1.7.25

Conceptos elementales de astrofísica

 


                                                                                                                                remotevfx/GETTY IMAGES

Hay a quien conocemos sólo por el comportamiento de los cuerpos que se mueven alrededor suyo o de las opiniones que sobre él se vierten, consideradas o no, atinadas o escoradas del término justo. Parece que así es cómo actúan los  agujeros negros, aproximando a su centro la masa circundante, engulléndola, existiendo merced a esa vecindad sacrificada. En ese aspecto, un agujero negro se asemeja a algunas personas o, dicho de otra forma, hay personas que funcionan como verdaderos agujeros negros. Tienes de ellos información de terceros, no la extraída por la experiencia propia, la servida después del trato o de la convivencia; gente que engulle lo que se le pone al paso, sin que medie aviso, como un depredador muy sofisticado. Los que saben del asunto dicen que hay cientos de millones de agujeros negros, pero nadie ha visto ninguno, nunca ha habido uno a tiro de ojo o de telescopio. Un agujero negro no es dócil, eso es lo primero que se te ocurre pensar. Tampoco es fácil pensar en ellos. No se tiene soltura en astrofísica. En lo que a mí me toca, no se me verá hablando sobre la materia oscura, qué podría decir sin titubear ni soltar alguna pedrada teórica. Uno hasta se traba cuando lee los sueltos de prensa o escucha en televisión o en la radio (ayer muy machaconamente) cosas trascendentes (a mí me parecen trascendentes) sobre el universo y sobre su anatomía, así que piensen en atreverse a emitir una narración, una especie de resumen sobre lo que has pillado de aquí y de allí. Y uno aprende que todas las galaxias tienen un agujero negro en su centro, igual que todas las familias tienen un padre. También que esos descomunales fantasmas en la oscuridad rotan y arrastran el espacio-tiempo. Ahí ya se podría dejar de pensar. Porque no nos enseñaron (o no quisimos aprender) matemáticas celestiales. El universo comenzó en un punto, denso, caliente, y luego se expandió, eso nos cuentan. Mirar muy lejos, saber hacerlo, tener con qué mirar, es mirar al pasado, eso argumentan también. Lo que engulle un agujero negro no puede salir. Son cárceles. El alma humana, cuando enloquece y actúa con perversidad, hace precisamente eso: engullir, hacer que nada de lo que entra pueda liberarse. Se desconoce qué había antes del Big Bang, ese espasmo de luz y de materia. De lo que sí hay información es de cómo se mueve, del modo en que se maneja en el salón de su casa. Es una cuestión de confianza. Es la fe la que elige finalmente las palabras, pero incluso la fe flaquea. Hasta mirado con voluntad de ver lo que no hay, lo que vemos en esas fotografías de los agujeros negros son ojos. A Dios le agrada ese órgano. Siempre se le tuvo como un ojo atento, vigilante, censor. La iconografía cristiana es magnífica y tiene también su inventario de metáforas. 


Siempre que miro lejos, allá a la honda oscuridad estelar, o que pienso en las cosas que debe haber en esa lejanía, no pienso necesariamente en Dios. De haberlo, qué podré decir yo sobre eso, qué nadie, en esa dulzura poética, no estará lejos, no habrá un lugar lejano en el que se ubique y more. Dios no está en un agujero negro, luchando contra el efecto succión, domándolo como si fuese una bestia del averno, tratando de no caer del todo y, a la misma vez, despachando asuntos terrenos, todos los de sus criaturas falibles y mortales. Hay tanto en lo que ocuparse aquí abajo que preocupa que Dios se concentre en las de arriba. Siempre pensé que la astronomía tiene un poco de teología por debajo, como si saber de una implicara razonar con mejor desempeño sobre la otra. Como si el espacio exterior, entero y ominoso, fuese una inmensa catedral a la que hubiese manumitido de su arquitectura y flotase en el éter como una canción de la eternidad. En lo entendido, poco, a decir verdad, uno entiende que un agujero negro es un cuerpo invisible que emite una luz proveniente de los gases que se precipitan sobre él. Lo que se ha fotografiado (navegando entre la bruma de las palabras, entrando sin haber sido invitado, escribiendo a ciegas) es el resplandor, borroso en cierto modo, una especie de sombra. Tenga el amable lector en cuenta que estamos metidos en faena termodinámica, lo cual es una evidencia tangible de que todo cuanto yo pueda escribir ahora es un despropósito, un dislate, uno de esos baches teóricos o conceptuales o incluso teológicos, debe ser un revés o un agujero, negro o marrón oscuro o carmesí, un no sé qué me ocurre, que ni yo mismo me entiendo, no me apetece nada nada más que estar adentro, pero no de tu vientre, sino de tus sentimientos. 


La poesía (la de Aute, traída ahora, viene bien en muchos casos) podría explicar todo lo que nos ha ido contando sobre la mecánica de los astros y su danza cuántica. En cuanto me lanzo, si se tercia escudriñar a fondo las honduras cósmicas, me asaltan más dudas de las que tenía, pero hay una inclinación a mirar con infinito respeto ese más allá, ese insondable (o será sondable al final) escenario en el que la vida pulsa las cuerdas del universo. Le dan a la fotografía de marras la más alta consideración, lo cual no es cosa que yo pueda refutar y que, en círculos iniciados, asombrará y dejará huella. Me conformo con distraerme en las alturas, como dijo Serrat. Estamos tan a ras de tierra que a veces conviene que nos pongan en órbita (es un decir) con la peregrina idea de que sepamos quiénes somos o de dónde venimos. Lo que hacen es meternos en cintura científica. De pronto pretenden que comprendamos las ecuaciones de la bóveda celeste. Creen que esa pedagogía es asequible. Qué ingenuidad, qué confianza más baldía. Porque no sabe uno cómo entender la noticia, cualquiera que nos dé argumentos sobre el origen de las cosas o sobre su final. No sabe uno tampoco si quedarse con el milagro de los panes y los peces o despejar la incógnita con las herramientas que los demás urden para que nuestra incertidumbre sea menor y podamos tener constancia fiable del lugar en el que estamos y, sobre todo, del porqué. Son los porqués lo que nos zarandean y perturban. No tener a mano algunos cuando las preguntas surgen y no tenemos con qué contestarlas. De cualquier manera, el espacio es un retablo de milagros. De ahí que le calcemos virtudes de las que probablemente carezca. Un agujero negro, me digan lo que me digan, es menos denso que la portentosa imaginación del ser humano. Creo que me quedo con las metáforas. Ellas dan la medida de mi asombro. En su vientre fértil están las ecuaciones de los científicos y la prospección del tiempo y del espacio. 

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