27.8.24

Un aprendizaje



Al final importa  lo que nos perturba, ese estupor en el ánimo o incluso ese asombro continuo, un poco entre la perplejidad y la fascinación. El arte no tiene utilidad alguna: solo nos faculta para la conmoción, nos enseña qué debemos hacer para que ese hallazgo sea más sólido y penetre de una manera más elocuente. Lo que no hay es una pedagogía fiable de ese placer, de la sensibilidad. La que se airea en algunos suplementos dominicales de cultura no cuenta, ni los libros cuentan a veces. Se pone énfasis en la bondad o en la mediocridad de lo observado, pero no insistiendo en los procedimientos para que ese placer sea verdaderamente democrático. Tampoco sé si ese oficio le incumbe a la escuela, si los maestros debemos preparar para que el ciudadano sea sensible y pueda valorar una pintura de Francis Bacon o un solo de trompeta de Miles Davis. No hay Bacon que conmueva si no nos entrenamos en su observación, a pesar de todo, ni Davis que no requiera un tiempo de exposición, aunque el arrimo primero deba irrumpir con la elocuencia de una tormenta en el silencio de la noche. La belleza, aceptando a Breton, será convulsa o no será, pero hay que conformarla, escrutaría, entender que uno aprende a escuchar ópera al modo en que aprende a conducir o a cocinar unos callos con chorizo. Uno aprecia a Hopper al primer cuadro suyo que contempla; incluso puede deslumbrarse en esa primera instancia. El amor perdurable proviene de la paciencia. La experiencia es la que nos faculta para admirar el arte. Yo todavía estoy en el periodo novicio.

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