24.1.23

Una mecánica del frío

 




 En la literatura rusa de los trenes que descarrilan en el invierno y las penurias de los escritores jóvenes a los que hieren el amor y los naipes es en donde hace frío de verdad, en todos esos cuentos del proletariado andrajoso que exhibe, ufano, heroínas de cintura de avispa y mohín en la boca. Uno coge al azar uno de esos libros maravillosos, tachonados de las ricas peripecias que sufre el alma, y se le hielan las manos. Con solo leer el título, se aprecia el frío escalando la espalda como una lagartija salvaje. Hay libros que están construidos bajo la mirada del frío. El autor está aterido, el aire está rizado de frío, el mismo pensamiento adquiere la carnalidad precisa y tirita. Hay noches de invierno en las que saco un pie de la cama y lo muevo arriba y abajo. Dejo que el aire lo invada y lo retuerza y después lo meto dentro, al cobijo de las mantas, protegido por el calor primordial. A poco que se ha recuperado, lo vuelvo a sacar. Por darle luego acopio de calor. Ando así algunas noches de invierno, ya digo. Por la mañana, al andar, percibo que el pie que he hecho sufrir de noche, poniéndole a la intemperie gélida del aire de mi habitación de pobre estricto, todos lo somos frente al frío, está más alegre, anda con más garbo, se queja a su manera de que el otro, el protegido, no le siga, exhiba esa pereza de pie rico, convidado de afectos, hecho a que la sangre lo recorra con entusiasmo mientras yo sueño con una vida más cálida. Son solo sueños, me digo al despertar. El frío es el que me conmueve de verdad. 

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