clarividencia absoluta. El que ve un color puro y cree haber encontrado la paleta de colores con el que Dios apartó la locuacidad infinita de la nada. El sensible sin interrupción. El facultado para dar con la esencia de las cosas con tan solo una exposición pequeña a su influjo. El creyente. Porque no es entender de lo que se trata, sino creer. Es la fe la que pulsa las cuerdas del universo para que suene la música de la luz. 

3.12.25

Ska, por favor

 



A Philip Glass lo dejé cuando entré en una etapa optimista de mi vida, así que todo es gratitud, aunque ahora lo escuche menos. Mientras estuve alicaído (me encanta esa palabra), recurrí a Glass. Esos bucles suyos, esas reiteraciones melódicas, que parecen enquistarse y ganar peso y perderlo, hasta que de pronto encuentras matices increíbles, aspectos inéditos, me hacían un paradójico conforte del que podía salir y entrar con extraordinaria facilidad. Glass fue un mantra feliz, por decirlo a la moderna manera. Notaba que cuanto más me gustaba Glass, menos ganas tenía de salir de mi abulia. He vuelto las veces suficientes y siempre he sentido esa punzada, la de la tristeza o, en un ámbito menos introspectivo, la punzada de la melancolía, que es un estado poético. Lo que pasa cuando uno entra en la música de Glass es que, al menor descuido, te absorbe, te abduce, te deja en un lugar en el que has estado antes y en el que no se está mal, pero del que precisas salir. Es tan elemental a veces que desconcierta, es tan hermosa que se tiene la sensación de que te hará más feliz, es tan extraña que no eres capaz de recordar una sola nota. Hace tiempo le grabé a un amigo un CD con música variada (Glass, Mertens, Sakamoto, Cage, que recuerde ahora) al que titulé "Música para desaparecer dentro". Siempre me gustó ponerle título a las cosas, y ése, en su rimbombancia, me pareció el más adecuado. Luego hice una copia para mí. Anda por ahí. Glass sirve para perderse. Ya digo que el regreso no es difícil, yo he ido y he vuelto muchas veces, hace tiempo que no hago el viaje, por cierto. A veces se deja de escuchar cierto tipo de música. No se premedita, no hay un momento en que verbalizas tu censura, sino que sucede sencillamente, sin que intermedie la voluntad a veces. Yo dejé a Glass, todavía no sé las causas. Hoy un amigo me lo ha traído de vuelta, me ha hecho mirar las baldas y buscar discos suyos. Tengo tres (Glassworks, String Quartets y un recopilatorio, quizá haya alguno más, debería hacer un inventario de todos los discos, pero me da pereza) a los que no he dado (por cierto) demasiadas escuchas. Será que estoy en un momento jubiloso o será que la edad me ha hecho recelar de las repeticiones y busque siempre novedades, cosas que empiezan de un modo y, al momento, mutan a otro. La música es una cosa misteriosa, no se puede decir mucho de ella, quizá no se deba. Ayer escuché ska (hacía mucho que no preocupaba por él, ni acordarme) y sentí que el tiempo no le ha pasado factura. A Glass tampoco. Suena igual que hace veinte años (más años) y yo estoy igual que entonces cuando me siento y lo escucho, sólo que siempre me viene ese estado melancólico, tan útil en ocasiones para la creación literaria, diría mi amigo K. En todo caso, moví más los pies con Madness. El minimalismo, en términos musicales, es infinitamente menos lúdico que el ska. Es eso lo que necesitas a veces, mover los pies, hacer brincar al corazón. Mi amigo K. sostiene que la música no es un estado de ánimo, sino uno orgánico. Es el cuerpo entero el que se comba o se agita o cae en un estado de trance molecular del que no se tiene propiedad exacta. Como una especie de ebriedad saludable. Hoy he tenido un rato y he vuelto a escuchar a Philip Glass. Ha sido un rato breve. Me ha hecho pensar en cuándo lo descubrí y he regresado a mi casa de Priego de Córdoba. Acababa de empezar a trabajar y tenía un piso para mí solo. Carecía de televisión. Apenas lo habitaba. Era más de calle entonces. Tenía un radiocassette (un Sony muy decente) que me complacía absolutamente. La cinta de Glass era una recopilación que hice con los discos que tenía en Córdoba, en el domicilio familiar. No existe ya la cinta. Guardo el silencio después del trajín del día, esos momentos de buscar cómo desaparecer dentro de la música. Y vuelvo a Madness en esta mañana de llovizna tímida (permítidme la redundancia) en la que solo tengo ganas de que el corazón brinque de nuevo y haga que el gris del cielo (espléndido, no crean) invite a que el azul lo abrace.


Aquí estoy, prendedme / Una muerte imprevista


                                                                         


Aquí estoy, prendedme 


                                                                Ilustración / Pablo Gallo


En el acto de la maldad está incluido el de la sanción, medra adentro, exige que se aprecie el desempeño de su causa antigua. Lo he sabido siempre, lo he repetido muchas veces. Quien se inficiona de maldad guarda la esperanza de que se le repruebe o ajusticie. Hay un anhelo de que alguien haga que se purgue la atrocidad que se haya podido cometer. El perseguido se alegra de que el perseguidor lo alcance. El pecador respira aliviado cuando descubren su pecado. El ajeno al bien se solaza cuando se le impregna o lo ocupa. El malhechor deja un cabo suelto para que el hilo conduzca a la madeja. Aquí estoy, prendedme, habéis tardado, debo expiar mi culpa, aceptar vuestro fallo. No penséis que fue deliberado, no hubo premeditación, ningún plan fue urdido, tan solo me cegué, fue el corazón el que se arrojó al fuego, la sangre se convidó de sangre y excedió el cauce previsto, todo se embrumó, la luz en su orfandad, el veneno en su vértigo. No tengo excusa, comprendedme. La tentación es mucha; la templanza, tan sensata, poca. Fui concernido al mal como el fuego a ser ceniza. Se me anunció hermoso el mal, ese ángel terrible. Vi sus ojos locos, su lengua sucia, la disciplina del fuego. Y ya no hubo templanza ni sensatez. No tuve piedad, ninguno de sus heraldos habló a mi oído para que la sangre meditase su enferma costumbre de siglos. No hay nada más difícil que ser un hombre bueno. Dostoievski fue tentado por esa trama y la rechazó por inasaquible: el mal pugna, su campo de batalla es infinito. Se duele el alma cuando no sabe cómo encerrar ese mal, pero acaba cediendo, permitiendo que discurra a su antojadizo capricho, abriéndole caminos incluso, cuidando de que no flaquee y haga su oficio con el desparpajo que sabe. El viento invisible de su causa sopla en los confines de su vasto territorio. Un retal de odio se enseñorea a poco que aprecia que se le está observando. Tiene vida el mal. Como si no hubiese otra sino la suya, la florecida de antiguo, la que se sabe contumaz y sabia. El bien comparece con titubeo, no hay con qué animar su coraje y festejar que esté allí, dispuesto a vencer a las sombras. Es de las sombras la luz. Lo vemos a diario, hay veces en que únicamente vemos sombras, impacientes sombras en el anhelo de rubricar su hambre de sombras. Y quien cae en estas mezquindades se sabe mezquino, y quien las recuerda, en un momento de arrebatado arrepentimiento, no se echa atrás, no pronuncia ninguna oración vivífica y salvadora. Habrá alguien que lo pare, alguien signado por el numen de la bondad que sepa cegar al monstruo, confinarlo en el olvido. Yo una vez pisé a una hormiga. Lo hice con entusiasmo, apliqué la suela del zapato con la saña guardada, levanté el pie y observé el cuerpecito roto. Creo que sentí una especie de alivio metafísico al saber que nadie había sido testigo de mi deliberado acto de crueldad. No presumí de él, no tuve la voluntad de airear mi iniquidad. A veces pienso en ella, en la hormiga sacrificada, en su ciega también aventura por la vida. Ignoro si albergaba en sus adentros algún tipo de inmoralidad cometida en su infancia o en el correr de su existencia. Se nos dijo en la escuela que son terribles cuando se mancomunan. Como un ejército asalvajado, cruento, ciego también. Está a las puertas, si no entre nosotros. No alardean casi nunca, apenas exhiben su bastardía. Rompen, hieren, arrasan, queman. Hay malvados que no lo parecen. Su discreción es indistinguible de su perversidad. Conque prendedme, yo la pisé, la hice trizas, sentí el crujido y fue música deliciosa. 

Una muerte imprevista




La hormiga cubrió la distancia que la separaba de mi zapato con lentitud y aplomo. La vi avanzar sin desmayo. Desafiante, heroica, desplazaba una hoja escandalosa en tamaño. Como una catedral para un feligrés en pecado. Tampoco sabría ahora decir si le costó o no. Sé que se plantó allí delante y no se movió en un par de horas. La hoja a su espalda, haciendo planes tal vez del propósito que secretamente le encomendaba. Mientras que ella andaba en sus cosas, yo entretenía mi ocio en las mías. Nunca había sentido una compañía tan insignificante. Ninguna que me causara zozobra tan grande, y ahí la hormiga avanzando, acercándose poco a poco al banco del parque, acarreando su hoja hacia yo estaba muy cómodamente instalado, leyendo. En esa tarde, concluí la novela de S. Era buena, sin ser magnífica. Me encantó la manera en que la trama iba desquiciándose sin desmoronarse la entereza de los protagonistas. Uno de ellos, uno particularmente obcecado en alcanzar su destino, conjurado a esa meta a riesgo de su propia vida, moría fortuitamente nada más conseguirla. Dolía que ahí concluyera la novela, que no hubiese una posibilidad, por pequeña que fuese, de que otras circunstancias de la trama me sacasen de la tristeza enorme que esa muerte imprevista me había causado. Fue entonces quizá cuando la emoción de esa pérdida irrecuperable hizo que se cayese el libro al suelo y un canto aplastase a la hormiga. No fue voluntad mía. Fue el azar, por pensar algo.

Viva San Benito

  Se atribuye a  Diderot  lo de que es  tan peligroso no creer en nada como creer en todo. Entre la incredulidad y la fe ciega, una parte se...