31.12.25

El mundo acabará en viernes / Las delicias apocalípticas de Manuel Moyano






La literatura, la buena, al menos, tendrá la irreverencia precisa para que el lector se incomode y algo de lo leído haga que piense o que se ría o que llore. Hay libros que hacen hasta amar. De ellos uno querría erigirse embajador o tener cien en casa para regalarlos a los amigos (no, qué he dicho, que lo compren, que el escritor haga caja, por Dios), pero se conforma con quedarse a gusto escribiendo sobre ellos. Al acto de leer le viene bien cerrarse con el de escribir. Como si la novela precisase que su lector se la contara, animado a entenderla o a no hacerlo en absoluto, pero feliz por haber estado en ella todas esas benditas horas en las que el mundo (ya mismo voy al asunto) podría acabarse en viernes y, en un arrebato de chulería, nos importara poco que fuese así.

La extensión de esta novela podría arrimarla al género narrativo corto, que la despacháramos con la etiqueta de "novelita", pero esa brevedad (que he lamentado conforme iban pasando las páginas) es un mera circunstancia volumétrica. El mundo acabará en viernes (menoscuarto, 2025) es una novela inabarcable. Diría más: se entra en ella y se sale, por supuesto, uno va a otras, lee más novelas, pero hay un runrún apocalíptico, mesiánico, nihilista, que empapa la memoria del lector y comparece a su antojadizo capricho, sin que haya gobernanza sobre el hecho de que esa decantación ocurra.

La dispersión de situaciones y personajes, que disaude de la idea de que leer sea un desempeño sencillo, termina por consolidarse sólidamente y la trama discurre con una naturalidad asombrosa: todo tiene sentido, no teniéndolo. Una de las virtudes de El mundo acabará en viernes es la planificación: yo quiero escribir como Moyano Ortega, saber que tengo todos los mimbres del cesto, y son muchas sus cuerdas y se ensamblan con pasmosa facilidad.

La novela es ambiciosa. Yo creo que todas las buenas novelas lo son. Codicia con éxito la mejor tradición de la literatura apocalíptica sin que esa ambición malogre la lúdica rendición de un deseo innato en toda la obra de Moyano: el entretenimiento puro, es decir, lo que el lector anhela para que la literatura reemplace a la realidad, aunque la realidad aquí ofrecida (no haré spoilers) haga comparecer al humor, que cruza todo lo narrado y lo hace bullir con un genio absoluto. La vasta imaginación del novelista se aplica a dar vida a un artefacto único, en un delirio del que se sale indemne, no crean, pero temblando de goce literario.

A lo que Moyano recurre para desplegar este desquiciante ingenio narrativo es al asunto más antiguo y de más hondo fuste que haya ocupado la inquietud humana. A la pregunta de si hay vida después de esta, si hay Dios y el cielo es de verdad la residencia eterna en la que morarán los creyentes, el autor no tiene respuesta, cómo podría. Para que ese propósito prospere se vale de un elenco de personajes que, lejos de perderse en el (en apariencia) caos argumental, lo enriquecen. Las múltiples referencias bíblicas (el juicio final, la ira de Dios, las plagas que devastarán la tierra, la amonestación a los impíos) se convierten en un teatro de las maravillas, en una ironía eficaz sobre la superstición del hombre, que escribió el libro de las religiones para sobrellevar el cáncer de la materia, la inaplazable certeza de que el cuerpo es perecedero y no el espíritu, que aletea en la incertidumbre de su finitud.

Los ortópteros, trillones de ellos, devoran los árboles de Tel-Aviv, John Ekaverya, psiquiatra con ancestros vascos que desea más que nada ser escritor, tutela a un paciente que fue encontrado caminando desnudo por las tierras de Idaho asegurando ser Ernest Hemingway y, más que probablemene, siéndolo. Yeshua, que es una delicia de hombre, un ser hecho de bondad, un emisario de la palabra de Dios, hablando en Eurovisión sobre la devastación del mundo tal y como lo conocemos (... and I feel fine). Un magnate diabólico, y bien diabólico que acaba siendo, llamado Boris Woon, que hace diabluras y da más miedo que el mismo Diablo. Lady Di regresada desde los túneles de Paris sin saber que es Lady Di. El dulce estrambote de todas estas anomalías funciona, pese a todo. También un creíble (y humano) Juan Pablo III, Bob Dylan, Borges, Napoleón, Jesús el de Nazaret... Hasta Dios, en presencia simbólica y luego muy azul y hasta admisiblemente mutado a un inconcebible gusano que hubiese hecho las delicias del sacrosanto H.P. Lovecraft, tiene su papelito en este juguete distópico maravilloso. Se une Moyano al santo Malaquías, a Miguel Servert, al Beato de Liébana, a Nostradamus, a cualquier manifestante del fin de los tiempos o, más modestamente, a cualquier profeta de la aniquilación, que hubo muchos y todavía vendrán más. Su aporte a lo ya entregado por este elenco del pesimismo es el más jovial, el que detenta una aproximación menos dramática.

Moyano encomienda a lo fragmentario la restitución de toda esta voluntad casi enciclopedista de inventariar el advenimiento del fin y prescinde de la solemnidad, que bien pudiera haber sido usada, aunque el tono diferiría y el conjunto, el anhelo de la novela, habría sido fácilmente leído al modo en que se leen ciertos best sellers catastrofistas, danbrownesco, cuando el modelo más cercano (y ninguno que yo haya leído o del que sepa algo) sería el de McCarthy o King. Ellos, tan determinados a componer un libro conclusivo y dantesco, épicos a su manera, no poseen la inspiración eminentemente lúdica de El mundo acabará en viernes. Es que se lo pasa uno en grande con este regalo de la literatura. Para que medren las historias, para que se ensamblen, para que todo suceda con inevitabilidad y ninguna pieza falte ni sobre, Manuel Moyano-persona habrá debido tener algunas ideas claras, sin que el entusiasmo creativo del Manuel Moyano-escritor arruine el plan madre, que es hablar sobre cosas delicadas (Dios, la religión, la muerte, el más allá) sin que ningún lector afín al credo que se le ocurra (o ajeno a cualquiera) se sienta particularmente ofendido, zarandeado, zaherido por la osadía (la hay a espuertas) de la propuesta, aunque se puede encontrar alguna brizna del hilo principal que conduciría a la madeja moral de quien escribe. Es fácil tirar, pero no siempre se está plenamente seguro de que la pesquisa textil dé alguna información útil. Lo único que importa es la literatura. El que escribe, Manuel estará de acuerdo, no cuenta, no debemos saber de él mucho más de lo que avance la solapa del libro o lo que pueda encontrarse en alguna biografía vertida a la red.

Estamos en la misma inminencia del fin (recuerden, un viernes, quizá sobre las diez) o, con mayor precisión léxica, la Parusía, en la que Jesucristo volverá a comparecer ante los hombres para llevarse a los justos y meritorios y clausurar (es un verbo demasiado frívolo tal vez) el reinado del tiempo. El apocalipsis, tan temido, es aquí un pieza más del conjunto, pero su riqueza metafórica y su hondura teológica sirven para que la historia, coral, imprevisible, hilarante, terrible, use las profecías de los evangelios a modo de partitura a la que, por diversión, Moyano borra las notas fiables y se erige como un excelente músico de jazz, haciendo del lenguaje una herramienta clásica, pero sincopando las tramas, cabalgando géneros.

Hay que leer El mundo acabará en viernes por cualquier razón que un buen lector elija. Todas tendrán que ver con el placer mismo de la lectura. Se lee muy bien este rompecabezas de libre y varia lección. Dura después, una vez se ha el libro, lo que el libro ha contado, que es mucho y está portentosamente hilvanado. Es eso, el hilván, lo que fascina: la clarividencia en el propósito, la responsabilidad de la escritura, la gracia (en las dos acepciones que ahora pienso) con la que se puede hablar sobre los grandes temas del hombre sin que la trascendencia abrume y haga flaquear el edificio entero de la distracción. Qué bien escribe Manuel Moyano Ortega, con qué primores resuelve los asuntos difíciles, qué manejo (con lo que eso cuesta) de los diálogos, qué pulso firme, qué traje de filósofo juguetón se ha colocado para contarnos la metafísica con aplomo circense,casi funambulista, qué carnaval, qué vodevil, qué irreverencia más democrática, qué parodia más estremecedora también. Al final, pues es del final o de alguno temido de lo que aquí se habla, tenemos un agasajo a la literatura. Y solo me queda animar a que lo lean y lo relean después (yo lo hice con redoblado entusiasmo) y lo recomienden para que los Reyes Magos (sí, por favor) lo dejen bajo el árbol. Yo creo que un ángel con inclinaciones estéticas e intelectuales podría encomendarse la tarea de contarle a Dios que hubo quien lo miró cara a cara y se atrevió (todo aquí es atrevimiento) a reformular las historias que nos contaron o, mejor expresado, a convertirlas en ficción. Y ya puestos, comprometido con hacer valer lo que de verdad vale mucho la pena, háganse con El imperio Yegorov o La versión de Judas, los otros libros que he disfrutado de este bendecido escritor.









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