A mí el sonido que me de verdad me encantaba en las máquinas de escribir era el del timbre que avisaba de que habías llegado al borde del margen. También el ruido seco producido al golpear el espaciador, pero a mi padre le fascinaba meter el papel en el rodillo y ajustar la varilla para que la horizontalidad fuese perfecta. A pesar de tener una caligrafía pulcra, esmerada en las mayúsculas, exagerada en la restitución de las tildes o de la virgulilla, que recuerde, le gustaba coger la máquina de escribir para marcar la propiedad de los libros con pequeñas etiquetas. Al nombre, del que omitía siempre la composición completa del segundo apellido, pues lo dejaba en Muñoz siendo Muñoz-Redondo, le añadía la fecha y, en ocasiones, muy pocas, la librería en la que hizo la adquisición. Como muchos de esos libros provenían del Círculo de Lectores, que era un establecimiento fantasma, sin local ni escaparate, sin vendedor al que acudir ni volúmenes que ojear antes de llevarlos a casa, poco a poco fue abandonando esa costumbre hermosa de estampar los datos de fundamento. La heredé yo con variable constancia; me limito a manuscribir la fecha y, en ocasiones, ni mi nombre consigno. Cuando abro un libro, lamento no haber sido constante, echo invariablemente en falta que esa distinción ocupe la primera página y así mi memoria medre en recuerdos. El libro más antiguo que ocupa mi biblioteca es una Divina Comedia de 1935, publicada un año antes del nacimiento de mi padre. Él, con orgullo bibliófilo, sostenía que la trajo mi abuelo Emilio de su Cabeza de Buey natal cuando la guerra tiró de la familia a Córdoba. No hay escritura que lo confirme, pero me agrada esa nebulosa que lo acompaña desde hace casi noventa años. Hay libros que contienen una historia aparte de la historia previsible. Se les confía el recado de que nos aviven la memoria cuando flaquea. Son una especie de diario impostado y feliz en el que uno puede encontrarse, dar con la parte apartada, con la sustancia entregada al limbo o a la penumbra y que la marca manuscrita impone a la realidad con pasmosa verosimilitud. Ya no usamos máquinas de escribir y, si no lo enmienda el romanticismo, es posible que el mismo libro sea reemplazado por un archivo alojado en un disco duro, restituido a uno de esos (maravillosos también) artilugios en los que puedes almacenar las obras completas de Alejandro Dumas, que superan las 300 novelas, según leí ayer. En casa tengo El conde de Montecristo. Lo leí una sola vez, entusiasmado. Ahora se me ocurre que no estaría mal buscarlo y ver si hay una fecha que registre cuándo llegó a casa.
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