De haber sido siempre yo, ahora no sería quien soy. No hay una mismidad, un ser enteramente reconocible, trazable, previsto. No tengo certezas sobre lo que sea que se haya ido creando en los años que me han sido concedidos. Si mañana muriese, ojalá no ocurra (no tengo prisa en irme desvaneciendo), qué me faltaría por hacer, me pregunto, pero no es esa la pregunta fundamental, ni mucho menos. Es esta: qué he hecho, a qué he inclinado mis anhelos, cómo ha progresado mi ser en su fluir peregrino, un poco ajeno a veces, hasta el momento actual, en el que poco antes de salir al trabajo (cinco minutos paseando) me he envalentonado y decicido a hacer cuentas de mi trasegar antiguo y del corriente. Y no sé qué argüir, con qué mimbres hilar el cesto, cómo despachar todo lo que fue, lo que está siendo, lo que se pertrechará futuramente. Yo creo que la única palabra que debería tatuársenos es futuro. El futuro es donde no hemos estado. No hay lugar al que debamos procurar más hondo afecto que el incógnito. Lo que no debe ser tenido en cuenta es el pasado, digo esto con colmo de prudencia y abierto a debate, pero es al que acudimos, sobre el que edificamos el presente, que no es relevante en ninguna circunstancia o lo es de un modo pasajero y huidizo, volátil y frágil, y es al que le damos rango de mando en la plaza del tiempo. No somos del futuro porque no nos interesa especular. Preferimos tergiversar (reescribir el pasado a nuestro beneficio) o dejarnos llevar en el ahora, que es una estación propicia para la levedad. Somos así, leves y confiados, sin otra metafísica a la que confiarnos. En cierto modo la religión nació para responder a las preguntas trascendentales que formula el futuro. Está el dónde iremos y el qué será de nosotros cuando ya no haya cuerpo que nos sostenga, pero también están las otras cuestiones, las del origen y las del porvenir, las de saber si en verdad todo esta trama antigua responde a una trama mayor, si es un bosquejo rudimentario de una realidad a la que todavía no nos han conducido o si es una extensión del azar al modo en que lo es una manzana que cae de un árbol, cayendo ésa, precisamente, y no otra que pende a la vera. Somos teólogos sin que exista la necesidad de la divinidad, pero la buscamos afanosamente en la creencia de que si damos con ella, si de verdad construimos el concepto de Dios y lo acogemos pecho adentro, seremos más felices o nuestra vida realizará su trayecto con un reposo mayor, sin el miedo al vacío, sin la angustia de la idea del fin, que yo adoro, por otra parte. Duele pensar en aquel pasado que un día fue futuro, escribió Miguel Cobo, pero la realidad siempre nos desoye, no está al tanto de nuestros júbilos o de nuestros quebrantos. Digamos que va a lo suyo, sin caer en la cuenta del público que asista al desarrollo de la obra. No se nos permite entrar en escena, solo vemos cómo se van sucediendo los diálogos, cómo se cambian los decorados entre un acto y otro, y sabemos cuál va a ser el final, que suele coincidir con la caída más o menos dramática del telón. Es eso lo que nos zarandea, aunque nunca lo veamos de cerca o solo podamos verlo una vez, una póstuma vez: el telón. Cuando cae... Es de lo hondo de lo que hablamos, si es que alguna hondura puede haber en estas palabras, y de lo que lo hondo nos va diciendo, como un cante, de esos de la tierra, que son trascendentes, que hablan de lo insondable. La metafísica de la que hablé yo, la flecha de oro. Porque hay que ser metafísico sin interrupción.
21.12.25
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