13.1.23

Amar el caos

 



Querría uno no volver a incurrir en los errores cometidos, pero flaquea, los comete con pasmosa insistencia, cae en ellos como si las advertencias no hubiesen hecho efecto alguno. Tal vez hay cosas que van con nosotros al modo en que van los gestos o el timbre de voz o la manera en que dormimos o cogemos los cubiertos. Se tiene de ellos una propiedad dolorosa, se esmera la voluntad en apartarlos, en cuidar que no irrumpan y perturben todos los propósitos de mejora, pero a veces pueden más que nosotros, nos zahieren, nos crean la inoportuna sensación de debilidad o de falta de madurez. Da igual la edad. Todas poseen su inventario de flaquezas. Azora, al verlos venir, que no le podamos poner obstáculo; duele, cuando suceden, que no hayamos podido evitarlos. Quienes nos conocen y quieren, ellos también con los suyos, excusan que caigamos, hasta compartimos algunos, lo que rebaja en cierto modo la pujanza de los propios. Querríamos ser otro, siempre tenemos ese anhelo, el de parecernos a alguien. La única posibilidad de no venirnos abajo es confiar en que el tiempo nos modele y mejore. A él fiamos lo que nos viene grande. No haber sido un buen padre o un buen marido o un buen hijo o no haber cuidado como merecen a los amigos son las faltas previstas.

Abundan los prontuarios de autoayuda: no hay negocio más floreciente en las novedades editoriales. Tuve un amigo (lo tengo aún aunque nos prodiguemos poco) que se marcaba propósitos sencillos. Para no olvidarlos o para sentir más perentoria la necesidad de cumplirlos, escribía cada uno de ellos en un post-it y lo fijaba al frigorífico. No los retiraba hasta que percibía que estaban cumplidos. Cuando lo visité, me explicó todo con cuidado, sin atropello, pero con la preocupación de quién está acometiendo una empresa importante y está al cabo de sus progresos y de sus dificultades. Me llamó la atención uno en particular: sonreír, exhibir la alegría que (me confesó) no siempre disponía. Aunque a mí me parezcan terapias industriales, entiendo  que gente como Coehlo o Bucay o Espinosa sean útiles y tengan su adeptos, gente con muchos post-its en blanco y un buen frigorífico. Albert Espinosa dice (lo leí ayer en prensa) que las puñaladas se devuelven con sonrisas. No es mala la recomendación, pero es demasiado ambiciosa. También es un poco impostada.

Estos apóstoles del bienestar espiritual terminan produciendo el efecto contrario al que predican: no se sabe bien el porqué de las sonrisas y se entienden mal las puñaladas. Dice Espinosa que ames tu caos. Por ser tuyo, imagino. Yo amo el mío. No tengo otra. Podría desoírlo, reprobarlo o enfurecerme cuando no sepa cómo gestionarlo. Ese es un verbo frecuente en estos filósofos de la verbena del espiritu: gestionar. Encuentran una palabra grandilocuente y la explotan. Su oficio es el de las palabras grandilocuentes, las que hurgan adentro y rebañan el alma caída o triste o huérfana. Sus lectores, legiones de ellos, escuchan y leen y practican lo escuchado y lo leído. Al final terminarán pareciéndose entre ellos. Podríamos incluso identificarlos. Tú eres muy de Coehlo o muy de Bucay. Igual yo debiera plantearme seguirlos. Por mejorar, por no caer siempre en los mismos errores, por ser mejor persona, por tener de mí el conocimiento del que carezco. De joven leí tanto a Nietzsche que temí no desear leer a ningún otro autor. Por esa época me encariñé de las historietas de Astérix y Obélix. Creo que me marcó más el druida de la barba blanca que Zaratustra. Cada uno se toma las píldoras que quiere y hay colores para elegir.

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