7.12.25

Delicadeza de caracol caramelizada

 

Fotografia de Marina Sogo

La Judería, en Córdoba, es un zoco, un crisol, una torre horizontal de Babel absoluta en la que gente de buen vivir, parias sin propósito, alucinados químicamente puros, alucinados de farmacia, criaturas angelicales de gesto cándido y sonrisa sin maña y cualquiera otra representación de la casuística humana se arracima y confunde, fatigando calles y placitas, permitiendo que el asombro pasee libre y espontáneamente y regrese, al final, rendido ante la evidencia de que La Judería, el barrio árabe de Córdoba, el que acordona la Mezquita-Catedral y alarga su enjambre de rincones perfectos hacia el saturado centro de la ciudad, comido por las moscas y la fiebre de la Visa Oro, concebido para que el progreso eche panza y dé más que cumplida cuenta de todos los deseos consumistas con los que nos levantamos y los que, en sueños, imaginamos. Y ayer (quizá fue hace treinta años) paseé triunfalmente por La Judería de Córdoba y advertí que el mundo es ancho y ajeno como decía Ciro Alegría, menos indigenista que globalizado, más parecido a un videoclip que a una película iraní de olivos perdidos en la distancia y hombres que meditan y ven cómo les crece la barba. Vi gente convertida en rebaño y vi al pastor. Vi al cofrade con sus vicios en la barra de un bar coquetísimo, uno de esos en los que no te importaría escribir alguna carta de amor o un poema galante con vocabulario subidito de tono y verbos copulativos que cabalgan el verso y se buscan la entrepierna fonética como el que busca aire después de tener la cabeza enterrada en la ignorancia una vida entera. Hay gente extraña. Y ahora pienso en David Lynch, en la oreja de Terciopelo azul, no sé bien por qué.

El mundo se resume en unos cuantos prácticos preceptos. Uno es divertirse a pesar de que el cielo se nos caiga encima. A partir de ese criterio fundacional y del que salen en comandita todos los demás uno puede fortificar su existencia, anular el dolor, consentir que la felicidad sea un paseo por una calle que huele a vino y a bocadillos de calamares y en la que el tiempo, el bicho cabrón ése del que hemos hablado otras veces, se adelgaza, se encoge, se convierte en una hebra de eternidad que atraviesa el aire y lo fecunda. De Lynch a Lorca. Del artista perturbado por la realidad al artista iluminado por el lenguaje que la nombra. Así que el sábado se llena de japoneses mi judería: ayer por la mañana, hace treinta años, en un espléndido hasta el hartazgo día de sol, nos encontramos todos en la Calleja de las Flores, un recinto minúsculo y sobreexplotado, al que se le ha hecho millones de fotografías y por el que han pasado otros tantos millones de espectadores del prodigio de luz y de contención estética, de minúscula evidencia del milagro del arte al que pueden aspirar ciertas calles de Córdoba. Y allí, al fondo, estaba el guitarrista acoplado a su instrumento, y a la vera, emanación de su yo o de alguno de los múltiples individuos con posibilidades de bilocarse que el guitarrista atesora en su alma sensible, estaba el cantaor, que se parecía bien poco al clásico cantaor de las estampas flamencas al uso y tiraba más al concepto de hippie puro, alimentado de anfetas líricas, incendiado de inspiración social, condescendido a transmitir su arte al pueblo allí arremolinado. Lo que vino después fue el mantra semántico del cantaor Hendrix y de su alter ego guitarrero. Los toques (correctos, nada que alarmara al oído avezado en flamenco) acompañaban al recitado o al revés, nunca lo sabremos. Se oían, eso sí, esferas de palabras, triángulos de sílabas, historias hilvanadas al compás andaluz de la bulería o del fandango y ahí, espléndido en su abstracción, único actor de esa argamasa informe (iba a decir infame) de versos satánicos, surrealistas, dadaístas, poliédricos, dodecafónicos, lisérgicos. Uno de ellos, uno que por alguna extraña causa se me quedó, decía: «Delicadeza de caracol caramelizado…». Y en eso estamos hoy, caramelizando la mañana con recuerdos judíos. Ayer estuve prácticamente toda la tarde intentando recordar el resto de la tralla sintáctica, pero me quedé en el caracol dulce y en su orgiástica (multiétnica, pluricultural, globalizada, interdisciplinar, bla bla bla) cantinela de fin de semana nipón.

El tiempo es una extraña circunstancia comúnmente disuasoria. Se tiene y se pierde, se apresa y se desvanece. Tiene la memoria estas ocurrencias, las de traer de vuelta asuntos que nos emocionaron y, por alguna razón no siempre razonable, se pierden, ingresan en el caudaloso olvido. Yo he sido un fiel paseante de todas esas calles cordobesas. Las echo de menos. Me hacen sentir que hubo un yo de sensibilidad promiscua y párvula. Con los años, en su trasegar arcano, esa memoria opera soberanamente: da de sí lo que ni uno espera, recupera instantes, los vierte con asombrosa pulcritud, exhibe su musculatura de animal bravo, heroico. Recuerdo volver a casa (ayer, hace treinta años) por todas esas calles del ayer, sentir el peso de la memoria de todos los que las pasearon con la misma extrañeza que yo. Somos extraños. Tenemos la extrañeza en la comisura del alma. Ella nos hace sentir que estamos vivos.

PosdataSantos estaba impracticable y no pudimos perdernos en el antológico pincho de tortilla y la caña tirada con esmero.

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