A Philip Glass lo dejé cuando entré en una etapa optimista de mi vida, así que todo es gratitud, aunque ahora lo escuche menos. Mientras estuve alicaído (me encanta esa palabra), recurrí a Glass. Esos bucles suyos, esas reiteraciones melódicas, que parecen enquistarse y ganar peso y perderlo, hasta que de pronto encuentras matices increíbles, aspectos inéditos, me hacían un paradójico conforte del que podía salir y entrar con extraordinaria facilidad. Glass fue un mantra feliz, por decirlo a la moderna manera. Notaba que cuanto más me gustaba Glass, menos ganas tenía de salir de mi abulia. He vuelto las veces suficientes y siempre he sentido esa punzada, la de la tristeza o, en un ámbito menos introspectivo, la punzada de la melancolía, que es un estado poético. Lo que pasa cuando uno entra en la música de Glass es que, al menor descuido, te absorbe, te abduce, te deja en un lugar en el que has estado antes y en el que no se está mal, pero del que precisas salir. Es tan elemental a veces que desconcierta, es tan hermosa que se tiene la sensación de que te hará más feliz, es tan extraña que no eres capaz de recordar una sola nota. Hace tiempo le grabé a un amigo un CD con música variada (Glass, Mertens, Sakamoto, Cage, que recuerde ahora) al que titulé "Música para desaparecer dentro". Siempre me gustó ponerle título a las cosas, y ése, en su rimbombancia, me pareció el más adecuado. Luego hice una copia para mí. Anda por ahí. Glass sirve para perderse. Ya digo que el regreso no es difícil, yo he ido y he vuelto muchas veces, hace tiempo que no hago el viaje, por cierto. A veces se deja de escuchar cierto tipo de música. No se premedita, no hay un momento en que verbalizas tu censura, sino que sucede sencillamente, sin que intermedie la voluntad a veces. Yo dejé a Glass, todavía no sé las causas. Hoy un amigo me lo ha traído de vuelta, me ha hecho mirar las baldas y buscar discos suyos. Tengo tres (Glassworks, String Quartets y un recopilatorio, quizá haya alguno más, debería hacer un inventario de todos los discos, pero me da pereza) a los que no he dado (por cierto) demasiadas escuchas. Será que estoy en un momento jubiloso o será que la edad me ha hecho recelar de las repeticiones y busque siempre novedades, cosas que empiezan de un modo y, al momento, mutan a otro. La música es una cosa misteriosa, no se puede decir mucho de ella, quizá no se deba. Ayer escuché ska (hacía mucho que no preocupaba por él, ni acordarme) y sentí que el tiempo no le ha pasado factura. A Glass tampoco. Suena igual que hace veinte años (más años) y yo estoy igual que entonces cuando me siento y lo escucho, sólo que siempre me viene ese estado melancólico, tan útil en ocasiones para la creación literaria, diría mi amigo K. En todo caso, moví más los pies con Madness. El minimalismo, en términos musicales, es infinitamente menos lúdico que el ska. Es eso lo que necesitas a veces, mover los pies, hacer brincar al corazón. Mi amigo K. sostiene que la música no es un estado de ánimo, sino uno orgánico. Es el cuerpo entero el que se comba o se agita o cae en un estado de trance molecular del que no se tiene propiedad exacta. Como una especie de ebriedad saludable. Hoy he tenido un rato y he vuelto a escuchar a Philip Glass. Ha sido un rato breve. Me ha hecho pensar en cuándo lo descubrí y he regresado a mi casa de Priego de Córdoba. Acababa de empezar a trabajar y tenía un piso para mí solo. Carecía de televisión. Apenas lo habitaba. Era más de calle entonces. Tenía un radiocassette (un Sony muy decente) que me complacía absolutamente. La cinta de Glass era una recopilación que hice con los discos que tenía en Córdoba, en el domicilio familiar. No existe ya la cinta. Guardo el silencio después del trajín del día, esos momentos de buscar cómo desaparecer dentro de la música. Y vuelvo a Madness en esta mañana de llovizna tímida (permítidme la redundancia) en la que solo tengo ganas de que el corazón brinque de nuevo y haga que el gris del cielo (espléndido, no crean) invite a que el azul lo abrace.

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