9.1.23

Un bestiario



 Le debo a Cortázar mi fascinación por la palabra bestiario. Luego uno ha ido coleccionando bestias, desajustes de lo humano, inclinaciones hacia lo impuro o hacia lo que suscita rechazo, desafecto o incluso hostilidad. El mal viene a visitarnos de muy variadas maneras, pero hay algunas a las que se les concede un silla y la posibilidad de que se pueda entablar un diálogo y descubrir en qué consiste, muy primariamente explicado, la desviación que nos fascina, el espectáculo sin ambages de lo grotesco, expuesto crudamente, como cuando al doctor Hannibal Lecter le dio por abrir la cabeza de un invitado y ofrecerle su propia condición cárnica acompañada de ricos licores o cuando uno asiste a la contemplación televisiva de las ciudades que devasta la guerra y en las que no se atisba resto alguno de humanidad, como si fuese un decorado de una de esas películas muy caras en las que nos venden un mundo post-apocalíptico.

No creo que se le deba más al mal que a todo el bien que haya podido ocurrir en el mundo, pero la Historia es un relato de toda esa oscuridad, aunque se amenice en ocasiones con episodios líricos o hermosos. No es un punto de vista desesperanzado: es la constatación de una evidencia y es también la expresión de una especie de consentimiento. Es así y no hay que darle más vueltas. Vivir es un pulso contra la oscuridad y no se nos ha fabricado con la fuerza pertinente tal vez. Flaqueamos, nos dejamos intimidar por el ruido del vacío, por todas esas metáforas de la vida eterna o de que todo acaba cuando el corazón interrumpe su alocado vértigo. Contra el cese inevitable se interponen los instrumentos que habilitan todas las religiones que fueron, son todavía y las que están por venir. Hay un rico inventario de consuelos y de esperanzas para que el dolor se aplaque y podamos hacer el tránsito por la vida de un modo apacible, sin caer en la cuenta de que hay un fin o de que no existen certezas de cuanto ocurra después, por más que se vendan biblias y los templos sigan recibiendo fieles.

A Borges le parecía que la teología era una extensión de la literatura fantástica. Uno ejerce la suya con antigua modestia. No hay quien no acabe extrayendo un proceder teológico si la situación lo requiere o en la intimidad, en cuanto se aparta del ruido y mira hacia adentro, por ver qué suena, por comprobar si todo funciona bien o hay algún rastro de incertidumbre o de extravío. El bien y el mal son circunstancias accidentales del relato. Lo que importa es precisamente el relato, no su estilística, ni el género en el que se adscribe. El mundo rueda y ahí vamos a su grupa, sorteando los obstáculos, inventando algunos. El mal viene a visitarnos de muy variadas maneras, sí. Parece que nos tienta, cree estar en posesión de las armas con las que combatir y vencernos. De hecho, por más que duela admitirlo, suele salirse con la suya. Somos buenos o somos malos a conveniencia, lo cual es una forma de aceptar que el mal es un enemigo experto y no es posible entablar con él un diálogo del que prospere una remota posibilidad de entendimiento.

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