31.5.24

Humo

 La planta del tabaco, la Nicotiana Tabacum, era originaria del altiplano andino y ya se consumía tres mil años antes de que naciera Jesucristo. Los indígenas americanos no la usaban con fines estimulantes: fumaban con intención curativa o para conectarse con la divinidad. El tabaco se masticaba o se inspiraba por la nariz. Sus hojas servían en ancestrales ritos mágicos y espirituales.

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A Cristóbal Colón le asombró ver a los nativos aspirar el humo de unos tubos de hojas secas. Rodrigo de Jerez, marino de la Santa María, pudo ser el primer europeo que cayó en el vicio de fumar. La Iglesia lo encarceló por practicar algo pecaminoso e infernal, cosa de brujas o de demonios.

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La costumbre absurda de meterse humo en el cuerpo la introdujo en Inglaterra Sir Walter Raleigh, corsario, poeta e incesante buscador de El Dorado. Se le tiene como auspiciador de la costumbre del tabaco, aunque no murió por causa suya, sino por la del filo de una hoja que separó su cabeza del tronco. Dejó una bolsa de hojas de tabaco en la que se leía una inscripción en latín: “Comes meus fuit in illo miserrimo tempore” (“Fue mi compañero en los momentos más miserables”). La primera construcción industrial del mundo fue La Real Fábrica de Tabacos de Sevilla. En el segundo tercio del siglo XVII, el Estado funda la Institución del Estanco del Tabaco cuyo fin es la recaudación de impuestos por liar y fumar las hierbas americanas. El pujante imperio inglés, a la muerte de la reina Isabel I, amasó su fama de rico gracias al impuesto de dos peniques por libra de tabaco. Mediado el siglo XVI, Jean Nicot, embajador de Francia en Portugal, también escritor y probador de cualquier novedad que alentara la embriaguez, preso del estupor de su ingesta, regresó a su patria con algunas hojas de tabaco como obsequio a la reina Catalina de Médicis. Francia había abierto sus puertas a un alcaloide nefando: la nicotina.

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Molière, en su Don Juan, escrito en 1665, hace decir a uno de sus personajes que “nada es igual que el tabaco, pasión de la gente honesta”; y que “quien vive sin tabaco, no es digno de vivir: no sólo alegra y purga los cerebros humanos, sino que instruye las almas en la virtud y se aprende con él a ser un hombre honesto”. Se colige que la honestidad es inherente al tabaco.

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Urbano VIII, un antecesor de Rodríguez Zapatero, que canceló la tradición de fumar en los bares de nuestra patria, prohíbe el tabaco en el interior de los templos, excomulga a quienes lo hacen incluso afuera y hace que su guardia persiga a los que lo aspiran en las cercanías de las iglesias.

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El Cardenal Richelieu, probador de novedades recaudatorias, decretó gravar las libras de tabaco. Napoléon, un par de siglos después, reprobó ese impuesto, pero no lo cancelaría hasta que le nombraran “una virtud que produzca un ingreso semejante”.

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En las dos grandes guerras mundiales se proveía de tabaco a los soldados como forma de subir el ánimo y amenizar los preámbulos de la batalla. La verdadera revolución en el comercio del tabaco se produjo con la máquina de vapor Bonsack, capaz de liar de manera automática 12000 cigarrillos a la hora frente a los cuatro que un enrollador profesional elaboraba por minuto. La patente la compró James Buchanan Duke en 1885. La demanda desbordó a la enclenque oferta. El imperio de la nicotina había desplegado sus ejércitos por los cuatro vientos. Casi cerrado el siglo XIX, se crea la primera Liga Antitabaco del mundo. El tabaquismo ha causado la muerte de más de cien millones de personas a lo largo del siglo XX.

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Oscar Wilde escribió que “el cigarrillo es el tipo perfecto de placer perfecto. Es exquisito, y nos deja insatisfecho. ¿Qué más se quiere?”.

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Una de las mejores frases sobre el efecto del tabaco la regaló un predicador jesuita llamado Jakob Balde: una ebriedad seca; a Gómez de la Serna debemos la probablemente más devastadora: “Los cigarros son los dedos del tiempo que se convierten en ceniza”.

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Marcello Mastroianni calculó haber fumado un millón de cigarrillos: cincuenta al día durante cincuenta años. Sentenció que “cada uno viva y muera como le plazca” e imaginó que el humo que había tragado serviría para oscurecer el cielo de Roma.

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Groucho Marx, en “El conflicto de los hermanos Marx”, hace decir al ocurrente Capitán Spaulding: “¿Le molesta que no fume?”. Con todo, Groucho Marx no fue un fumador empedernido: fumaba poco y muy deleitosamente. Los puros que gasta en sus películas no están nunca prendidos. Si se observa, siempre tienen el mismo tamaño. El cómico atribuía a la edad la licencia para concederse ciertos vicios, ella era la única concesionaria de esos vicios: “Fumar un puro es lo único que te queda”.

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Mark Twain decía que era fácil dejar de fumar: “Yo ya lo dejé unas cien veces”. Se impuso una regla de oro: “No fumar mientras duermo, no dejar de fumar mientras estoy despierto, y no fumar más de un solo cigarrillo a la vez.

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Enrique Jardiel Poncela metía al amor, al tabaco y al café en la misma consideración vital: “Todos los venenos que no son lo bastante fuertes para matarnos en un instante se nos convierten en una necesidad diaria”.

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Sigmund Freud, siempre tan atento a las periferias del instinto sexual, afirmó que “fumar es indispensable si no se tiene nadie a quien besar”.

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El tabaco era el vegetal favorito de Frank Zappa. Se puede ser vegano a nivel estrictamente pulmonar, añado yo.

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Julio Ramón Ribeyro escribió un aforismo que adoro: “La vida es corta, fumes o no fumes”. En “Sólo para fumadores”, un ensayo delicioso que hace que hasta uno tosa, podemos leer: “La adicción al cigarrillo se explicaba por una regresión infantil en busca del pezón materno o por una sublimación cultural del deseo de succionar un pene. Leyendo estas idioteces comprendí por qué Nabokov –exagerando, sin duda– se refería a Freud como el charlatán de Viena”. Suyo es también un razonamiento más que curioso en el que hace del fumar un acto religioso que viene de Empédocles, quien fijó en el aire, el agua, la tierra y el fuego los elementos primordiales de la naturaleza y el origen de la vida. Escribió: “Secularizados y descreídos, ya no podemos rendir homenaje al fuego, sino gracias al cigarrillo. El cigarrillo sería así un sucedáneo de la antigua divinidad solar y fumar una forma de perpetuar su culto. Una religión, en suma, por banal que parezca. De ahí que renunciar al cigarrillo sea un acto grave y desgarrador, como una abjuración”. Fumador compulsivo, Ribeyro no sabía si fumaba para escribir o escribía para fumar.

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Hans Castorp, en La Montaña Mágica de Thomas Mann, no comprende “que se pueda vivir sin fumar. Es privarse, sin duda alguna, de la mejor parte de la existencia y, en todo caso, de un placer muy considerable. Cuando me despierto, ya me alegra el pensar que podré fumar durante el día”. Finaliza Castorp, el joven sano que convive con enfermos, afirmando que “mientras tenga mi buen cigarro sé que podré soportarlo todo, que me ayudará a vencer las adversidades”.

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Vladimir Nabokov engordó treinta kilos al reemplazar el tabaco por una confitura tradicional sudamericana hecha de miel espesa.

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Cristina Peri Rossi se lamenta de haber dejado de fumar con enternecedora franqueza: “La vida me gustaba más con humo…; he dejado de toser, de expectorar, mi hipertensión ha disminuido y la isquemia cardíaca que padecía ha desaparecido. En cambio, me siento mucho más sola”.

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Alejandro Zambrano cita a Ribeyro con soltura, recuerda que se puede fumar sin escribir, pero no escribir sin fumar. Cuando dejó de tragar humo, creyó sentir una orfandad literaria tan atroz que se encendió un cigarrillo por mero interés creativo. “No sé si escribiendo soy bueno, pero puedo asegurar que fumando era uno de los mejores. Lo digo sin exagerar: yo fumaba muy bien, yo fumaba con naturalidad, con fluidez, con alegría. Con muchísima elegancia. Con verdadera pasión”. Sin fumar, tampoco se puede leer, añade. “Ningún libro es bueno”. Sostiene Zambrano que dejó de fumar por querer vivir más. Agradeció a sus editores que perdonaran su absentismo comercial: no hilaba una frase con otra cuando el humo no hacía volutas sobre la máquina de escribir. “Sinceramente pensé que no volvería a leer ni a escribir una línea, pero esta historia, como se ve, termina bien. Muy de a poco, por fortuna, lo conseguí. Y estoy orgulloso. He vuelto a leer y a escribir. Y a fumar”.

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Javier Marías murió con anticipación por todas las novelas que escribió. Ninguna  de ellas prescindió del acompañamiento de un cenicero groseramente ocupado de colillas. Leí un artículo de Jesús Marchamalo en el que citaba una preciada posesión del escritor: una pitillera adquirida en una subasta y que había pertenecido a Robert Donat, el actor de 39 escalones, la maravillosa película de Alfred Hitchcock. Tenía hasta sus iniciales. “En Tu rostro mañana hay un personaje que hace comentarios sobre una marca rara de tabaco, fuma unos cigarrillos, Ramses II, que yo mismo compro algunas veces. Me gusta, de vez en cuando, fumar cigarrillos exóticos; hay otro tabaco que también sale en algunas de mis novelas, el Karelias, y en mi cuento “Sangre de lanza” aparecen unos cigarros indonesios, Gudang Garam, que tienen un peculiar sabor a clavo. Estoy acostumbrado a trabajar con un cigarrillo encendido; luego, no fumo tanto porque es difícil escribir y fumar al tiempo, pero no sé trabajar sin humo”.

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Antonio Machado era descuidado en el fumar, pienso ahora en lo del torpe aliño indumentario. Solía vestir traje oscuro cuando daba sus clases y los lamparones de ceniza ocupaban buena parte de la chaqueta. En la leyenda, en lo que uno ha escuchado y de lo que no tiene certeza, se dice que los alumnos se mofaban de su torpeza. Para la sorpresa de sus discentes, un día se esmeró en depositar con extremo mimo la ceniza en el cenicero, pero nada más terminar la clase lo cogió y ceremoniosamente vertió su contenido sobre su ropa. No se deben perder las buenas costumbres, debió decir.

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Guillermo Cabrera Infante fue un preboste del cáncer lúdico. Todo en él era tabaco. Holy smoke(“Humo sagrado” en el inglés original y titulado aquí Puro humo) es un libro delicioso sobre el vicio de fumar. Es una historia del tabaco y es también una manifestación culta de las virtudes de esa embriaguez sorda, como desprendida de cuerpo, que ha agasajado con su belleza a muchas de las artes del siglo XX. La prescripción médica desconoce las bondades artísticas de fumar mientras se crea. Yo he hablado con algún médico fumador. Me ha confesado que lamenta no saber prescindir del tabaco, aunque presume de que sus admoniciones a sus pacientes fumadores son antológicas. Lo malo es cuando ven mis dedos índice y corazón amarillitos de nicotina, me dijo.

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En Baudelaire, la ebriedad es una manera de no pensar en el tiempo. Fumar debe ser una de esas convincentes razones para que alguien no precise tambalearse, darse de bruces en el suelo o perder la cordura por la ingesta de sustancias más desquiciantes para adquirir el don de estar feliz sin que haya motivo para estarlo.

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André Gide murió cerca de los noventa sin dejar de fumar ni de escribir. Consignó: “Escribir para mí es un acto complementario al placer de fumar”. Fumaba Giuba en el frío y en la niebla de los andenes. Pasear, carraspear, escribir. Una vez dijo gustarse en el acto de esperar a que llegase el tren. Yo lo veo ahora fumando. Parece un fotograma de una película en blanco y negro. Hasta dudo de que exista Gide.

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Algunas veces un cigarro es solamente un cigarro, escribió Sigmund Freud. Las otras…, ¿qué puede ser las otras? Yo creo que en ninguna de sus cavilaciones mayestáticas logró dar sentido al acto de pudrirse adrede con todo ese humo absurdo.

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Aparte del inmortal Peter Pan, tal vez su única obra absolutamente memorable, J. M. Barrie publicó “Lady Nicotina”, estimulante ensayo sobre el infierno de dejarlo y el cielo de su añoranza.

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La frase sobre el vicio de fumar que más me gusta (y debo tener varias) se debe a George Bernard Shaw: “Cigarrillo: pequeño y delgado cilindro de papel relleno de tabaco, con un fuego en un extremo y un idiota en el otro”.

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Al hombre que más se quiere, puede el lector reemplazarlo por una mujer, se le espera fumando. Es “el placer genial, sensual” que Sara Montiel inmortalizó en un tango. Ella, la amante expectante, no consumía su vida mientras fumaba: al ver flotar el humo se solía adormecer. Era “el humo de su boca” lo que la enloquecía. “El humo embriagador que acaba por prender la llama ardiente del amor”.

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El único libro que Juan Carlos Onetti escribió sin fumar se llama El pozo. Lo escribió en una tarde, sin apenas retoques: lo hizo a modo de desahogo. En los años 30 se trasladó a Buenos Aires y estaba prohibida la venta de cigarrillos durante el fin de semana. El acopio de tabaco del viernes fue escaso y el hambre de humo alumbró el cuento. Durante años no concebí leer la prensa sin un paquete de tabaco cerca. Lo ideal, la conjunción perfecta, consistía en una barra de bar, un día de lluvia y un café humeante. A ser posible sin compañía, y me tengo (comenten quienes me tratan y conocen) por un ser declaradamente social. El cine siempre contribuyó a endiosar el tabaco. Pienso ahora en que sé para qué sirve el emboquillado contra la pitillera o, en su defecto, la mesa más a mano o incluso la esfera del reloj, que es lo que yo solía hacer en mis tiempos de fumador semiempedernido. Las volutas imperiales del tabaco han llenado escenas fantásticas de cine del alma, aunque después las autoridades adviertan (con hipócrita trompetería) que el cine puede matar y que la literatura de Juan Carlos Onetti debiera eliminarse de las estanterías porque contiene nicotina, y el mismo Onetti, con su aspecto enclenque y enfermizo, apalancado en su cama precursora de maravillosas historias, parece también estar hecho de esa sustancia volátil, quebradiza, tóxica y lírica, según desee el ya entendido lector hacer inclinar la balanza de los vicios.

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Charles Laughton, en Testigo de cargo, casi cometía asesinato por echarse un buen puro entre pecho y espalda.

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Pessoa, en su hermoso “Tabaquería”, insistía en seguir fumando. Así haría mientras se lo consintiera el destino. Tan solo ver sonreír al dueño del establecimiento. El universo tiene sentido.

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Para Rodolfo Fogwill, fumar era un “placer pequeño, humano, tolerable, / social, fiscalizado, numerable. / Fumar: desear que lleve hacia un deseo / de volver a desear buscando el nuevo / desear que nunca cese y siga ardiendo / y en sed arda insaciada arder viviendo”.

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En sus memorias Luis Buñuel cuenta cómo veló a su padre. Había bebido mucho coñac y salió al balcón a fumar un cigarrillo. Es particularmente hermosa la irrupción del olor de las acacias en flor en la remembranza de ese pasaje luctuoso de su vida. Al volver a la habitación donde yacía escuchó un ruido y vio a su padre, erguido desde la muerte, “con gesto amenazador y las manos extendidas hacia mí”. La alucinación se desvaneció, relata. Tras dar cristiana sepultura al padre, es muy arriesgado calzar el adjetivo cristiano en lo concerniente al maestro aragonés, se acostó en su cama. “Por precaución, puse su revolver –muy bonito, con sus iniciales en oro y nácar– debajo de la almohada, para disparar sobre el espectro si se presentaba. Pero no volvió. Aquella muerte fue una fecha decisiva para mí. Mi viejo amigo Mantecón todavía recuerda que, a los pocos días, me puse las botas de mi padre, abrí su escritorio y empecé a fumar sus habanos. Había asumido la jefatura de la familia”.

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Antaño se fumaría porque Humphrey Bogart fumaba. No tiene defensa esa imitación, pero cada uno elige qué modelo adoptar. No me imagino a Bogey en el piano del Rick’s Café bebiendo un zumo de melocotón, sin engorrocinar el aire de recias volutas de seco y rancio humo. En un comunicado entregado a la prensa cuando estuvo a un palmo de morir dejó escrito: “He leído que me han extirpado los dos pulmones, que mi corazón se ha parado y que lo han sustituido por una vieja bomba de gasolinera, que he pedido plaza en todos los cementerios imaginables desde aquí al río Mississippi, incluidos varios en los que estoy seguro de que solo admiten perros. Todo ello disgusta mucho a mis amigos, por no hablar de las compañías de seguros. Tuve un pequeño tumor maligno en el esófago. La operación fue un éxito, aunque durante algún tiempo no se supo si el que iba a sobrevivir era yo o el tumor”.

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El hombre de Marlboro murió fumando. Hubo dos más tras el primer sacrificado. Esos viejos anuncios han desaparecido. Declinó el favor popular, la anuencia ante la muerte, el elogio a la vida salvaje de las grandes praderas norteamericanas. Estos tiempos no difieren de aquellos, aunque no haya cowboys en el imaginario popular, ni el atardecer cubra de melancolía el idilio del hombre con el paisaje. El hombre Marlboro es usted, soy yo, será cualquiera que encienda su cigarrillo y anhele reconciliarse con el mundo. No hay armisticio posible. El mundo va a lo suyo, no se aviene a sentimentalismos, ni agradece que lo contemplemos con delicada parsimonia. Como si fumar nos revelase su sustancia más íntima. Todo fue un engaño, todo es un engaño ahora.

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El tabaco de liar es reflexivo. Mientras lo lías, en ese momento artesano, la cabeza bulle en pensamientos, urde prodigios, censura tentaciones, hasta recapacita sobre la necesidad que habrá de matarse uno tan a lo despacio, sin que se aprecie el mandoble en el pecho, sin que la sangre exhiba la cercanía de la muerte. Yo dejé de fumar tabaco liado por una mera cuestión de urgencia. Hay un poco de vértigo en la necesidad de que el deseo se cumpla con presteza.

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El tabaco es la peste moderna. Además de clínica, su cruzada es moral. Resulta paradójico que un veneno tan cierto se expenda con el más que intimidatorio aviso de que su consumo nos hará más corto el viaje a la tumba. Estáis avisados, parecen decir las cajetillas. Luego no digáis que no sabíais. Los que legislan hacen algo desconcertante: demonizan lo que les lucra. Su activismo censor es paternalista. Luego está la fascinación estética, la aureola del humo ocupando el aire con barrocos arabescos o su voluntad de asignar una especie de cohesión pecaminosa (no llega a intelectual) a quienes lo practican. Somos furtivos los que encendemos un cigarrillo. Salimos a la puerta de los bares, nos cuidamos de que no haya nadie a quien moleste la expulsión festiva del humo. Nos hemos hecho a lo clandestino y creo que está bien que así sea. El rito exige un dispensario íntimo, una especie de escenario privado en el que la administración del humo posea su preciso protocolo. Debe aclararse que esa representación teatral es una liturgia de pésimas consecuencias, el que la perpetra acaba dañado, pero qué habrá a lo que uno gozosamente se incline que no acabe zahiriéndolo, royendo su hueso inocente, concediéndole el más que dudoso placer de acortar su estancia en el paraíso de los vivos.

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El humo que los que fumamos metemos en nuestros pulmones es el contubernio máximo de todos los venenos posibles. Quizá la nicotina sea el menos nocivo de ellos. En el cigarrillo hay combustible para cohetes espaciales o aviones (metano, hidracina), líquido para baterías (cadmio), amoníaco del que usamos para fregar el suelo, algún elemento radioactivo (Polonio-210), alquitrán, veneno para ratas (arsénico), butano del de las bombonas, plomo, níquel… La parte bastarda de la tabla periódica participa en la fabricación de esa herramienta del mal. El causante de que sintamos una especie de embriaguez es el acetaldehído, un metabolito del alcohol etílico que se oxida en nuestro organismo. Las patologías de su ingesta son severas y casi nunca retráctiles: tumoraciones, hipertensión arterial, osteoporosis, úlcera péptica, gastritis, problemas cardiovasculares o respiratorios, pérdida ósea dental, cáncer de labio o bucal o de vejiga o de laringe o de esófago o de pulmón. El asombrado lector puede añadir a este léxico infame dos entradas más: enfisema y bronquitis. Quienes valoren su hombría, deben saber que el tabaco merma la potencia sexual y produce infertilidad masculina. Sirva esta rendición de quebrantos para dejar claro que fumar es un invento del diablo. Ni él mismo se pondría un cigarrillo en la boca. No se atrevería a lastimarse adrede.

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El humo es un acostumbrado paisaje del escritor. La nicotina es una ceguera que obra la paradoja de verter una luz.

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El cine negro es de humo, es de esa cualidad del humo que hace evanescente hasta a la muerte.

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El mismo cine, el hecho técnico de que una máquina proyecte imágenes sobre una pantalla, tiene un componente asociado al tabaco: las hebras de luz se convidan de las volutas del humo.

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Uno echa de menos la rendición plástica de todas esas cajetillas de cigarrillos que engolosinaron las novelas de Cortázar y el cine francés de la Nouvelle Vague: Gauloises, Gitanes, Parisiennes. Pero también las que fumaba mi padre y mi abuelo: Un-X-2, Reales, Habanos, Coronas, Sombra, Rex, Continental, Partagás, Kruger, Celtas, More, Lola. Ninguna mereció que Cortázar, mi padre y mi abuelo murieran. Quién sabe si esas marcas a las que profesaban lealtad condujeron a que se fuesen con triste anticipación. De lo que estoy seguro es que los tres murieron fumando. A mi padre, en sus últimos días, le entusiasmaba que lo sacara de su residencia (le habían amputado la pierna por la diabetes, un ictus le robó el habla) y lo invitara a un café. Entonces le ofrecía un Chester o un Camel. Era admirable el modo en que apuraba el cigarrillo. Creo que contenía el dolor al quemarse los dedos con el contacto flamígero de la boquilla, pero la cara de felicidad era absoluta. Un médico me dijo: “No te preocupes porque fume. Un cigarrillo al día no le hará mal. Lo de sus pulmones es el problema menor que tiene”.

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El apestado moderno es el fumador, un individuo razonablemente pacífico, que no desea el cáncer a nadie salvo a sí mismo. Siempre hay un peaje, aunque no es ocupación fiable el martirio constante y encuentra uno aplazamientos para dejarlo, y paga sus impuestos y compra en los estancos o en las máquinas la mercancía ansiada con todos los beneplácitos del sacrosanto dios del mercado y, una vez abierta la cajetilla y encendido el perverso cigarrillo, pasa a ser pecador, delincuente, pervertido, todo lo malo elevado a una potencia escandalosa. Un crimen. Son tiempos en que lo lucrativo convive con lo prohibido. Hay una vehemencia casi enferma en satanizar al fumador y hay cruzados en plena calle que se arrogan el derecho a limpiar el aire. Valdría más que se abrieran otros frentes y tuvieran el mismo consenso social. Estaría bien que no se pusieran en marcha ciertas leyes de rango secundario hasta que otras de más perentorio cumplimiento no diesen visos de funcionar fiablemente. Lo que están consiguiendo es que se fume a escondidas, alejado de miradas recriminatorias. Los que legislan están borrando toda huella del tabaco. A Jean-Paul Sartre, enfermo de nicotina, le hicieron un apaño infográfico en un festejo conmemorativo de esos a los que los franceses son tan proclives y hacen tan bien: le sustrajeron el cigarrillo de sus dedos. Habían conseguido que, por fin, albricias, loado sea el Señor, el filósofo dejara de fumar.

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Pienso en la televisión. Se dispensa a la cadena X de hacer estricta observancia de ciertos códigos éticos y no emitir en horario principal –digamos– programas en donde guayabos de planta apolínea se tiran los tejos y comercian con la carne, ofreciendo al infante limpio e inocente (sí, ese que no es conveniente que vea a los adultos fumar) un modo de comportarse, una manera de vivir. La masa, la que fuma y la que no, está siempre a expensas de los administradores de turno. Estos de ahora se conjuramentaron para construir una sociedad perfecta, pero marraron: no es posible el bienestar absoluto, no es ni siquiera necesario vivir en un mundo ideal en donde nada se extralimite y en donde ninguna circunstancia esté fuera del control de quienes la adecentan y se arrogan el oficio de vigilarla. Hay advertencias del Estado que sancionan que tomes más azúcar de la cuenta: penalizan que te extralimites en tu ocio y te dé por tirarte al mar desde un acantilado, si es que posees esa expeditiva inclinación. La situación es la siguiente: nos están amonestando por ser lo que antojadizamente queremos ser. No es nuevo, hubo siempre esa afición ajena a gobernar las aficiones propias. A la gente no le gusta que uno tenga su propia fe, como cantaba Pablo Ibáñez en su premonitoria La mala reputación. “Haga lo que haga es igual / todo lo consideran mal, / yo no pienso, pues, hacer ningún daño / queriendo vivir fuera del rebaño”.

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El que está envalentonado con esta nueva forma de vivir el tabaco (o de no vivirlo) podrá argumentar que fume cada cual en su ámbito privado. Y podemos extender ese razonamiento a otros territorios de lo social. Hay muchas cosas que hacen los demás que nos molestan. Algunas pasan de la molestia a la irritación. Una vez se está irritado, hay un paso muy pequeño a la violencia. No una física, una gráficamente muscular, sino una sintáctica, dialéctica, que no es mala, al cabo, siempre que de ese conflicto de intereses surja una vereda por donde discurrir hasta que uno de los bandos admita el error de sus razones y abdique. En esto del tabaco se abdica con cierta dificultad. Uno cree que los bares, tan asociados al hecho de fumar, son una especie de templo. En ellos nos desembarazamos de muchas de las máscaras que llevamos y nos sentimos confortablemente refugiados en un país prestado, en un limbo perfecto en el que todo está a nuestro servicio. Por eso duele especialmente que el fumador no pueda, al paso que vamos, ejercer en el reducto de las terrazas el placer que lo devora y por el que paga religiosamente lo que el Padre Estado desee marcar. Impuestos. Gravámenes útiles. La moneda tintineando. Un paquete pronto se pondrá en seis euros.

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La vida es placentera y hermosa cuando nos hace aceptarla sin pensar en que tiene su finiquito, en la niebla que la corteja y que nos conduce (irremisiblemente) al abismo, al negro fin en donde ningún reloj marca las horas. Nos prohíben elegir cómo enfermar, dicho con brusquedad. Así que uno se inmola a capricho, se entrega con fruición al veneno con el que desea partir. Le asiste el mercado. Ya sabemos a esta altura del metraje de la película que el mercado es la religión moderna. Le rezamos, le ponemos velas, le pedimos que no nos asfixie en demasía y esperamos, en su gracia infinita, que el más allá sea siempre una vejez agradable, libre de cargas éticas excesivas, razonablemente bendecida en el saldo de la cuenta de ahorros, y que portemos una salud aceptable. Lo demás es literatura. La hay a espuertas. Ahora pienso en la de Ramón María del Valle-Inclán, que cabalgaba sobre su pipa de kif y extraía del humo rosado el encendido verbo y la gracia socrática del ritmo de su corazón avinagrado, en la de Jean Cocteau, obsesionado por el opio, comido de opio, convertido en un fumador convulso que prefería curarse de la inteligencia en vez de sanar en su vicio.

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Yo fumo pasiva, activa y protocolariamente. También con promiscua vehemencia en ocasiones. La culpa de esa adicción no la tuvo el humo en el cine. No fue gracia de ver a Rita Hayworth en Gilda sujetando el cigarrillo con esa rara perfección griega. Tampoco haber visto a Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses, una diosa decrépita que fumaba tabaco turco marca Abdullah. Ninguna ilusión fílmica liberó mi yo fumador escondido y lo alumbró al mundo. Fumé con ambición hasta que dejé de hacerlo con el mismo empeño. Lo dejé algunas veces, como Mark Twain, ahora que lo pienso. Recesos. Pequeñas trampas. Volví a fumar esporádicamente y no he dejado de hacerlo en los últimos quince años, serán más. He fumado oyendo a Billie Holiday en un nirvana alucinatorio de bar provinciano y sencillo, entrada la madrugada, cegado de humo, yo mismo convertido en un templo cerrado y perfecto. He fumado viendo portadas de jazz en las que los músicos a los que adoraba fumaban: Mingus, Monk, Reinhardt, Ellington, Baker, Gordon, Coltrane, Davis, Evans, Baker. Yo no podía tocar jazz, pero podía emparentarme a ellos compartiendo un placer secreto. Qué ingenuo. Éramos feligreses de una misma homilía. Qué ciegos todos, qué tontos, pero qué felices. Quien desee relegar a Mingus a un plano secundario, diga Bogart, diga todo el bendito cine negro que no podría existir sin el humo que Raleigh trajo allende los mares, hace quinientos años, ya saben.

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El humo es cinematográfico y la política de la corrección nunca se dejó engatusar por la estética. A los que administran los gustos y las fobias, la exacta cópula entre la prudencia y la estulticia, les va de maravilla en eso de manipular a la siempre cordera masa.

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Mi padre fumaba. Mi abuelo fumaba. Mis tíos fumaban. Ninguno vivió sin tener un paquete de tabaco en el bolsillo. Ojalá ninguno lo hubiese tenido, ni yo vaya a cerrar este escrito encendiéndome un cigarrillo en el patio de mi casa. Mi abuela, no excesivamente reticente a la afición al tabaco pero determinativamente combativa en el abuso del alcohol, nunca me vio fumar. Me habría amonestado con su gracia habitual. Es humo, me habría dicho. Ni siquiera lo puedes masticar. 

 

28.5.24

Bodegones


El bodegón es un género pictórico en el que pueden exhibirse juntamente, sin que chirríe la alianza, un puerro, una escopeta de caza y un faisán muerto. También tenedores, un mortero y un puñado de monedas antiguas. Es cosa del que pinta el colocar todos esos objetos de modo que parezca que el azar los dejó así y no quepa imaginarse otra composición, ni otro inventario de piezas interpuestas. Es al pintor al que le incumben esas afinidades selectivas y al que observa la obra le corresponde aceptar esa imposición a la realidad. No hay creación que no suponga una brusca irrupción en lo real. De no ser (o no estando, más apropiadamente escrito) pasa a estar y al gerundio siendo, a pertenecer a la compleja maquinaria del cosmos. Ahora un cabeza de ajos, ahora una navaja abierta. Luego unos limones y un sandía. El bodegón de la realidad es también una composición en apariencia caótica, de frágil recuento, pero quizá todo observe un respeto, tal vez crear sea, en el fondo, un contribución al hambre infinita del hombre por dejar un huella. No solo hay agujeros negros, estrellas enanas, planetas, nubes, latas de coca-cola, abetos, poemas de Safo, pianos Steinway, botellas de agua, anillos de boda, perros, almohadas, bufandas, avispas asiáticas, cremas faciales, párrocos o inspectores del fisco. El cosmos posee un registro secreto de las cosas que han ocupado un lugar en su vasta y honda topología. No es cosa de que yo ahora cuele la injerencia divina y sostenga que hay un Hacedor contable, como una especie de Aleph. 


Uno puede ir de un bodegón a Dios sin salirse una brizna de la lógica cartesiana del texto o de la vida. Se puede prescindir del viaje de vuelta y quedarse en un lado. Siempre se está en un lado, siempre escoge uno con el que se desea adornar la estancia en la que va a permanecer. Hay paisajes que son tan nuestros como la piel que gastamos o las palabras que decimos. Todos los pisos de alquiler tienen bodegones en las paredes para que la presencia de la divinidad cuide de los inquilinos y les preserve de todo mal. Dios proteja cada rincón de esta casa, se lee con frecuencia. En un piso que alquilé había uno que se parecía mucho a éste. Creo que todos los bodegones se parecen entre sí. Hace tiempo que no pienso en todos los pisos en los que he vivido. Llegarán a diez, contando los eventuales y los más duraderos y en el que vivo ahora, la casa que parece definitiva, eso nunca se sabe. En el actual no hay bodegones en las paredes. No ha sido una decisión razonada. Vienen así las cosas. De pronto caes en la cuenta de que tu piso no tiene bodegones y buscas uno que pegue con los muebles o con el color de la pared o no irrumpe ese pensamiento y el bodegón no acude. Tampoco la vida que se anhela, aunque baste no pensar en ella para que todo cobre sentido y el sol (el de este martes es de una pureza que ya intimida) haga su festejo de luz en lo alto. 

27.5.24

El ojo

 El ojo 


He aquí la claridad primera del día, 

la limpieza novicia de la mañana, 

el fulgor soberano de los colores. 

El azul en su carro de dioses, 

el verde con su manto de vida, 

el rojo festejando la velocidad de los astros.

He aquí la tierra, su coraje antiguo, 

su sangre aventada a mordiscos,

su luz convidada de tiempo. 


Era al principio el ojo de no apreciar 

el paisaje, 

se cuidaba de no entusiasmarse 

en ese arrimo, lo aplazaba, era

tan sólo de medir las distancias, 

de calibrar el peso de la luz, de tentarla.

Luego pensó en ahondar el mirar, 

Atisbar la suave inclinación de una loma, 

correr sin brida al percibir 

el brinco del agua en el fluir de un río.


Es feliz el ojo, sabe a qué ha venido el ojo. 

Ahora los árboles, ahora el cielo. 

Cree bueno el descanso y descansa. 

Cree buena la luz y la agradece de corazón.

De pronto todo muda a una oscuridad sin hondura. 

La acuna y la siente suya. 

Débil y solo, perplejo, el ojo repasa 

todos los prodigios con los que ha sido bendecido.

Ve el azul de la altura y el verde del raso.

Ve el rojo de la sangre y el rosa de las flores. 

Sonríe, pues un ojo untado de felicidad 

tiene la secreta facultad de la sonrisa 

y toma aire, pues un ojo así ungido 

respira si antojadizamente le place.


En su inocencia ocupada de milagros, 

el ojo se obliga a mirar de nuevo.

Ha caído la noche sobre el mundo. 

También el miedo, también la duda.

Es lo mismo mirar que no hacerlo. 

Los colores se fugaron 

por el envés de las palabras.

Las palabras también se fugaron. 

Así que el ojo acaba por dormirse. 

Lo abate el desencanto. 

Lo derrota el desaliento. 

Es lo que tienen los ojos sensibles, 

los de crianza más esmerada.


Soñó el ojo con un cielo azul 

que cubría un prado verde. 

Azul y verde la lluvia, su cauce limpio. 

Algunas criaturas aquí y allá, 

ninguna inquieta, todas bañadas 

por un halo de bondad, 

como si estuviesen hechas de paz pura, 

como si escucharan la balada de un poeta o de un dios. 

No supo el ojo con qué combatir la negritud 

ni cómo hacer regresar la plácida y cromática vigilia. 


Quiso entonces salir de su cautividad y ser criatura. 

Quiso el ojo tener oído y escuchar 

el rumor del río al transcurrir fiero en su cauce. 

Quiso correr y saltar y dejar que la sombra del bosque 

le diese alivio y nada de cuanto anhelara le fue concedido.

Y el ojo se convirtió en memoria. 

El azul, el verde. El cielo, los prados. 

El fluir del río, el manso vuelo de los pájaros. 

Todo fue suyo. Suya la luz al clarear la mañana 

y suya la tiniebla al irrumpir.

26.5.24

La memoria de los libros


Distraídamente el lector va abandonando entre los libros billetes de autobús, servilletas, antiguas fotografías, listas de la compra, tickets de parking, comprobantes de cajero automático y hasta pequeñas facturas domésticas. No importa el género en que los aloje, no tiene quien lee un propósito que fragüe esa tenencia voluble de los libros. Ni habrá que indagar en los motivos para que esos papeles ocupen sus páginas. Funcionarían a modo de marcapáginas, señalarían el lugar desde donde retomar la lectura o, cuando se demorara en demasía ese regreso, el punto fúnebre, la evidencia de un abandono, la cruz señalando un túmulo.

 Un día decide ese lector abrir todos esos libros, sacudir su solemne vigilia vertical y hacer estricto balance de todos los cuerpos extraños que custodian. Ahí es donde se va dando cuenta de su biografía, que es caótica al modo en que lo son las cosas que no comprendemos. Se dispone a poner en claro lo turbio, en administrar la herencia de recuerdos que el azar ha confiscado al olvido y que de pronto ha sido reclamada. Entonces aparece la turbación melancólica de la novia antigua e irrelevante y el leve patetismo de la vida crápula en la universidad cuando todavía no había muerto su padre ni había encontrado el amor ni traído hijos al mundo.

 Los libros tutelan esa confesión de que hemos vivido, celan la memoria falible. La guardan sin pedir nada a cambio. Tal vez infinitamente y quizá como si lo que vamos dejando entre sus páginas hubiese sido pensando o fabricado para terminar allí y convenir un diario. Como si los billetes de autobús, las servilletas, los tickets de parking, los comprobantes de cajero automático y las pequeñas facturas domésticas significaran algo más de lo que manifiestamente significan. Como si contaran nuestra vida con mayor desparpajo y contundencia narrativa. Como si una vida cupiese en esos papeles fragilísimos. Ejercen esa labor secreta, confían al azar la remisión de la memoria, que es una criatura de tornadiza comparecencia y se torna olvido con veleidoso capricho  

Y sabemos, a pesar de todo, que una vida cabe incluso en un verso. Porque lo que van macerando los días son tramas librescas, episodios de una novela oculta, asuntos épicos, frívolos, divertidos, solemnes, lúbricos o luctuosos. De todos ellos se abastece el cuerpo de esa novela, en todos se maneja y a todos concierne. A mi padre le daba por meter estampas de santos en las páginas de sus libros. En una biblia gigantesca que andaba por casa estaba el albarán de compra, los plazos de su abono. Podía pesar sus buenos cuatro kilos. Hasta la fe exige su peaje pecuniario. En un antología de poemas de Cavafis que compré en una librería pequeñita cerca de mi facultad decidí alojar un billete de mil pesetas. Estará en cualquier de ellos, todos valdrían, ninguno incluso. Hice del libro una improvisada hucha, una especie de reserva monetaria para los tiempos duros en los que anduviera necesitado de fondos para mis devaneos de pub en los fines de semana. Uno de estos días buscaré en ese fondo invisible alguna fotografía de la niñez. Al verla, sabré lo que ahora ignoro. 

25.5.24

El imperio de la luz


Hay caras que parecen haberlo visto todo, sentido todo, vivido todo. Lo expresan sin dedicación. Ni siquiera tienen conciencia de que la rueda de los astros y el fluir mineral de las horas se contenga en sus ojos secos y claros, concernidos a mirar y a registrar lo mirado. En ellas, por mera concurrencia del azar o por interés y hasta denuedo, se exhiben con desparpajo los festejos y las penalidades del oficio de vivir. Podría quien las observa oír el ruido de los soldados de Cartago cuando Aníbal los hizo atravesar los Alpes para romper Roma,  el de los pulmones de Proust al caminar por los parques infinitos de París. Una cara es siempre una tentativa de penumbra, un preámbulo de todas las caras, un juguete con el que el tiempo urde la lealtad del paisaje y la flaqueza del alma. La de Samuel Beckett está devastada por el espanto de un siglo, la han roto el delirio del hombre y el hambre de Dios. La nuestra no es distinguible de la suya: avanza hacia el estrago, se desdice a cada rasgo que adopta, fulge también como un pétalo que se sabe pasajero del imperio de la luz.

24.5.24

Una celebración

 



Tengo un blog al que cuido como si fuese mi casa. Está abierta desde hace 6519 días con sus noches y no me planteo reemplazarla por otra. Al entrar hace un momento a colgar una entrada, la número 4229, a decir de las estadísticas que muestra, he comprobado que ha sido visitado 1.500.000 veces. Sale a texto cada dos días en los últimos casi veinte años. Ese cómputo de días, de escritos y de visitas me hace feliz, pero lo que más festejo es que mi voluntad haya decidido que siga en pie. Aplaudo mi perseverancia. He sido tozudo, he resistido con entereza, he hecho de ese blog una extensión de mí mismo. No sabría explicarme sin escribir, tampoco lo haría sin mencionar El espejo de los sueños. Gracias por el millón y medio de visitas, gracias por los amigos detrás de los números. Vamos a por 5000 entradas. Mi abuela lo decía mejor: "Mientras el nieto corre, el mundo gira". 

Construcción de la palabra

El cielo es un pájaro que se ha liberado. Yo manuscribo el temblor de las alas en el barro de las primeras lluvias. El vacío es herrumbre convencida de su levedad. No hay verdad en el caballo que se derrumba en la nieve. Ni verdad ni poema.  Ni clausura, ni intemperie. Solo un corazón robado al vértigo. Contra la soledad de un cielo abandonado, el poeta urde el viento, maniobra aproximaciones sutilísimas para que la piel recobre la ingenuidad y se deje cortejar hasta que el hueso sea un enjambre y la miel codicie un pulso de aire o un atisbo de luz. He visto un sol respirando en los ojos de un perro. Un río de fuego en la hondura de la ceniza. El agua permanece y se sublima. Yo también permanezco y me sublimo. Prospero. Me izo. Canto. Doy con las palabras claras de mi fuente antigua. Al latir de la sombra le sucede un murmullo de otra. Se acoplan como amantes, se dan en la suprema contienda de los cuerpos, en su evanescencia, en su entera propiedad del tiempo. El amor es un pájaro que ha encontrado el sentido absoluto del vuelo, una palabra tramada en el corazón del aire. 

 


19.5.24

Una apnea

 La inspiración es la caligrafía del azar. Hoy ando desangelado. La musa me lleva ignorando todo el día. Será el cansancio o será un aviso de algo en lo que ahora no me apetece detenerme. Las palabras no acuden como suelen. No tengo nada que decir. Creo que haré un receso en esto de escribir. Calculo que llevo veinte años haciéndolo a diario. Será una apnea. Al final todos los que se sumergen acaban por sacar la cabeza del agua y abrir mucho la boca para que el aire los cruce enteros. 

18.5.24

Un amor forense

 Una novia que tuve solo leía prospectos de medicamentos. Cortamos cuando enfermó. Me escribió cartas hasta que murió. Ahora salgo con una chica empleada en un tanatorio. La asisto en su oficio con perplejo desparpajo. He dado con mi vocación. Estudio tanatología en una universidad a distancia. Mi ambición es  la excelencia mortuoria. El nuestro es un amor forense. 

17.5.24

Tentativas espirituales de un árbol

 


Tentativas espirituales de un árbol 


“Quien se ha encontrado a sí mismo ya no puede perder nada.”


La verdad nunca es vana. Aforismos

Stefan Zweig


A un árbol le convino prescindir de la tierra. 

Se quiso ver izado en íntimo ayuntamiento con el algodón del aire, flipar en la comisión de las nubes, convidarse de viento. El árbol se ha declarado pájaro. Ya no son de barro sus palabras. Festejado el vuelo, el árbol de pronto declina perseverar en todas esas maniobras aéreas y urde un descenso alocado al azul sin brújula del agua. Esa indagación acuática lo abate en una tristeza líquida de la que se zafa al comprender la verdad pedestre y glauca. Envalentonado, se decide a brincar por el campo. Las distancias son alicientes para su improvisada y feliz disposición locomotora. No contento con la adquisición del desplazamiento, se detiene. Su corazón se desquicia al no dar con una residencia fiable. Finalmente, cansado, contrariado por el trasiego, echa raíces. 


No hay árbol que no haya sentido la llamada del aire, ninguno que no anhele el tumulto del agua. Si se acerca el oído al tronco, podemos apreciar su mansa obediencia a la tierra. Late como un corazón que ya se ha encontrado a sí mismo y no tiene nada que perder. Un árbol muerto es el vértigo roto del aire. Ni la lentitud lo abraza. Su raíz es una plegaria ensimismada, una catedral de rizoma y frio. Un árbol muerto es la constatación de una homilía sorda. De invisible que se hace, podemos escuchar su piel. Quien desatiende la visión de un árbol ciega el latido de su sangre.

16.5.24

La idea de un cisne

 Vi un cisne en el estanque de la Casa de Cristal del Retiro tan a lo suyo, tan cabal y perfecto, con esa claridad sublime de lo inefable, que pensé en no atribuirle la sustancia del cisne, la propia y convertida en su porte y en su antigua prestancia, ni aceptar que el cisne fuese algo que se pudiese nombrar y hacerlo ingresar en la rueda de las palabras y en el vértigo de la memoria. Le sustraje su naturaleza más íntima. Le impuse al cisne una categoría mayor, eterna, ajena al tráfago de las cosas, de la que ni siquiera yo tendría intendencia y que acabaría desvanecida, ocupada en algo superior y de arduo manejo: la belleza. Fluía entonces, pues era fluir su tangible desempeño, para que yo ahora inexplicablemente escriba esto. 



15.5.24

Bodegón


En responderse cómo se muda la edad,

tarda uno un tiempo formidable

que bien valdría emplear en propósitos

de mayor hondura y de más noble fin.

Domeñar oleajes, varear el aire,

declamar sonetos, inventariar los vicios del alma,

pintar un friso de ciclámenes y jacintos,

vivir sin pesares ni presagios una vida de fábulas y oro,

urdir pequeños prodigios que alivien la dureza de la travesía,

asumir el fardo torpe del cuerpo,

escribir a la caída de la tarde un panegírico

alegre y frívolo que desoiga la crudeza del empeño.

Así afanar al pecho la dicha del loco corazón en su tumulto de sangre.

Así convocar el numen de lo etéreo

mientras el vértigo y la fiebre coronan un risco

y anhelan agonizar en mi carne. 

 


14.5.24

Jazz, cerveza, aforismos


 Si se me hace pensar en si soy más de cerveza o de jazz, determinado a elegir, conminado a decantarme, respondería con esta fotografía que me hizo Araceli Antrás en el día en que presenté en sociedad, en la semana del Jazz de Lucena, un librito mío al que tengo un cariño especial: Un poco de swing, por favor (Aforismos sobre el jazz), delicadamente publicado por Cypress en 2020. La posibilidad de envalentonarse uno y escribir un libro de aforismos sobre la cerveza me ha entusiasmado la mañana. Creo que todo es aforismable, permítanme la acuñación verbal. En realidad, la literatura lo abarca todo y se deja cortejar por cualquier manifestación sensible. Basta encomendarse al arrullo dulce del numen. Anda por ahí siempre. 


13.5.24

El amor es una atracción en un sábado de feria

 



Hay quien sostiene que la felicidad consiste en no tener conciencia de que se tenga o no; quien, cuando el azar o la tenacidad la brinda, piensa en ella sin excesivo empeño, como algo fugaz, de apenas asiento, sin que le turbe, ni lo esclavice. Conozco gente feliz. No se advierte que flaqueen, no hay resquicios visibles que evidencien un roto por donde se escape esa felicidad con la que se visten. Desde afuera, uno aprecia esa especie de exaltado estado del ánimo, esa visión absoluta que quizá ni ellos mismos son capaces de aplicarse. También gente que no parecen haber sido felices en su vida. En esos infelices vence la idea de que no  hay modo de contentarlos, de que no hay con qué agasajarlos para que sonrían o miren con alegría, contentos, hospitalarios consigo mismos. Es un asunto extraño el de la felicidad, sin duda. Si me pregunta si soy feliz, no podría responder certeramente. Si no me lo cuestionan, entra en lo posible que sí lo sea. Como la famosa cuestión de qué es el tiempo. No hay día en que no piense en esa gente feliz, en contarles lo que se ve desde afuera, aunque ellos descrean y no atiendan a lo que yo de verdad siento, pero no doy con la manera sin que se sientan incómodos, abrumados por argumentos a los que tampoco dan un crédito fiable. A la reversa, podría suceder que ellos se ocuparan de mí, pensaran si soy feliz y sacaran la extraordinaria conclusión de que lo soy de un modo irreprochable. De esos amigos felices que tengo tal vez alguno crea que me guía el afecto sincero o que me ciegan los años compartidos, las conversaciones abandonadas en las barras de los bares, los paseos volviendo al barrio. Ahora son otros tiempos y ya no vivimos en ese barrio. Es uno quien cambia, no los tiempos. La infancia es la única patria, dijo alguien. Lo es hasta el hartazgo. Se echa la vista atrás y encontramos el mapa de esa felicidad precaria, cálida, inasequible al desaliento, forjada en fuego y en barro y en sábados enormes en la plaza, dándole a la pelota, corriendo de un lado a otro como si el mundo hubiese anunciado su finiquito.

Todo queda ciertamente lejos ahora: lo mitificamos a nuestro antojo, le concedemos el rango metafísico de los paraísos perdidos: cuente el buen lector la niñez o la adolescencia, repase ese paraíso suyo, las calles en las que se forjó la épica más noble del ser humano, la de los juegos y la de la pereza, donde se echó el ojo al primer amor o donde, por obra siempre de la fortuna, se malogró ese enamoriscamiento y se vertieron las primeras maravillosas lágrimas o se dio el beso primero, ése que nunca tuvo rival, por muchos que se dieran más tarde, por muy trabajados y procaces que fueran. La felicidad de la que hablo no es un asunto baladí: de ella depende en gran medida el sostenimiento de todas las posibles felicidades futuras. Estoy con quienes ven en la construcción de una infancia feliz la antesala de una edad adulta no excesivamente malograda. Creo con firmeza en la limpieza moral de los años en los que la moral no es carga alguna y vive uno libre, desprejuiciado, cogiendo esto y aquello, sin pensar en el mal que se causa o en el bien que esos actos conllevan.

La infancia es la irrealidad. Luego se le afinca la adolescencia, la adolescencia mineral y primitiva, que no deja de ser un florecimiento orgánico, un brotar asilvestrado de todas las cosas, las del pensamiento y también las del cuerpo que acoge a lo pensado. Se tiene de ella un regusto maravilloso de felicidad absoluta, un poco tonta y despreocupada, traviesa y pura. Está la locura y está la cordura. A veces conviene que se desquicie la mirada o que se impregne de lujuria. Se regresa sin esfuerzo, está a mano la rutina, el gris de las cosas que ya hemos visto, pero lo que dura en la memoria son los atrevimientos, esa osadía de pareja recién casada que prueba a girar sin pensar en nada más, sin que nada les ate, ni les frene. El mundo es de ellos mientras giran. La edad adulta exige siempre peajes muy altos. No se sale nunca indemne de ir creciendo. Al corazón lo violenta el aire incluso, el aire turbado por la fatalidad, comido de prisas que no precisamos, íntimamente convencido de que no hay vida más allá, ni escapatoria. El corazón tan duro, desmemoriado, sin signos de izado. La memoria tan blanda. El que no recuerda los años de la niñez, la fiebre de los juegos, el vértigo fabuloso de los cacharros de feria, no ha aprendido mucho. Debería existir una posibilidad de volver allá, pero es bueno que no la haya. La infancia no se abandona nunca. A veces permitimos que salga, dejamos que pasee alrededor nuestra, haciendo el tonto, dando brincos. Es entonces, si acude, cuando creemos estar en un sábado de hace muchos años, corriendo de un lado a otro, creyendo que no hay nada afuera que tenga más importancia que el juego en el que estamos y giramos en una atracción de feria y el mundo gira con nosotros y sentimos que no podemos contener la gana de reír. Algo así como el amor o como si siempre fuese uno de esos sábados gloriosos. 

11.5.24

Rubens con señora


 


Hay cosas a las que uno presta una atención distraída o ninguna, ante las que pasa sin detenerse, no percatándonos de que probablemente nos perdamos algo hermoso a lo que estamos dispuestos a renunciar. Se puede vivir una vida entera sin apreciar la belleza, pero no sé si es en verdad entonces una vida sentida o es otra cosa: tan solo la costumbre de los días con sus noches, el tráfago penoso del tiempo, con sus miserias enormes o con sus dolores imperceptibles. La fascinación que produce la visión de la belleza no se parece a ninguna otra. Está cuando irrumpe el alma en vilo, sobrecogida, está uno débil, rendido, mejor expresado: no se le ocurre batallar contra lo que observa, plantear alguna contienda contra el objeto que lo traspasa, del que se impregna. Da igual la experiencia adquirida, el conocimiento poseído, el arte - la belleza, la gran belleza - aturde, anula, pero no empobrece, no excluye, ni daña. El arte es un artefacto de muchas capas, un objeto que en realidad esconde muchos objetos. Un palimpsesto infinito. 

El cuadro de la fotografía está enmarcado en la fotografía en sí, que es otro cuadro súbitamente sobrevenido. Incorpora a la señora, cuya injerencia mueve el punto de referencia, que puede dejar de estar en el cuadro mismo y alojarse en ella, en el pie derecho levemente levantado, como si estuviese aupándose, izando la vista por afinar la mirada. No afinamos la mirada, no nos esforzamos en ese sencillo acto de reivindicación de la posesión de la realidad. Somos dueños de la realidad, pero no hacemos uso de esa propiedad. Desatiende uno la maravillosa riqueza que se abre delante y a colores se despliega como un atlas, como dijo el cantor, pero podemos educarnos para que lo observado perdure, para que el acto de mirar trascienda o para que - ya acabo - mientras miramos se produzca el milagro de las catedrales, esa sensación de sentirse algo irrelevante, de aceptar que hay cosas prodigiosas y que están ahí para que las abramos y veamos, capa a capa, qué hay dentro, hasta qué punto pueden hacer que nuestra vida, ay, sea más feliz. Igual se trata solo de eso, de que la belleza nos haga más felices. Más inteligentes y más felices. El cuadro de Rubens con la señora adentro es un excelente modo de pensar en ese regalo inadvertido. Rubens aplaudiría. 

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...