5.5.25

La lengua es fascista / La literatura es un juguete sin instrucciones de uso

 



Hay libros que pueden anhelar ser otra cosa: un pájaro, una piedra, un arcoíris. Arguye el lector que esa voluntad no es enteramente descabellada y que algo de pájaro o de piedra o de arcoíris tiene cualquier libro, si uno decide abrirlos como deben abrirse y leerlos como el autor querría que se leyesen, pero dudo que Serna y Calabuig, los perpetradores (permitidme el sustantivo delictivo) de este artefacto literario inclasificable que es, aparte de pájaro, etcétera, pétalo o pelo de Van Morrison o fotografía de Elvis en el trullo o lágrima de Poe vertida por su Annabel Lee. No sé la de personajes que uno podría añadir a los personajes aquí echadas a andar. Porque ni retrato hay. No sé tampoco qué hay dentro de La lengua es fascista, ni creo que Serna y Calabuig deseen que alguien concluyera y diera un sentido al paisaje terco y enfebrecido (divertido y lírico también) que ocupa los veinte capítulos de la obra, que no debe ser leída como una novela (qué va a ser una novela) ni tampoco como una colección de cuentos enhebrados o concebidos como piezas sueltas. Se está bien no sabiendo, se acostumbra el asombro al asombro, se deja llevar, busca asideros y, no dando con ellos, acepta que meramente se flote, se deje uno llevar, fluir, conducir a dónde. 

La lengua es fascista se puede leer de muchas maneras. Yo he usado un par de ellas: la lectura de corrido, despachada en dos días, y la temperada, más reflexiva o más alocada, quién sabe. Conviene el desorden, la asunción de que ni siquiera la vida posee un orden en sí misma y los días acuden sin rigor, como arrojados por una mano caprichosa, dañina en ocasiones. Esto que digo de que se puede leer de muchas maneras lo dice Ramón de España, el prologuista, y lo cuenta bien. A su manera, el libro (a falta de género fiable, digamos "el libro") es muchos libros. Incluso cada uno de esos muchos libros contenidos podrían contener también muchos libros. Todos los libros contienen muchas canciones. De hecho, es un libro que suena, posee su banda sonora y hay incluso unos créditos para ella en los que están; déjenme que me explaye en la rendición de nombres, todos ellos bien amados por mí: David Bowie, Lou Reed, Talking Heads, Genesis, Frank Sinatra, más Bowie, más Sinatra, Chuck Berry, Billy Joel, Van Morrison, Pink Floyd, la Piquer o Adriano Celentano. ¿Qué hacen en las historias que Serna y Calabuig cuentan estos talentos de la historia de la música del siglo XX? ¿Podría sostenerse la trama, pero qué trama, sin que concurran todas esas canciones maravillosas? Este lector agradecido cree que no, pero alguien podría reprobarme, aducir que no aportan nada y que es una boutade, un capricho de la creatividad, que es magnánima y concesiva.

La lengua es fascista es riesgo puro por haberse escrito a cuatro manos y casi pareciera a veces que la mano izquierda de un autor no quisiera saber nada de la derecha y ese súbito desentendimiento prendiera la envidia del otro autor y conminara a su mano derecha a no contar con las ocurrencias de la izquierda. Hay locura en la escritura: la que ellos deciden traer en el mismo inicio, cuando hacen las citas de rigor (Borges, Poe, Barthes, Juan Ramón Jiménez, José Luis Coll). En todas se vierte esa porción de sombra que siempre guarda la luz. Por mucho que ella brille, la tiniebla pugna por abrirse paso en su vientre y desgraciar el esplendor de la cordura o de la belleza. El fascismo (escribe el doblemente citado Barthes) no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir. Les Luthiers, en uno de sus prodigiosos sketches, decían: si no es libre, le obligaremos a ser libre. Literatura y fascismo no casan, no darían ni un paseo juntos, charlando de sus cosas, viendo si uno cede y se deja cortejar por el otro. Porque la imaginación, aquí la hay a espuertas, no es asunto que pueda ser convertido en cosa predecible o en cosa mansa y de fácil convencimiento. 

Todos los personajes de La lengua es fascista son pobres personas, todos tienen sus taras y sus vicios, quién no tira de taras y se envicia a poco que se le anime. Son gente encantadora todos esos perdedores, esos tarados o esos locos, esos personajes entrañables que cuentan (en primera o en pedida tercera persona) los avatares de sus sinvivires, las tragedias y también las festividades de su trágica y festejada existencia. Algunos se incorporan a la trama, la que haya, siempre hay una, no se precise que sepamos dónde arranca y si hay un cierre cierto, para que la trama no se desmadeje mucho o para que el desajuste de lo que ocurre con lo que creemos que está ocurriendo sea más llevadero y podamos avanzar sin tropezar e incluso pisando sobre firme, sabiendo (yo lo supe en un momento determinado) hacia donde nos dirigimos. Adviértase: he dicho "nos dirigimos", no donde nos dirigen Calabuig y Serna, que ni ellos sabrían, supongo. Este mismo texto es también algo endeble que se va haciendo corpulento conforme le voy añadiendo sustancia y veo que la química de las palabras hace sus enamoramientos y sus promiscuidades. Por eso los capítulos, que no cuentos, contienen piezas de un todo del que probablemente no sepamos mucho más que algunos perfiles topográficos, cierta manera de presentarse tangiblemente, pero refractaria a la fidelidad, al retrato naturalista o a la más triste ocupación de las certezas. Importan los detalles (eso lo dicen los autores en el prólogo que ellos añaden al primer prólogo) y esos detalles hacen que leer sea una experiencia más que gratificante, eso lo afirmo ahora yo, que he sido un lector asombrado, y eso es ya prueba de que todo ha funcionado bien y la lectura ha sido una delicia.

Hay mucho amor en la fabricación de esta lengua. Sobre todo, amor a la literatura, y a la música, que es un estado aéreo de lo literario o una especie de fantasma de la palabra que hace y deshace a su antojadizo capricho y contiene en su vuelo, en ese aire, todas las disciplinas que puedan ejecutarse a ras de tierra. También está el cine o el relato periodístico. No sé la de cosas que hay dentro de este libro, pero lo más visible, lo que más llama la atención, es ese enciclopedismo sentimental que homenajea a Dickens o a Joyce o a Lola Flores con su Pescaílla, a Miguel de Molina (cómo le gustaba a mi padre), a la nínfula que amaba H.H. en la gloriosa novela de Nabokov o a la simpatía de sus satánicas majestades por el mal puro en esa pieza gloriosa de la memoria discográfica. Apabulla el nomenclátor, la portentosa rendición de nombres y de citas, de diálogos y de fotografías (sí, el libro tiene muchas fotografías, y son importantes para que todo se comprenda mejor o se deje de comprender completamente). Está la obra entera cruzada por esa gratitud hacia nuestros próceres espirituales, da igual que sea Mick Jagger o Raffaella Carrá. 

No he citado el humor, que es aireado con inteligencia. Se le hace poco aprecio en la buena literatura al humor, que conviene y hasta se ansía, un poco cansados como andamos de que la fatalidad lo impregne todo y las novelas o los cuentos que se leen no hagan que comparezca lo hilarante, tan necesario siempre. Humor con su clave de ironía, con su lenguaje chabacano juntamente con el macerado a sabiendas de la encomienda de que la lectura no atente contra otra inteligencia, la del lector, que a veces se desprecia. Serna y Calabuig urden una pequeña tesis sobre el tiempo en el que vivimos; el VCS.3 de la cara oculta de la luna hace que el lunático apague "los últimos murmullos de la sala". Escuchamos la melodía de la resurrección. Porque leer es extraernos quirúrgica (mágicamente) del pozo que cualquier manifestación de la ignorancia cava en el suelo que pisamos, en las salas de espera de los hospitales, en los burdeles, en la sala de máquinas de los gobiernos del mundo, en las camas donde amamos o donde morimos. Ese tiempo es de recortes de prensa, de piezas de otras piezas, de letras de canciones y de historias. Esas historias fraguan el conjunto, le dan ese apresto de conglomerado muy dúctil, muy de ser contado y de escucharse como quien acoge una confidencia, algo que ha sucedido y que merece la pena que se airee y alguien, al saberlo, decida darle nuevamente vuelo. Así el lector, que hará de puente, siempre lo hacemos, para que esta lengua dé con quien la abra (se abren las lenguas, ahí en sus adentros estará todo lo que se ha dicho y lo que está por decir) y reciba en prenda este juguete. Porque es un juguete del que se prefiere no dar mayores explicaciones acerca de su uso. No tiene instrucciones, no hay preliminares, un apartado que prevenga y escolte al lector. Todo se confía al prodigio de la literatura. 



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