10.5.24

Los príncipes vigilaban el camino a lo largo de la atalaya

 


La noche que en el Sur lo velaron

A Letizia Álvarez de Toledo

Por el deceso de alguien
—misterio cuyo vacante nombre poseo y cuya realidad no abarcamos—
hay hasta el alba una casa abierta en el Sur,
una ignorada casa que no estoy destinado a rever,
pero que me espera esta noche
con desvelada luz en las altas horas del sueño,
demacrada de malas noches, distinta,
minuciosa de realidad.
 
A su vigilia gravitada en muerte camino
por las noches elementales como recuerdos,
por el tiempo abundante de la noche,
sin más oíble vida
que los vagos hombres de barrio junto al apagado almacén
y algún silbido solo en el mundo.
 
Lento el andar, en la procesión de la espera,
llego a la cuadra y a la casa y a la sincera puerta que busco
y me reciben hombres obligados a la gravedad
que participaron de los años de mis mayores,
y nivelamos destinos en una pieza habilitada que mira al patio
—patio que está bajo el poder y en la integridad de la noche—
y decimos, porque la realidad es mayor, cosas indiferentes
y somos desganados y argentinos en el espejo
y el mate compartido mide horas vanas.
 
Me conmueven las menudas sabidurías
que en todo fallecimiento se pierden
—hábito de unos libros, de una llave, de un cuerpo entre los otros—.
Yo sé que todo privilegio, aunque oscuro, es de linaje de milagro
y mucho lo es el de participar en esta vigilia,
reunida alrededor de lo que no se sabe: del Muerto,
reunida para acompañar y guardar su primera noche en la muerte.
 
(El velorio gasta las caras;
los ojos se nos están muriendo en lo alto como Jesús.)
¿Y el muerto, el increíble?
Su realidad está bajo las flores diferentes de él
y su mortal hospitalidad nos dará
un recuerdo más para el tiempo
y sentenciosas calles del Sur para merecerlas despacio
y la noche que de la mayor congoja nos libra:
la prolijidad de lo real.

Jorge Luis Borges 


La muerte no sería tan mala si pudiéramos desaparecer simplemente en ella sin ningún preliminar fastidioso.

Thomas Ligotti (La conspiración contra la especie humana)



Hay cosas contra las que la muerte no puede hacer nada. La buena vida es la que deja a la muerte perpleja, la que la rebaja a la condición de fantasma a los ojos de un descreído. De la mucha educación que recibimos a lo largo de los años hay escasa pedagogía para prepararnos a morir bien. Tampoco contribuye la construcción judeocristiana del pecado y de la falta, artilugios morales que aplazan o anulan una cierta visión lúdica de la muerte. La figura con la guadaña de la viñeta (estupenda) de Okada ilustra el modo en que uno entiende estos asuntos. Vamos pensando en que esto tiene un fin pero no es el nuestro. Somos eternos mientras vivimos, quizá deberíamos pensar. Vamos (en este hilo un poco fúnebre hoy de las cosas) afinando la melodía del adiós e incluso preparando el contenido de ese equipaje con el que queremos partir. Y ojalá dejemos a la muerte perpleja, tocada por el asombro de vernos ufanos y mansos, viviendo por encima de cualquier otra consideración, a espaldas de todas las palabras mortuorias que nos van contando en vida y que casi nunca nos escoltan bien hacia la muerte. Quien no valora la muerte no da aprecio a la vida, se puede pensar también. Cioran, que no era precisamente la alegría de la huerta, lamentaba que la civilización occidental hubiese escamoteado siempre al cadáver. La filosofía se ha erigido casi en exclusividad a dar con un modo de entender el tiempo. El Arte se ha valido de ella para edificar magníficos monumentos de la sensibilidad y de la inteligencia, de la belleza plástica de la partida, pero siempre se escabulle un toque liviano. Todo es tragedia y demolición. La religión es un mecanismo falible de anuencia ante su comparecencia. Toda ella está organizada alrededor de la muerte. Nosotros nos atrevemos de cuando en cuando a perderle un poco el respeto y esperamos, en el mejor de los casos, que su abrazo nos pille desprevenidos, ajenos, amarrados al vivir. Jocosamente, uno recuerda la petición de cómo querría morir el enano Lannister de Juego de tronos.  Mi padre murió en la plácida residencia del sueño. La vida se rescinde en él con mayor ligereza. Ella misma es un sueño. Eso nos contaron los poetas. Al menos esa liviandad un poco osada queda bien en la cháchara del bar. En mi tierra, en Córdoba, en los velatorios, se esmeran los deudos en extraer el mejor humor. Quien los conoce, sabe que no hay ninguno que se precie en donde no caiga un buen chiste o una chanza sobre la inaplazable parca: quien va a un entierro y no bebe vino el suyo viene en camino.  La vida no es más que una broma, cantaba Dylan en All along the watchtower, y los príncipes vigilaban el camino a lo largo de la atalaya. 


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