9.6.23

Los mundos sublimes

 Los escritores acaban solos y acaban mal. Lo dejó escrito Vila-Matas. Lo que hago es rumiar la idea de la soledad y el abismo: por ver si cuadra con lo que me rodea y si la realidad se inclina a darle la razón a Vila-Matas o es una ocurrencia literaria más, una de esas cosas que no tienen por qué comprobarse. Hay una literatura de la propia literatura, un decir de lo dicho, un constatación (brutal a veces) de que en realidad el escritor sólo habla de la escritura, aunque lo enmascare y parezca que habla de amor o de odio o de las dos juntamente, que es lo acostumbrado y esperable.

Vuelta a Vila-Matas: bien mirado, todos acabamos solos y acabamos mal, seamos escritores o registradores de la propiedad o carpinteros. Escribir y vivir se hermanan. Al empezar también se empieza solo y mal, aunque después se vaya arrimando la vida y se descomponga esa llegada terrible, desconsolada, en la que lloramos y sentimos el primer dolor, el del aire haciendo presencia en los pulmones, tan delicados, tan pobres de espíritu aún. Que escribir ande por ahí de por medio no es un dato que haga esa aseveración más o menos estricta y fiable.
La escritura es una compañera de viaje, no siempre agradable ni mansa, con la que nos sentimos aliviados o confortados o incluso ni una cosa ni la otra, sino alarmados, asombrados, continua y manifiestamente zarandeados y disconformes. Entra en lo razonable que se zanje el acto de escribir o se reduzca o se postergue, pero no conozco a nadie que escriba y lo haga a ratos o cuando encuentre un hueco en el trasegar de sus asuntos o cuando le hierve la sangre (sólo entonces) y precisa airear el mal que le afecta, el daño que se le ha hecho.
Se escribe sin brida, se hace porque hace falta que esa claridad penetre o porque hay que arrojar lejos lo oscuro o porque no hay manera más pacífica, ni más honda, ni más clara tampoco, con la que mirarse uno adentro. Yo no sé cuánto me miro, si hay una cantidad, si existe una cifra, una evidencia mensurable. No sé eso, pero sé otras cosas. Quizá leer no hiera al modo en que escribir hiere. Es dulce la herida, no es ni siquiera una de esas heridas vistosas, que precisan atención y no se pueden tocar porque se reverdecen o se extienden. Es de otra naturaleza, no la naturaleza prevista, la que se espera y se conoce.
Después de treinta años largos de lidiar con las palabras escritas, no creo haber llegado a ningún sitio. En cierto modo, ningún escritor llega nunca a ningún sitio. En todo caso alcanza la intimidad de un lector, no la de un ciento, ni la de miles o la de cientos de miles. Hay un único lector. El que escribe lo hace para un lector que se prefigura en su cabeza. Uno mismo, así debe ser. Lo tiene ahí cautivo, sabe que va a censurarlo o a agasajarlo, sabe que nunca le va a fallar, estará ahí cada vez que salga un párrafo o un poema o un trozo de una novela.
En el fondo, el escritor es su propio censor, su lector privado, el que en más apuros lo pone, el que lo hace levantarse en mitad de la noche y escuchar el silencio, por ver qué dice. El de ahora no dice mucho, no sé qué dice, en realidad. En otras ocasiones, se le escucha. Da igual lo de la soledad de Vila-Matas, y eso que es un escritor con muchos lectores, yo uno de ellos y uno particularmente agradecido también. También se celebra la soledad. Este miércoles pasado se produjo la paradoja feliz de que los libros me hicieran ir en volandas con los amigos. Presentar un libro propio es un lenitivo contra la soledad. No se me ocurre festejo más hermoso.

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 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.