Con su voz arrastrada, como enganchada a la palabra anterior y anticipando la siguiente, singularísima ella, Julio Cortázar dejó innumerables registros sonoros. Se pueden encontrar fácilmente en la red. El de ayer, no es que los vaya agotando, buscándolos como quien busca sombra en verano, me pareció extraordinario, lo cual no es ninguna noticia. Era Cortázar muy de decir cosas triviales que, escuchadas con atención, abrían la pandora (no siempre maléfica) de lo fantástico. Vino a decir que había disfrutado reuniones con escritores, con amigos, con gente a la que no conocía de nada, pero a la que le unía algún tipo de filiación sentimental o estética o intelectual, y que todo eso estaba muy bien, quedar con ellos o encontrárselos en una conferencia o en un bar o en una de esas fiestas que a veces la gente de la farándula (literaria, circense, dramática o musical) se concede para ver y ser vistos o para aliviar la soledad. Estaba bien ese trajín libresco, insiste, pero qué necesidad habrá, continúa Cortázar, emplear todo ese tiempo, aplicarse en las conversaciones, pasear exposiciones, contar tanto, darse de una manera tan pródiga, cuando podría estar en casa escuchando un disco de jazz o leyendo o mirando a sus gatos sin pensar en nada, solo por escuchar jazz, por leer, por los gatos, por los Gaulouises en la misma soledad que algunos pretendían ahuyentar.
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