A cuento de las fosas abisales escribí hace mucho tiempo un relato de ciencia-ficción en el que una diáspora de almas sensibles encontraba un refugio en ellas. Vivían en esa ciega felicidad de quien se precave de la luz y encuentra todo lo que anhela en la distancia de los otros. Lo he buscado hoy sin éxito. Guardo la idea de que el lector no aprobó al escritor o de que me quedaba ancho y grande esa inmersión oceánica, un poco forzada. Esta mañana de domingo probé a retomar el infeliz relato y lo abandoné casi de inmediato. No daba con el tono, se me aparecían monstruos del abismo, veía la cara de James Mason sin creérmela en ningún momento. También la de Omar Shariff, más emborronada, con menor afecto. Lo que ha cundido es la palabra Nautilus, que viene a significar "marinero" en griego clásico. También es un molusco cefalópodo del que hoy en día sobreviven tres especies. Es el amor a las palabras el que sobrevive al fracaso de su manejo. Al tiempo que Nautilus, en la misma consideración de amor léxico, pensé en Nemo, en ese nombre mitológico. Es Nadie su traducción desde el latín vernáculo. Llevo toda la mañana enredado en maquinar un argumento, pero es una empresa baldía. Avanzo y luego retrocedo, escribo y borro, no estoy acostumbrado a que el texto cueste, permítaseme ese exabrupto vanidoso. He decidido finalmente retirarme. No ha sido costoso, pero he sido un buen rato el capitán Nemo. He visto pulpos gigantes, al mismo Kraken, que me miraba desde un ojo anterior al tiempo y al espacio sin saber si abrazar la nave submarina y partirla en cien trozos o pasar de largo y dejar que su danza me inspirara definitivamente.
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