I
Fue salir de su asombro, hacerse viejo de golpe y parársele el corazón. Mientras lo contuvo, en los años en que el asombro era sangre y bullía dentro, vivió y agradeció (sin alharacas, pero con gratitud manifiesta) la incertidumbre, ese no saber y abrir los ojos hasta que le dolían.
II
Lo ideal es la sospecha, ese asombro sin pulir, la posibilidad de creer o de no hacerlo, la de saber, saber en sí, sin otro alcance, sin que importe ni trascienda. Como una pequeña evidencia de algo que luego se desvanece y de lo que no recordaremos nada. Creer, sospechar, según convenga y nos conforte. El asombro hay que confiárselo a alguien. Ese andamiaje prodigioso de causas y azares no puede uno soportarlo solo. Es necesario entonces un instante puro o un recuerdo bien nítido de felicidad absoluta. Para que la razón no desboque sus caballos y la luz desordene las sílabas del verbo. Entonces, urgido, hay que escribir, tal vez, el poema.
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