El poeta decide cincelar un verso con el que pasar a la posteridad y así rescindir su entero compromiso con la poesía. Lo escribe, lo lee una vez, lo lee más veces, lo corrige una mañana y luego le dedica la tarde. Al día siguiente cambia un adjetivo, el único que había, por otra parte. Decide no darlo por concluido hasta que esté satisfecho y sepa categóricamente que no podrá sacarle más brillo, dar con otras palabras que registren el arrebol de su alma, la delicada epifanía que se le concedió cuando urdió la primera palabra y esa trajo las otras, once, en total. Eso fue en la adolescencia, que es época propicia para propósitos heroicos. Murió anoche. Un nieto leyó en el funeral el verso en el que ocupó su talento literario. Alguien dijo que estaba bien. Huele igual que una novia que tuve a los quince, añadió.
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