Conviene saber de dónde viene uno, cuál fue el comienzo, en qué lugar iniciamos el trasiego de las cosas. Damos a los padres la autoría de nuestra incorporación a la vida, no se podría objetar esa afirmación categórica, pero hay una ascendencia sentimental que no los reclama enteramente, una especie de paternidad alternativa, de la que a veces no se tiene conciencia precisa y no fluye en la herencia obediente de la sangre: lo hace en la memoria. Doy hoy ( más veces debería) la más alta consideración que uno pueda tener hacia quienes nos encaminaron o dieron cuenta de que ahora seamos lo que somos, lo que quiera que sea eso. Debe asignarse a nuestros padres, con sus errores justificables las más de las veces, y con su impagable oficio de curtidores o de generosos pastores del rebaño de los hijos, tan díscolo y desatento a veces, la construcción de lo que somos, pero también los maestros que tuvimos. Dieron algo que después cundió y de lo que se extrajo una enseñanza. No la de saber listas de reyes (godos o borbones) o manejar con soltura la trigonometría o las reglas ortográficas, que también, cómo no, sino otra cosa mucho más hermosa y reconfortante: la de la constancia y la supremacía del esfuerzo y de la recompensa que tutela el trabajo cuando se inculca con amor y trasciende ese amor. No hay pago que salde esa deuda infinita. No es algo que yo reclame siendo maestro. Tan sólo la idea (muy primaria y muy firme también) de que algo que uno haya hecho importe, siga importando años después. Ellos intervinieron en mi fabricación, dieron lo que supieron dar para que yo saliese a la calle y me labrase un porvenir, se dice así. Una vida entera más tarde, los veo como si todavía pudiese encontrármelos mañana, si regresara al colegio en el que comencé mi andadura vital. Creo escuchar sus voces, sé hasta el modo en que caminan o se ríen o entran en cólera. No sabría decir si fueron los mejores maestros del mundo, lo mismo que yo no sería el mejor de los alumnos. Tampoco si la nostalgia de aquellos tiempos los ha engrandecido, convertido en algo que no fueron. Es muy artera la memoria. Hace y deshace sin que uno pueda intervenir en los recuerdos. Cuando no podemos gobernarlos, invocamos a la ficción, que no es mentirse y creer lo que nos conviene creer, sino dejar que el corazón hable y sea él el que cuente las cosas. El mío dice que ellos lo adiestraron, lo instruyeron en las dificultades, hicieron que se emocionara ante la belleza o que supiera, casi más que ninguna otra cosa, la devoción a la amistad y al cabal desempeño de la honestidad. Creo que he sido un hombre honesto, creo que he sido un buen amigo. Muchos de ellos ya no están, pero tampoco eso es cierto, tantos cosas no lo son. Están viviendo en quienes tuvimos la inmensa suerte de ponernos en sus manos. Qué sencilla y costosa expresión esa, la de que uno se ponga en manos de otros, qué esperanzadora, qué confiada a la nobleza y al entusiasmo de quienes nos cogieron de la mano (todavía querríamos que ser cogidos de ella) y nos echaron a andar. Muchos amigos de entonces hemos vuelto a vernos. Lo hemos hecho cuarenta años después de dejar el colegio. No habría sido posible sin los de la fotografía. Cada uno habrá puesto algo para que esa decisión fuese tomada y esos amigos, niños entonces, yendo a los sesenta ahora, nos consideremos, en lo más íntimo, en lo que de verdad nos hace sensibles, ojalá que buenas personas, una familia.
31.5.25
Los maestros
Conviene saber de dónde viene uno, cuál fue el comienzo, en qué lugar iniciamos el trasiego de las cosas. Damos a los padres la autoría de nuestra incorporación a la vida, no se podría objetar esa afirmación categórica, pero hay una ascendencia sentimental que no los reclama enteramente, una especie de paternidad alternativa, de la que a veces no se tiene conciencia precisa y no fluye en la herencia obediente de la sangre: lo hace en la memoria. Doy hoy ( más veces debería) la más alta consideración que uno pueda tener hacia quienes nos encaminaron o dieron cuenta de que ahora seamos lo que somos, lo que quiera que sea eso. Debe asignarse a nuestros padres, con sus errores justificables las más de las veces, y con su impagable oficio de curtidores o de generosos pastores del rebaño de los hijos, tan díscolo y desatento a veces, la construcción de lo que somos, pero también los maestros que tuvimos. Dieron algo que después cundió y de lo que se extrajo una enseñanza. No la de saber listas de reyes (godos o borbones) o manejar con soltura la trigonometría o las reglas ortográficas, que también, cómo no, sino otra cosa mucho más hermosa y reconfortante: la de la constancia y la supremacía del esfuerzo y de la recompensa que tutela el trabajo cuando se inculca con amor y trasciende ese amor. No hay pago que salde esa deuda infinita. No es algo que yo reclame siendo maestro. Tan sólo la idea (muy primaria y muy firme también) de que algo que uno haya hecho importe, siga importando años después. Ellos intervinieron en mi fabricación, dieron lo que supieron dar para que yo saliese a la calle y me labrase un porvenir, se dice así. Una vida entera más tarde, los veo como si todavía pudiese encontrármelos mañana, si regresara al colegio en el que comencé mi andadura vital. Creo escuchar sus voces, sé hasta el modo en que caminan o se ríen o entran en cólera. No sabría decir si fueron los mejores maestros del mundo, lo mismo que yo no sería el mejor de los alumnos. Tampoco si la nostalgia de aquellos tiempos los ha engrandecido, convertido en algo que no fueron. Es muy artera la memoria. Hace y deshace sin que uno pueda intervenir en los recuerdos. Cuando no podemos gobernarlos, invocamos a la ficción, que no es mentirse y creer lo que nos conviene creer, sino dejar que el corazón hable y sea él el que cuente las cosas. El mío dice que ellos lo adiestraron, lo instruyeron en las dificultades, hicieron que se emocionara ante la belleza o que supiera, casi más que ninguna otra cosa, la devoción a la amistad y al cabal desempeño de la honestidad. Creo que he sido un hombre honesto, creo que he sido un buen amigo. Muchos de ellos ya no están, pero tampoco eso es cierto, tantos cosas no lo son. Están viviendo en quienes tuvimos la inmensa suerte de ponernos en sus manos. Qué sencilla y costosa expresión esa, la de que uno se ponga en manos de otros, qué esperanzadora, qué confiada a la nobleza y al entusiasmo de quienes nos cogieron de la mano (todavía querríamos que ser cogidos de ella) y nos echaron a andar. Muchos amigos de entonces hemos vuelto a vernos. Lo hemos hecho cuarenta años después de dejar el colegio. No habría sido posible sin los de la fotografía. Cada uno habrá puesto algo para que esa decisión fuese tomada y esos amigos, niños entonces, yendo a los sesenta ahora, nos consideremos, en lo más íntimo, en lo que de verdad nos hace sensibles, ojalá que buenas personas, una familia.
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