"Los placeres de que había esperado gozar no llegaban; y cuando hubo agotado un gabinete de lectura, recorrido las colecciones del Louvre y asistido varias veces a los espectáculos, cayó en una ociosidad sin fondo."
La educación sentimental, 1869.
Gustave Flaubert.
Hacia un ocio limpio, sin aristas, hondo y puro. A eso aspira mi espíritu en estos primeros días de holganza estival. Despachar unas almejas y una botella de albariño a la caída de la tarde con los amigos en el patio de casa mientras suenan El Kanka con su rumba, con su reggae, la Marieta del Krahe en la Mandrágora y The Pogues oliendo a cerveza caliente, hacer unos largos patéticos en la piscina, no permitir que la mesa se ocupe con todos esos tercios vacíos, hablar de los hijos y de lo bien que nos están creciendo, dejar que la noche embriague el aire de risas, no esperar mucho más de la vida y sentir que hemos llegado aquí porque nos gusta cuidarnos y querernos mucho. Y no hubo lecturas, ni visitas a museos, aunque fuimos trascendentes y bordamos la metafísica de la amistad. Lo que hicimos, esta vez de verdad, sin que intervinieran Beverly Marsh, Richie Tozier o Bill Denbrough, fue flotar, todos flotamos. El hecho de flotar se parece al de fluir. Me gusta los verbos que tienen ese arranque consonántico. Flipar, florecer. Hasta flambear. Y no querer pisar la calle. Ardía, daba miedo, no invitaba a que se paseara ni hubiera ese esparcimiento que tanto adoramos en las terrazas. El verano es albariño frío y almejas sin tierra. Y flotar, fluir, flipar hasta que vence el sueño.
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