29.5.25

Epifanías

 De poder elegir oficio, aunque no haya malhablado del propio jamás, y se me asegurara que la soldada por su desempeño sería, cuanto menos, digna, elegiría el de intermediador de epifanías. Llevo mucho tiempo convencido de que sé manejarme en los efluvios del espíritu, en la didáctica de la belleza o en la percepción de lo sublime, de modo que comprendo si a un momento de flaqueza moral le conviene la audición de un aria de Verdi o la lectura de unos versos de Machado. También si un paisaje haría las veces de bálsamo y se curaría cualquiera que fuese la herida que el día habría causado en la intemperie de nuestro espíritu. También uno requiere la asistencia de quien posee epifanías que nos sortearon.  Porque ahí dentro, en lo que no se ve, estamos solos. Es una soledad singular, intransferible, nadie puede entrar, ni siquiera nosotros, por más que perseveremos en dar con el modo, podemos las más de las veces. Es un lugar tenebroso y hostil, festivo y dulce, según las circunstancias, pero hay lenitivos que palian el desangrado, ese cese en el fluir de la armonía. Porque la palabra más importante que tiene nuestro bendito diccionario es armonía. De tenerla, si hemos sabido hacerla nuestra, la vida transcurre con absoluta placidez. Todo es maravilloso. Los pájaros en el azul del cielo vuelan con encomiable apresto, la luz es esdrújula y fértil, el aire es de una bondad que intimida. El que intermedia para que la epifanía (el azul bendito, la luz proverbial, el aire puro) irrumpa y persevere inclina su talento a agenciar prodigios para que el desavisado o el refractario a milagros los adquiera y haga suyos. De ahí que a veces uno anhele hacer ver al ignorante que hay Mahler y hay Borges o que el amor, si se cuida, hace que el tiempo adelgace su tráfago cruento y solo importa el aquí y el ahora y le sugiera caer de bruces en los clásicos para que sepa lo que de ese amor inmortal escribieron hace tres mil años o doscientos. El intermediador de epifanías es de no alardear más de la cuenta, salvo que la exhibición de sus proezas concite el asombro de alguien y se sustancie con mayor fervor el propósito de su pedagogía. En cierto modo, los maestros somos esos inductores de lo prodigioso. No damos lo que sabemos para que el alumno sepa más, sino para que viva mejor. En ese hilo de las cosas, me siento reconfortado por enseñar qué es una metáfora, por mostrarles la bendita luz de nuestro idioma, instruirles en la comisión del asombro y de la curiosidad  o hacerles ver que en este mundo cuenta la educación más que ninguna otra consideración abstracta. Algunos asienten, se ven impelidos a ejercer su encomienda de aprendiz con naturalidad y, a veces, consciente alborozo, como una especie de eufórica epifanía. Todas, a su antojadiza manera, lo son. Y yo seré también todavía un abnegado aprendiz al crecer con ellos. No he dejado nunca de hacerlo.


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