31.8.24
Historietas de Sócrates y Mochuelo / La sangre loca cuando danza
Ayer di con una palabra (en realidad eran dos, intercambiables) que me fascinó y a la que repentinamente concedí la atención que me haría no separarme de ella durante buena parte del día. No sabiendo donde calzarla, la rumié en privado en la idea de que habría un momento en que podría pensarla sin distracciones. Imposible de verter en la conversación, sospeché que su destino debía ser unas de estas ocurrencias que tienen Sócrates y Mochuelo, y hete aquí que esta mañana mi desazón ha encontrado bálsamo. Ha sido ver bailar despreocupadamente al bueno de nuestro filósofo y a la criatura hacer sólidas sus sospechas y la palabra se ha puesto a bailar también. Se aprecia que es en esa danza donde manifiesta con mayor ahínco su naturaleza a veces huidiza, como de cosa de difícil asiento o como pájaro de resuelto vuelo que deja al capricho del aire la composición de su coreografía. La entenderá cualquiera que se haya sentido alguna vez feliz por la irrupción de una idea por encima de las demás, un pensamiento sin tacha, una especie de epifanía en la que sintaxis y semántica casan como agua que se arrima al suelo por el que fluye y toma de él la forma y la dirección de su cauce. Porque los pensamientos, los buenos, los que prenden y perduran, tardan con frecuencia en cuajar, se diluyen a poco que se empieza a creer que se los tiene domeñados, brincan, se ríen (de nosotros, arguyo) y desaparecen. Su costumbre es la de errar y no elegir residencia, pero ah, amigos, cuando logramos dársela, qué armonía de pronto conquista, qué sensación de ligereza en los pies, qué música invisible se escucha, con qué ardorosa entrega nos declaramos danzantes. La palabra es "cogitabundia", que es fea en su restitución de sílabas, pero conviene maravillosamente para el propósito que nos ocupa. Sócrates la sabe pronunciar con absoluto desparpajo, ve la melodía que contiene. Mochuelo descree de que pensar mucho pueda llevar a algún lugar más bonancible que el de la observación pausada que él practica con solitario empeño. La otra palabra que me deparó aquel momento de alegría es "meditabundia". La rendición silábica y el orden que exhibe es más llevadera. Hasta los labios parecen entusiasmarse cuando se disponen a ir juntándose para que ella, al reproducirse, exista. También habrá que convenir un receso después de todas esas cogitaciones excesivas, dar rienda suelta a que el cuerpo se arrogue la vocalía de la cabeza, tan ocupada en ocasiones por la fatiga, tan urgida a que esté siempre en forma. Sostendrá Mochuelo que el mucho bailar afectará a quien baila, que se acabará acostumbrando a la barahúnda, a la impredecible elocuencia de las manos y de los pies al seguir el ritmo, a todo ese escándalo de la sangre cuando enloquece y vanidosamente se gusta y luego, ay, no sabrá regresar al tajo, al severo ritmo de las palabras, al trabajo exigente de las ideas. Eso dirá.
Historietas de Sócrates y Mochuelo / La trama infinita
A la Inteligencia Artificial no se le concede el manejo del sarcasmo o de la ironía, formas refinadas del discurrir humano que simula. Ni siquiera el humor, que es un atributo saludable de la inteligencia. Todas esas construcciones del pensamiento le son ajenas, no hay manera de que su intendencia las comprenda. Podrá formular remedos aceptables, incluso dignos de asombro, pero le queda lejos todavía (ay, con qué temor calzo el adverbio) la escritura de lo sutil, toda esa elocuencia de lo maravilloso y trascendente. Su desempeño no se convida de lo mágico, apela al frío rigor de lo fijado y gris. Todo lo que el hombre urde para su recreo y consuelo más íntimos proviene de la creencia de que hay algo superior a él, que lo concierne y de lo que tal vez arcana y antojadizamente procede. El mismo arte apela a lo más humano, no intima con el promiscuo algoritmo. No debe, al menos. Ya se verá todo. Tendremos los ojos abiertos, queramos o no. Mochuelo no condesciende a la metafísica con la facilidad con que Sócrates se deja acariciar por ella. La mira de reojo y sigue a lo suyo. No se engolosinará pensando en el Dios detrás de Dios y en su mano al mover las piezas del tablero de las negras noches y de los blancos días.
30.8.24
Kong con chanclas
Decanta la tenue sombra su frescor pasajero hasta que de nuevo el sol cobra su peaje y arranca el cuerpo a exigir el suyo, que es, las más de las veces, sudor, ese castigo epidérmico. No se le recrimina al cuerpo que haga sus cálculos químicos para que continuemos la brega diaria, esa aritmética suya será la procedente, pero deseo con el alma entera (es cosa mía ese súbito volunto) que el frío intervenga en sus ecuaciones y zanjemos el sofoco, que amengua el ánimo y nos abate con su antiguo oficio. Hoy el día principió un frescor diminuto que pronto mudó a su habitual temple torrefacto. Se avitualla el ánimo con esas amenidades térmicas para que la vigilia no lo derrote y prospere la esperanza de que cunda el fresco sin receso y respiremos algo. Ahora, serán las diez pronto, la calle arde otra vez y habrá tribus ocultas (qué remedio les queda) cerca del río.
La batalla que entablamos con el cuerpo la ganamos y perdemos a diario. En ganar y en perder se nos va la vida, pero en cierto modo vivir es irse uno yendo, escapando, fugando, ganando, perdiendo, adquiriendo poco a poco la conciencia de la duración de todo ese trasiego. Por eso no es nunca una ganancia o una pérdida, sino un estado canjeable por otro, una sensación modificada por otra, un equilibrio que se deshace y que regresa, una especie de sofisticado partido de tenis en el que no hay un ganador o un perdedor ya que lo único que realmente importa es la evolución de la bola por la tierra, el vuelo que ejecuta (errático, como de avispa torpe) y las formas en las que el azar o el talento o la experiencia las va haciendo caer.
En torno a uno, conforme crece, la realidad se obstina en contradecirnos o en mimarnos, en hacer que fracasemos o triunfemos, flaqueemos o nos reforcemos, sin que ninguna de esas dimensiones del juego dependan enteramente de nuestra decisión, de la voluntad firme con la que abordamos la partida. Pero el cuerpo se obceca en malograr todo esfuerzo por gobernarlo. Accede a ejecutar los movimientos que le solicitamos, y movemos las piernas, abrimos la boca y hablamos, bailamos incluso cuando la música nos traspasa, pero hay asuntos en los que no consiente la injerencia ajena, no admite que haya un dueño, obra por libre, medra en su absurdo deseo de irse degradando, aunque nos haga creer que tenemos alguna propiedad en la empresa, de que en el fondo somos nosotros los que guiamos la nave.
Pensé en que quizá lo que trasciende de esta batalla no es que se persiga la adjudicación de un vencedor: lo hermoso es la ceremonia en la que se preparan los bártulos de guerra, el modo en que disponemos en el mapa los ejércitos, toda esa estrategia espléndida de los preliminares. Ninguno de ellos, no obstante, es dulce cuando el cuerpo evacúa ese unánime y más que molesto lastre llamado sudor. Hoy le he declarado guerra abierta. No se ha dado por aludido. Me ignora. Da de sí mismo su entrega más completa. Se ha rico y a mí me deja pobre, como escribió el poeta. Que no sea inclemente este agosto postrimero contigo, ah lector. Piensa que, más pronto que tarde, ojalá, nos ocuparemos de mantener a raya el frío. Dejo a Kong al borde del mar. Le he puesto chanclas . Se quemará esos pies grandes que tiene.
Historietas de Sócrates y Mochuelo / Elogio de la sombra
29.8.24
Reino vegetal / La novela del verano
El verano tiene atributos que únicamente a él le conciernen. Su nieve imposible es el aire quemado cuando abrimos la boca y notamos el peso del tiempo en los pulmones. Porque se aprecia esa dureza de cuerpo tangible ocupando la garganta y haciendo sus escaramuzas para hacer arder los pulmones. Es el fuego, luego la ceniza. Algunos libros hablan del verano con absoluto verosimilitud. Se pueden leer en lo más crudo del crudo invierno y desear que el frío nos atenace y la piel se nos erice. Te cuentan lo que podrías olvidar si a alguien no se le hubiese ocurrido consignar todos esos primores estivales. Cuando yo era pequeño, amaba el verano casi por encima de todas las demás circunstancias a las que mi edad pudiera conceder peso en mi cabeza, que era todavía de deslumbrarse mucho y de desalentarse en igual medida. Quizá siga así, mi cabeza. Entra en lo razonable que el amor al verano continúe inasequible al desaliento, aunque haya transcurrido el suficiente tiempo como para entender que cualquier estación es propicia a la euforia o a la tragedia y que el calor o el frío no participan en esas consideraciones enteramente sentimentales. Recuerdo las tardes infinitas en mi casa. Mis padres, mis abuelos. No tengo hermanos. Esa orfandad me capacitaba para extenderme en juegos privados que los que los tienen desconocen, no se han visto forzados a fabricarlos y, más adelante, a pulirlos y hacer de ellos una fortaleza (con sus fosos hondos, con sus altas almenas) como la de las películas que veía en la tele a la sobremesa.
El verano es la melancolía. Si hay que buscar una época en la que fuimos felices habría que elegir uno o muchos, todos contribuyen a que quien los busca en su memoria dé con algo que lo hace sonreír o que lo hace llorar. Cuando creces, al perder ese cándido arrullo de verdad y de vida, el verano es otra cosa, no un mapa con un tesoro dentro. El verano era la luz, lo es a veces todavía. También la sombra. El corazón estaba a medio hacer, cuándo se culmina su construcción, me pregunto ahora, y la calle era ese mapa con ese tesoro dentro. Fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos, cito a Dickens. Por eso Reino vegetal, la novela de Marc Colell es, más que una lectura, un pasadizo que va de las sombras de ahora a las de entonces o, dicho más alegremente, de toda esta luz a aquella, que fue hermosa a su manera y ciega y limpia. No podrás encontrarlo, si de pronto te apremia dar con él. No figura en los atlas, no hay un algoritmo que formule la restitución de ese anhelo. Lo dijo Ismael, en el monumental Moby Dick de Herman Melville. Los lugares de verdad no están en ningún mapa. Ni los tesoros se encuentran con una brújula.
Reino vegetal es la novela del verano, la de cualquier verano. Se lee para que no perdamos la inocencia o para que no crezcamos más de la cuenta o para que leer sea la brújula que nos conduzca al tesoro. Lo tiene Carlota, que ocupa la extensión minuciosa del relato, que no es relato cartesiano, rendido como la trama de la que el lector va entresacando episodios hasta que cree haber fraguado en su cabeza la historia que se le ha contado. No hay tal historia y, sin embargo, todas las historias están en ella, en la novela, en la niña de trece años que escribe y se cuenta el mundo con objeto de hacer fácil su travesía, que es la nuestra. La urbanización en la que se desarrolla esa historia sin cuerpo de historia podría ser también cualquier urbanización en cualquier playa. No será la Costa Dorada, ni veremos a todos esos niños que juegan a lo que saben, sin pensar en su finiquito, sin caer en la cuenta de que no tendrán más adelante nada parecido a lo que ese verano les ha entregado imborrablemente. Podemos pensar en Peter Pan con una cresta de indio diciéndole a Wendy, como un aviso de lo por venir, que una vez que has crecido ya no puedes volver atrás.
Lo que hace Marc Corell es un ejercicio de funambulista. Es tan difícil no caer cuando se manejan emociones tan sutiles, de esa hermosa hondura. Toda la novela es un maravilloso ecosistema. Quien lee, con esa magia que logra la buena escritura, se siente impelido a respirar el mismo aire que los personajes que transitan por sus páginas. Parecen invisibles a veces; otras, su corporeidad es apabullante. A lo que Carlota se enfrenta no es a la muerte de su amigo Ferrán, asunto que vertebra todo lo narrado. Ni siquiera esa tragedia ocupa la atención primordial, la de su aceptación, la de su duelo, la de ingresar en la adolescencia con esa losa a la espalda, sintiendo el peso de la culpa o la certeza de que es imposible hacer nada que revierta los hechos y todo vuelva a su ser, al lugar de donde todo partió, cuando el mundo era bonito y nada lo perturbaba. Pero Colell, un verdadero talento a la hora de elegir un punto de vista y llevarlo a sus últimas conclusiones, cartografía esa extensión topográfica de la niñez y del verano: mantiene la tensión (que no existe como tal, quede eso claro) de un modo tan delicado que la lectura se hace con un nudo en la garganta, aunque el humor comparezca (es necesario, la misma vida lo contiene incluso en sus circunstancias más dolorosas). Escoger varios tiempos para hacer avanzar la novela era la opción más arriesgada y se debe convenir que ese riesgo anticipatoriamente tomado es el que eleva Reino vegetal. Qué exquisita su sintaxis, qué mirada la que se nos confía y a la que, torpes siempre, intentamos comprender.
Reino vegetal es Carlota una y otra vez. Está en todas las líneas, ocupa todas las pequeñas digresiones, la sustancia subsidiaria, la que se extrae cuando ya creemos haber apurado la pulpa entera y el fruto se exhibe seco, inútil. Hay muchas novelas en esta novela. La primera es la evidente, la historia (no me cansaré de decir que la linealidad y la conformación clásica no hace rutinario acto de presencia) de una niña que se hace mayor. Cuántas veces hemos leído o visto o sentido de primera mano el viaje de la niñez a lo que no lo es, a lo que no será fácil que lo sea nunca más. Las otras novelas se incorporan sin aparente fractura. Se esmeran en contarnos todas las grandes preguntas que no tienen ninguna respuesta. No la tiene la infancia, que es una estación como el mismo verano: alada, saludable, de apariencia de juguete nuevo que acabamos de sacar de su caja y tocamos con ansia y con estupor, sin malevolencia, sin todas esas ocurrencias insanas que más tarde aparecen y nos hacen pensar (qué error el de pensar más de la cuenta) en el fin del juego, en la clausura de su felicidad pequeñita.
Y ese final absolutamente conmovedor, del que no se dirá aquí nada porque no sabría cómo contarlo sin que se arruine su bondad infinita, su dulzura de milagro. Todo es bienintencionado en él. Carlota lo narra con pasmosa naturalidad. Nos dice cosas tan bonitas que debemos cerrar el libro (yo lo hice en muchos tramos, sobrecogido, cambiada mi función de lector a la de habitante de lo leído) y también los ojos y dejarnos llevar por la ternura. Reino vegetal es eso: ternura y verdad. No acabamos de comprender nunca. Tal vez no debemos comprometer nuestra vida a buscar una explicación. No la hay, no es bueno que la haya. Colell no la da, ni siquiera se esfuerza en cerrar lo que ha abierto. Seguirá ofrecido, anhelando huéspedes que entren en la urbanización y se incorporen al elenco fastuoso de personajes que la pueblan. No será preciso tener una disposición de ánimo específica. Cualquiera es bienvenido. Ese mundo tan sutilmente presentado es en sí mismo el mundo. Venimos a él sin instrucciones de uso. En todo caso, es del verano su remembranza, de las canciones de los ochenta, de los pescadores en su faena de anzuelos y de redes, de los perros buscando la sombra, del tabaco clandestino (Winston, Chestrfield, Camel, Marlboro) que fumamos para ser adultos (tabaco negro no, nada de Ducados ni de Habanos, demasiado toscos), de las frutas que se pudren y caen al suelo y las picotean unas hormigas bajo la vigilancia severa de un sol infinito, de las estrellas de mar que Carlota regala, de los Calipo, de los Frigodedo, de los Drácula inmortales de aquellos años en los que algunos se hacen treinta piscinas a diario y otros hacen fotos a los charcos. Cada uno ejecuta un plan del que apenas sabe su propósito. Como la vida.
28.8.24
Historietas de Sócrates y Mochuelo / Desfilosofando
Habrá que encomendar a la vida que nos explique sin ponerse profunda a lo que vinimos a este mundo y si podremos entender algo antes de que retire su confianza en nosotros y zanje expeditivamente sus agasajos y sus tragedias. No sabremos cómo hacernos de las instrucciones de uso, manejamos con torpe y voluble oficio los dones que otorga y, las más de las veces, cuando nos ponemos trascendentes, marramos, rehusamos pensar, concedernos ese diálogo íntimo del que tal vez extraeríamos las respuestas a todas las grandes preguntas, pero a la filosofía le incumbe únicamente el festejo de la tribulación, la lúcida y la lúdica conversación con uno mismo. Ya no se llevan esas distracciones, se han reemplazado por otras que no son tan exigentes. Porque pensar es una actividad de riesgo. Lo sabe Sócrates y lo aplaude. Lo sabe Mochuelo y…lo teme. No es su pensamiento, tan diligente, tan locuaz, sino el del que lo agobia con sus cogitaciones inverosímiles, retorcidas y, en algunas ocasiones, las menos, tan, tan…adorables.
Todas las noches dulces
Para Luis Felipe Comendador
Encuentro consuelo en cosas sencillas, en lo que en apariencia parece frugal o de poco asiento. Las otras, las cosas complicadas, no sirven. Es en lo frágil donde todo adquiere sentido y se ensambla lo fragmentado, todo lo que se muestra deshilvanadamente, sin gobierno que lo ajuste, ajeno a cualquier disciplina o concierto. La felicidad reside en la habilidad que se tenga para juntar esas piezas separadas. Porque tienden a separarse. Partimos de esa certeza inconmovible. Que andamos a diario juntando pedazos, los acarreamos con paciencia y los ensamblamos en la cabeza. No conciliamos el sueño cuando alguno ha quedado desmadejado. Las veces en que nos desvelamos en mitad de la noche es porque una pieza, una pequeña o de tamaño considerable, viene a ser lo mismo, no está ajustada a las otras, pero ah, esas noches en las que se concilia el sueño con absoluta felicidad y se duerme como si de verdad todo tuviese sentido y el día por venir nos cortejara con sus zalamerías nada más abrir los ojos. A Luis Felipe le corteja el numen. Tendrá que ser así. No se entiende de otra manera. Coge su cuaderno y dibuja o manuscribe unos versos o sanciona la dureza del mundo en esa prosa cruda y sanguínea que a veces toma como paradójico bálsamo para aminorar el dolor de lo que no comprende o precisamente para que no se vaya y pueda continuar lidiando con él. Esa será la evidencia de que está sensible y no ha perdido la capacidad de explicar lo inefable y de explicárnoslo a nosotros. Y dormirá a conciencia y todos los ángeles le susurraran las grandes palabras. Las tecleará en su Mac viejo y generoso mientras el Zippo enciende un Winston. El humo del tabaco no lo comprende quien no fuma. Hay que ser poeta para ver las costuras del aire. Bendita la eclosión de lo salvífico y lo laudánico, eso escribió hace unos días. Y uno que lo festeja en la distancia con colmo de gratitud.
27.8.24
Historietas de Sócrates y Mochuelo/ Embriagarse
Es cierto que se puede uno embriagar con la sutilidad del aire al tocar la copa de unos árboles o en la contemplación de un paisaje al que se le concede la atención que no se suele, adquirir un tipo de euforia que nos impele a mirar de otro modo o a expresar la naturaleza de lo mirado con una locuacidad etérea, como de ángel al que se le ha permitido intimar con los hombres y parecer que es uno de ellos. Sócrates bebe para que todo fluya sin concierto en su cabeza o para que la gobierne otro, no él, alguien a mano que lo manumita de sí mismo unos instantes o para que quien asiste a su algarabía etílica desee que vuelva a su ser. Qué será eso, cuál ser será el representado en nuestra comparecencia en el mundo. Mochuelo no entiende nada. No sabe de ángeles ni de aire acariciando las ramas de los árboles, ni de paisajes que maravillan los ojos. Se pasma de que Sócrates recurra al vino, incomodándolo, haciéndole asistir a una danza arcana. Tras su ingesta, sucederá la resaca, que es un recordatorio de la imprudencia o un homenaje a ella, quién sabe.
Un aprendizaje
Al final importa lo que nos perturba, ese estupor en el ánimo o incluso ese asombro continuo, un poco entre la perplejidad y la fascinación. El arte no tiene utilidad alguna: solo nos faculta para la conmoción, nos enseña qué debemos hacer para que ese hallazgo sea más sólido y penetre de una manera más elocuente. Lo que no hay es una pedagogía fiable de ese placer, de la sensibilidad. La que se airea en algunos suplementos dominicales de cultura no cuenta, ni los libros cuentan a veces. Se pone énfasis en la bondad o en la mediocridad de lo observado, pero no insistiendo en los procedimientos para que ese placer sea verdaderamente democrático. Tampoco sé si ese oficio le incumbe a la escuela, si los maestros debemos preparar para que el ciudadano sea sensible y pueda valorar una pintura de Francis Bacon o un solo de trompeta de Miles Davis. No hay Bacon que conmueva si no nos entrenamos en su observación, a pesar de todo, ni Davis que no requiera un tiempo de exposición, aunque el arrimo primero deba irrumpir con la elocuencia de una tormenta en el silencio de la noche. La belleza, aceptando a Breton, será convulsa o no será, pero hay que conformarla, escrutaría, entender que uno aprende a escuchar ópera al modo en que aprende a conducir o a cocinar unos callos con chorizo. Uno aprecia a Hopper al primer cuadro suyo que contempla; incluso puede deslumbrarse en esa primera instancia. El amor perdurable proviene de la paciencia. La experiencia es la que nos faculta para admirar el arte. Yo todavía estoy en el periodo novicio.
26.8.24
Historietas de Sócrates y Mochuelo / Volar
Mochuelo aplaza tan solo el vuelo libre de Sócrates. En cuanto duerma de nuevo se desvanecerán la tierra firme y las predecibles líneas que tiene marcadas para que se la pise. El que sueña vuela o, al menos, pierde la sujeción a la costumbre de saber qué vendrá tras un paso, que será otro y ese anticipará otro más hasta que no haya camino en el que avanzar. Soñar es saberse alado. Ni tributo se paga por esa adquisición lírica. Porque es de la belleza el vuelo y la libertad lo mece. La felicidad será otra cosa.
Lo que hoy escribo, mañana me lo borran
(Pintada en un muro de mi barrio en Córdoba)
En realidad, a veces no cuenta escribir para contar algo sino escribir por el hecho mismo de la escritura. Como vivir para únicamente seguir viviendo. Cómo andar sin que importe lo buscado andando. Las otras veces, las felices en que algo de uno prospera en la memoria del lector y le causa el placer o la zozobra, son extrañas casi siempre. Ni uno mismo, tal vez animado a no ser duro en exceso, aprueba el texto, lo considera ajeno, hasta lo reprueba sin que duela la sanción. Sin embargo, hay veces en que todo cobra sentido y se dan las circunstancias más favorables. Creerse entonces alguien, un escritor, haber tenido la bendita ocurrencia de que unas palabras caigan bien a otras y comparezca la ilusión del trabajo bien hecho. Y que, aun borrado, alguien lo tutele en su memoria.
25.8.24
Historietas de Sócrates y Mochuelo/
Se está siempre enfermo de algo. A la enfermedad le hemos atribuido los males más enormes, pero no deja de ser una extensión inevitable de la vida. No se puede vivir eternamente, ni tampoco sin que nos castigue la flaqueza o nos atropelle incluso. Hay enfermos convencidos de la inevitabilidad de su afección. A fuerza de repetir gestos y de convivir con los síntomas, han desarrollado una alegre relación con ella. La aceptan, la sobrellevan, hasta se atreven a no considerarla seriamente y, en ocasiones, desoyen las admoniciones, no caen en la sencilla cuenta de los consejos de los galenos y permiten que esa enfermedad se instale en ellos, como si no hubiese remedio o como si, de haberlo, no mereciera la pena en modo alguno su tratamiento. Hay también enfermos que se han acostumbrado tanto a su mal que no sabrían qué hacer si les faltara. Han hecho una literatura oral que lo explica a los demás o tal vez a sí mismos: cuentan si duermen bien o mal o no duermen en absoluto, narran con angustiosa vocación novelesca el sufrimiento que les postra en la cama o en un sillón, alejados de la vida de verdad, la de los seres sanos que pasean y acuden al trabajo y salen de cañas con los amigos. Cuando mejoran, pues casi todas las enfermedades tienen fases y ceses, ya no saben de qué hablar, con qué entretener el ocio de los otros.
Tuve un amigo, al que no veo hace tiempo, que no tenía iniciativa en las conversaciones. Se adhería con pudor a las que ideábamos nosotros. Era extraordinario el modo en que perdía la timidez cuando le aquejaba algún mal. Se explayaba admirablemente en el relato minucioso de su enfermedad. No sólo reportaba su dieta, insistiendo en si en ella abundaban las legumbres, que detestaba, o la fruta, de la que jamás emitía opinión favorable alguna, sino que nos confiaba la estadística de los kilos que ganaba o perdía. En otro orden de cosas, o en el mismo, extendido como una consecuencia natural del primero, profería ardorosas defensas de su adorable madre (a la que conocí), esmerándose en expresar el extremo cuidado que, cuando enfermaba o recaía, le dispensaba, mimándolo de un manera tan profesional que aplaudía cada pequeño síntoma que indujera a pensar en que la enfermedad le visitaba de nuevo. No disimulaba esta incompetencia sentimental; bien al contrario, la potenciaba. Admitir cuán débil es uno quizá sea un signo de madurez, no lo sé. De él me queda ese recuerdo narrativo, el de la enfermedad yendo y viniendo por su sintaxis. No creo que haya rebajado esa afición suya a encontrar vigor en la flaqueza. De hecho es un recurso admirable, un mecanismo de defensa magnífico. Lo será el aburrimiento de igual manera, sospecho. Ignoro si tendrá quien le mime, alguien con quien caer enfermo a placer. Sé que cuando le vea, si sucede, le preguntaré cómo está y no tendremos prisa ninguno de los dos. Mientras nada nos perturbe, dejaremos que pase el tiempo. Seremos felices, nos consolará escuchar los avances del mal. Nos aburriremos, bendita ocupación. Quizá eso nos haga bien. Qué raros somos. Lo son Mochuelo y Sócrates también, cómo no.
Miles Davis, murciélagos, tequila
A Marc Codell, lo prometido es deuda, dicen
Hay flores que solo se abren de noche y la lengua de un tipo de murciélago, Leptinoterix yerbabuenae, les extrae el polen y el néctar. Otro traga frutas enteras. En quince minutos las ha digerido y expulsado de modo que la semilla está lista para ser germinada. Comen con ansia y rivalizan con las abejas en la divulgación de la flora, lo cual los hace verdaderos embajadores de la felicidad vegetal y, añadidamente, nuestra. Extremadamente precisos, encuentran a esas flores a ciegas y cuidan de que su libación no las lastime. Ambas especies de mamíferos nocturnos y alados, aparte de regular las poblaciones de insectos, se encargan de repartir los dones de la vida por la extensión hambrienta del mundo. Una de las esas plantas tan golosas para el murciélago es el agave azul, Agave tequilana, en su rendición taxonómica, que muere tras florecer. También la cortejan insectos y colibríes. En la Mesoamérica de hace 9000 años ya era usada para producir azúcares, costumbre que decayó al imponerse la del cultivo de caña de azúcar por parte de los conquistadores españoles. Tenían también la costumbre de usar sus tallos en forma de hoja (pencas) para fabricar hilos para tejer costales, tapetes, redes de pesca, etc. Los agaves (cito la Wikipedia) "dan distintos tipos de bebida. La savia natural cuando se extrae es de sabor dulce y se le conoce con el nombre de agua miel", más tarde una antigua bebida ritual llamada pulque, una vez fermentada. El líquido ya destilado de esas golosinas se conoce como mezcal o tequila. La palabra agave refiere, en su etimología griega, algo noble o admirable. La impuso Carl Nillson Linnæus, latinizado Carlos Linneo, del que Rosseau decía no haber conocido hombre más grande en la tierra. Goethe escribió: "Con la excepción de Shakespeare y Spinoza, no conozco a nadie, entre los que ya no viven, que me haya influido más intensamente". El dramaturgo Strindberg, sueco también, dijo que "Linneo era en realidad un poeta que se convirtió en naturalista". Es héroe de Suecia, donde se le tiene como "El Plinio del Norte", "El Segundo Adán" y "El Príncipe de los Botánicos".
Imagino que ninguna de estas curiosidades eran de interés para Miles Davis. Lo que adoraba era la ingesta de tequila. En su época de mayor dependencia de cualquier sustancia que lo inspirara, no sé sabrá si ese era el propósito buscado o uno sobrevenido o fingido, Miles no hacía ascos al alcohol devastador de un buen lingotazo de tequila joven, más ardoroso y práctico, o el no menos activo tequila reposado, mezclado y macerado durante un año en caras barricas de buen roble americano. El guitarrista Wes Montgomery le dedicó un admirable tributo en una pieza que huele a murciélago a poco que el que escucha se concentre lo suficiente. No sabemos tampoco el olor de estas criaturas de la noche. Devoran su peso en insectos cada vez que dejan los puentes bajo los que ocupan el día o los árboles generosos en ramas o las cuevas en las que remedan la natural oscuridad de su hábitat. La música que Miles hizo cuando dejó de ser el trompetista ortodoxo al que todo el ecosistema del jazz rendía pleitesía es extraña como un murciélago hocicando sobre una flor en el desierto de Sonora. Se encomendaba a dioses lisérgicos que hablaban en rap o en funk o en telúricas sílabas que él traducía pasmosamente. Lo malo es que pocos sabían seguirle. Chick Corea, Herbie Hancock o John McLaughlin se plegaron a escuchar al chamán. De ahí nació In a silent way y, más adelante, Bitches Brew, verdaderas joyas de la experimentación melódica. Miles ya no tocaba música, sino ritmo, dijo Percy Heath, un contrabajista de su banda. Se acostumbró a tocar de espaldas al público. El sonido era un mantra de percusiones abstrusas, su trompeta era un hilo conductor psicodélico o surrealista o apocalíptico o metafísico, tal vez todos esos adjetivos mancomunados en uno solo que ni él mismo supe nunca pronunciar. No eran palabras lo que Miles reproducía: se convirtió en un ser ágrafo y rudo, un animal ensimismado, un murciélago que duerme boca abajo para que las alas puedan izar el vuelo sin que ese esfuerzo cueste más de la cuenta. A Miles le bastaba una nota, la primera que se le ocurriera, cualquiera que irrumpiera, la menos predecible, la más vulgar, para que comenzara la liturgia de la música. Como el que bebe el primer trago de tequila y el sabor en la boca le hace también concebirse ave y atreverse, ebrio y feliz, a acometer la soberbia del vuelo. Se le puede ver todavía cuando se le escucha. Basta cerrar los ojos, no se precisa colgarse con la cabeza señalando el suelo. Un vecino que tuve y al que echo de menos me regaló una botella de tequila del bueno. Lo había comprado en Méjico. Te lo bebes cuando celebres algo, me dijo. Lo abriré una de estas noches en el patio de casa. Tendré a los amigos cerca, habrá música de Miles en ese altavoz pequeñito que suena como los ángeles cuando están un poco ebrios. Ahí brindaremos por todos los murciélagos del mundo. Algunos andarán por el cielo de Villafranca comiendo mosquitos. En verano, eso es de agradecer.
24.8.24
Historietas de Sócrates y Mochuelo / La cabeza sin pájaros
Mi abuela decía que había gente a la que le molestaba hasta las ventosidades que expelían, lo dejo aquí con la mayor de las prudencias semánticas, aunque apuesto a que ella ignoraba el sustantivo fino y atrochaba con el más vulgar y explícito pedo, que en Andalucía (no solo aquí) omite la segunda vocal para emparejar la restitución fonética con el ruido producido cuando esa necesidad intestinal se airea. Mochuelo se las apaña sin que le urja hacer vida social, alternar, ver y ser visto, saber de unos y que los demás sepan de él, querer o que le quieran. Qué necesidad habrá. A lo sumo, acepta que Sócrates le ponga a pensar y, en ciertos casos, que de esa sesera suya puesta a funcionar surja alguna evidencia de que bajo el pecho le late algo parecido a un corazoncito. Es de preferir lo suyo solo, de no caer en las costumbres de Sócrates, que son siempre un festejo de la dialéctica. El hombre necesita del hombre para medrar en su ser, pero he aquí a quien no le satisface un igual que lo cuestione o hasta inspire. Su propósito es singular y arcano, su soledad ensimismada le basta. A veces consiente que Sócrates le distraiga. Nada que lo marque ni predisponga a redoblar esa costumbre. Ahora estará pensando. Un pájaro le ha hecho ver lo arisco de su naturaleza.
23.8.24
Historietas de Sócrates y Mochuelo / Como la vida misma
Al ser humano le cuesta mantener el rumbo, como a las moscas. Lo acabo de leer en Fractal, un monumento al diario entendido como un hito sublime de la literatura. Lo escribe Andrés Trapiello. A Mochuelo se le ven ya las costuras de hombre, se aprecia que ha comprendido la aventura maravillosa de su trasegar por el mundo. Ya se duele cuando el dolor acucia y hasta se enternece cuando lo sensible lo abraza y no lo suelta. La pelota traza en el aire un dibujo imprevisible del que no podemos extraer enseñanza alguna. Así la vida. Así su antojadizo tráfago. No se vive para comprender nada. Es absurdo ese anhelo de conocimiento. En todo caso, contará el modo en que se vaya descubriendo la felicidad absoluta de haber sido alojados en el escenario. Mochuelo aprende a coger la raqueta, que es casi como decir que aprende a conocer su corazón.
Desiderata
Están los días sin pan ni abrigo.
Andan emboscados.
Se tientan y se abrazan.
Se funden y se apartan.
Oigo al aire declamar
su épica mudanza
en la bóveda del día,
su tenue brillo
sin fulgor todavía.
No es nuestro,
no es de nadie el aire.
No hay que lo reclame.
Es del vértigo y de la luz
su eclosión pura.
Una paz tierna como un arrullo
lo recama de tersos mimbres.
Terca su vocación invisible,
terca y limpia,
pero hay una inminencia de prodigios
en el aire hecho tallo, savia, polen.
Aire roto, aire jirón del cielo.
Aire con blanca esperanza alada.
Es el oro antiguo del festín de los dioses.
La música primera, el amor primero.
La pasión escancia
su lenta orfebrería,
su palabrería dulce,
sus febriles besos.
La vida nos tiene entretenidos
en estas distracciones del corazón.
A poco que lo abras, tendrás
la feliz comisión de la sangre
en su alocado embeleso de madre.
Aire, noche, sangre, os invoco.
La turbia verdad de mi canto os invoca.
Alta conjetura de barro o de lluvia,
luz con su eco de salmo,
blonda sutilísima de vida.
Se acaba el tiempo de los tristes.
Está la belleza y está la paz
confiando al mundo
su milagro antiguo.
Acude con gesto de triunfo,
se le va clarear
en las estancias del corazón.
Es inútil desoír
el fuego bastardo del ocaso,
su ciego caudal de sombra,
su apetito sin hambre.
Avanza el incendio de mi cuerpo.
Se ven desde lejos las llamas
ocupando el pecho,
haciendo un árbol
en mis brazos como aspas.
Jadean sus pétalos,
vibran y cobran vuelo
y ocupan un cielo antojadizo y azul
como un beso de un niño.
A veces consiente
una opulencia de olores la noche.
Es de la noche
su reino sin estrago.
Lo oscuro llama a la claridad,
se deja convidar
por su perseverancia milagrosa.
Qué lejos ahora la tristeza, qué inútil.
Un compás de clausura la mece.
Un arrimo de verdad la colma.
Así procede la belleza.
Alumbra el amor cotidianos gestos,
luz que invita a un desmayo.
Medra en su tierno temblor sin dueño
el pulso de las horas,
la permanencia de fuga.
La gris línea recta
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