16.8.24
Historietas de Sócrates y Mochuelo / La ficción
Se está mejor en la ficción, a poco que se sabe del gris de la realidad. Podría darse por válida esa aseveración, se tendrán argumentos para sostenerla, pero no es recomendable afincar el ánimo en lo inventado, en el simulacro de vida que da esa ficción tan estimada. Tienen las dos puertas giratorias, pequeños o grandes accesos a lo que ofrecen. Lo verdaderamente milagroso es que los personajes de la ficción anhelen probarse en el mundo real, tasar su desempeño narrativo en la cartesiana matriz de la certidumbre. Como si el autor que los urde comprendiera que probablemente él también pertenezca a una trama construida por una mano ajena de la que no sabe nada y a la que concede todos sus desvelos metafísicos. Mochuelo carece de metafísica: es de un pragmatismo a prueba de trascendencias. Él se prefiere en la tarea de observador, sin que nada le haga deseo alguno de cambiar esa circunstancia. Tampoco sabemos qué es la ficción, qué lugar es el de Mochuelo cuando no conversa con Sócrates. La representación de lo puramente fabulado es una impostación, un añadido al universo, un atributo del que carecía y que el creador fuerza a que comparezca. Lo real no precisa de la ficción, sucede ajeno al decurso de las metáforas y de las inverosimilitudes que hacen de ella una circunstancia falible, no constatable, servida por la herramienta del lenguaje, que es siempre una temeridad. Porque podemos hacer real lo que no lo es en el momento en que lo nombramos. La literatura misma es un fingimiento, una construcción inútil, si se me permite. Por otro lado, no habrá nada que surja de la imaginación que no provenga de un hecho sucedido. Si se piensa con detenimiento, es la realidad la que da a la luz la ficción. Sería absurdo razonar aquí cuál es más relevante. Ninguna existiría sin la injerencia de la otra. Vivimos porque imaginamos. El interés de Sócrates por saber si Mochuelo querría conocer lo que hay más allá de la viñeta es sobrecogedoramente dramático. Es el hombre en conversación con sus fantasmas, consigo mismo. El descreimiento de Mochuelo es el nuestro; su frívola anuencia a su condición impostada es idéntica a la que a veces recurrimos para elevar la dura cumbre de los días.
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