28.12.25

Viva San Benito


 


Se atribuye a Diderot lo de que es tan peligroso no creer en nada como creer en todo. Entre la incredulidad y la fe ciega, una parte se inclina por la fe, no cualquiera de las muchas que se puedan profesarse, sino una hecha a conciencia, de las que pueden reformarse, dejarse vencer por un viento o ceder, sin rechistar, a otro que la meza o la tumbe. Yo creo en la siesta. Lo hago con absoluto convencimiento. Cuanto más me prodigo en ella, más me felicito, con mayor encomio me aplico a festejarla y procurarle todos los elogios, los más sentidos, créanme, que se me ocurren. 

 

Hay quien sestea por mera inercia, sin que intermedie la voluntad. no es algo que se prevea, ni siquiera concurre el libre albedrío, ese constructo de la filosofía a la que no se le ha dado todavía un consenso teórico. Sestear sin motivo o por dar con algo que la intemperie de la vigilia no procura, por más que se obceque el interés. Hay quien cae en la siesta por un imperativo físico. Creo que en mí se mancomunan felizmente ambas categorías. Puestos a inclinarme por una, si es que tuviera que ponerme en esa frívola tesitura, escogería la del desvanecimiento, que pivota entre la una y la otra y no toma partido por ninguna. Si se me preguntara qué tramo del día es el más favorable para que mi entera disposición orgánica flaquee poco a poco y acabe por difuminarse elegiría el que precede al almuerzo. Es llegar la sobremesa y el cuerpo sufre un dulce deliquio del que a duras penas se sale y, llegado al caso, del que no es preciso salirse en modo alguno. Se embebece uno en ese sopor dulcísimo, se le da sentido a lo que antes no había manera de que lo tuviera. No entro en el tiempo aplicado a congraciarse con ese arrobamiento puro, pero no discutiré si alguien se excede o le basta un breve apartamiento de la realidad. Basta una de esas cabezadas que reparan el organismo (y da igual cómo de roto ande) y lo reconcilian con el trajín vespertino. 

 

Las consideraciones logísticas de la siesta no son relevantes. El que la toma en sillón posee la misma dignidad que el acostumbrado a despacharla en cama. Hay siestas excesivas que perturban la dispensa del sueño nocturno, pero qué placer llegar a la noche sin que el sueño atenace y poder amarla con vehemencia. Es pieza común que el afectado por estas libranzas excesivas tenga la vigilia alborotada y no sepa en qué plazo del día se encuentra. La siesta larga es inconveniente, suelen decir, por más que el apetito incline a su uso. La corta tiene una impertinencia similar: no cumple con el cometido que se le encomienda, deshace más que arrima, deja en ocasiones el cuerpo en un limbo del que cuesta evadirse. Advierta el lector curioso que no es del sueño propiamente de lo que aquí se trata, sino de una de sus más elogiadas disciplinas, la de la interrupción de la actividad intelectual. 

 

Tiene la siesta el predicamento antiguo que la hace casi patrimonio inmaterial de la humanidad. Quien la reprueba lo hace con desconocimiento o porque, he aquí el argumento irrebatible, tenga ocupaciones y no pueda echarla. Yo mismo he vivido eso: querer perderme y no saber cómo, anhelar echar la persiana de la cabeza y no encontrar la manivela que la cierra. Eso de tener un sueño monofásico (dedicar un periodo largo en la noche a dormir y no habilitar un receso en el decurso del día) está incluso reprobado por los neurólogos. Sostienen que muchas de las enfermedades cardiovasculares concurren con más frecuencia en los que no duermen siesta. Quedemos en que no es capricho, ni veleidad ociosa. La siesta es un privilegio asequible, una concesión hedonista al espíritu, por doquier afectado, afligido en ocasiones, al que se le deben las más altas consideraciones y el esfuerzo menos remiso. 

 

La famosa regla de San Benito, la de dar descanso al cuerpo a partir de la sexta hora, en palabras latinas la del mediodía, tiene acérrimos adeptos todavía. Esa es la dulce etimología: guardar esa hora, esto es, sextear o sestear. Las indicaciones médicas, algunas habrá, todas inconscientes, ignorantes, la prescriben y pienso yo que no deben hacer mella, sin llegar a desoírlas claro está: hay que escuchar al galeno cuando nos conmina a obedecerlo y obedecer sus máximas hasta que lo que está en juego es la salvación del propio espíritu. Entonces, salga el sol por Antequera, el inclinado a reprobar sus dicterios, deberá hacer lo que le dicte el corazón. El mío sabe mucho, le he enseñado bien. Podemos aligerar la ingesta en el almuerzo, no abusar del alcohol en ese tramo o no caer en hacer que sea larga y nos amodorre en demasía, pero no podemos claudicar, abandonar esa bendita rutina. Creo que hasta ennoblece a la vigilia que sustrae. 

 

Una vez que uno ha emergido de esa exquisita postración de los sentidos, la realidad brilla con más fulgor, las palabras se entienden con mayor hondura, hasta el corazón (que es el albacea de los sueños) late mejor. En unas horas procederé a dar cuenta de la del domingo, que es día limpio de ocupaciones. Ojalá no la estropee el azar, afición que frecuenta y contra la que no tenemos herramientas que la aparten. Que tengan ustedes la que deseen. Ya saben, no abusen. Si lo hacen, busquen con qué entretener en las que no tendrán más remedio que trasnochar. Ese es otro verbo al que tendremos que acudir en breve. 

 

Viva San Benito, proclamo en alborozo. Contra la idea de que la pereza (o la siesta, no quiero salirme del tema) no es asunto del que alardear está la de que quien la ejerza precisa vanagloria, ese puntito de orgullo que la fortalece y al que más tarde recurrir, siquiera melancólicamente, cuando nada invita a que acoja y conforte, todos esos momentos de agitación y de tumulto que tanto abundan y tanto lastiman. La pereza es una bruma confortable de la que se tiene la impresión de que no se le da el debido desempeño, mucho menos la solemnidad que otras disciplinas de lo humano exhiben. Contra la voluntad de cumplir se encona la de desatender su requerimiento, la de desobedecer, la de concederse un momento (que sean muchos) de pura, legítima y gozosa desobediencia. Me voy a echar una siesta. Haré sangre al sillón, dicen los más entusiastas.


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